Capítulo 16

Barcelona, invierno de 1323

El traslado a la nueva casa fue precipitado, ya no tenía sentido seguir con aquel proyecto a espaldas de Elvira. Antes de abandonar la vieja morada, ella echó un vistazo a la ventana con la esperanza de que su hermana se asomara, pero no fue así. Paseó la mirada por las estancias que los habían acogido durante más de tres años y, al cerrar la puerta, solo pensó en su intención de comenzar de nuevo. Pensaba que, de algún modo, el lugar en que vives pone orden en el caos, protege, supone un refugio íntimo, privado. Ella lo necesitaba con urgencia.

Hacía meses que Jaume tenía en las manos la escritura correspondiente efectuada ante notario, pero al trasladarse cumplió con la tradición de tomar posesión del edificio de manera pública, para que los vecinos se enteraran. Elvira se mostraba de lo más ufana, le habría agradado que la vieja de las plantas estuviera presente. ¿Qué diría ahora, después de haber intentado engañarla?

La nueva señora de la casa lucía sus mejores ropas y desplegaba una gran sonrisa a todo aquel que se acercaba a darle la bienvenida. Abelard y Narcís corrían arriba y abajo por las escaleras y, al ver las caballerizas que daban al patio, preguntaron si podrían tener un caballo.

—Quizá si os portáis bien… —dijo Jaume, que no cabía en sí de gozo.

A veces su nueva posición lo hacía dudar, y tal vez por este motivo se esforzaba por favorecer a aquellos hombres que había reunido bajo su protección. Se había prometido convertirlos en ciudadanos de Barcelona, con todos los derechos y deberes que eso comportaba. La incorporación del Cojo de Blanes había venido a sumar nuevas esperanzas a su proyecto. Era un hombre experimentado que estaba de vuelta de muchas cosas y, como él, buscaba la manera de expiar algunas culpas y alcanzar una posición que le permitiera cierta tranquilidad.

Las cosas no eran fáciles para los más desfavorecidos, y se comentaba que la situación se complicaría aún más. La población de la ciudad se multiplicaba año tras año, pero los recursos disponibles no crecían en la misma proporción. Unos meses atrás habían interceptado una embarcación y decomisado su carga de trigo candeal y garbanzos. La necesidad y la carestía eran los argumentos que, teniendo en cuenta sus privilegios, se reservaba la ciudad para llevar a término aquel expolio. Mientras contemplaba su obra, Jaume pensó en los mercaderes de aquella nave extranjera y las pérdidas que habrían tenido mientras sus familias los esperaban en casa.

Repasó orgulloso la tela con que había cubierto las ventanas, la misma que, tiempo atrás, lo había maravillado en casa de los Ciará. No dijo nada cuando Elvira, tras pensárselo un rato, la hizo quitar de algunas habitaciones. A ella le agradaba asomarse a la calle y llenarse los pulmones con el aire húmedo de aquel invierno, tan diferente del primero que había pasado en Barcelona. Era feliz cuando, con la caída de la noche, su esposo cerraba con llave la puerta exterior y sentía que la familia estaba a cubierto.

Poco a poco, Elvira fue desembarazándose de los pensamientos que la atormentaban. Más de una vez vio de lejos a Blanca de Clara y el hecho de verla casada y haciendo su vida le proporcionó sosiego. En ningún momento le dijo a Jaume que conocía su secreto por boca de Margarida.

Pero en la casa había una habitación cerrada a cal y canto. El mercader la utilizaba para sus asuntos privados, según alegaba. A menudo se reunía allí con sus hombres y siempre exhibía una sonrisa de satisfacción al abandonarla.

Aquel 15 de noviembre era el aniversario de Elvira. Cumplía veintitrés años.

—Tengo un regalo para ti —le dijo Jaume, deseoso de agradarla.

—¿Dónde está? —respondió ella mientras se volvía sobre sí misma en busca del presente.

—¡Es una sorpresa!

—Mmmm. ¡Me agradan las sorpresas! ¡Estoy preparada!

—¡Muy bien! Entonces déjate llevar.

Él le cubrió los ojos con un pañuelo de seda que ella tocó con delectación y luego la guio hasta la estancia prohibida del tercer piso. Elvira oyó el ruido de las llaves en la cerradura. El corazón le latía con fuerza. Apenas atravesado el umbral, al mismo tiempo que le quitaba la venda de los ojos, Jaume exclamó:

—¡Aquí harás los mejores sombreros de la ciudad, estoy seguro!

Presidiendo el fantástico obrador había una pequeña talla de san Julián, bajo cuya protección se reunían merceros, guanteros, peineros y cordoneros, oficios relacionados con los sombrereros.

Distribuidos contra las paredes había cofres con los más variados elementos: finísimas telas que Elvira solo había admirado en el atuendo de señoras importantes, cuerdas, cintas y cueros de diferentes texturas. También había un par de cestos con plumas y botones de plata.

Tampoco faltaba una caja de madera para tijeras de hierro, punzones, agujas y dedales. Elvira lo miraba todo emocionada. Tan pronto se entusiasmaba con los increíbles pigmentos de colores para teñir gorras y sombreros como empuñaba el cuchillo con mango de marfil y virola de plata que había en una caja. Debajo de la ventana, en una mesa y un banco había todo lo necesario para tomar notas y elaborar diseños, así como un ábaco para llevar las cuentas.

—Es tu propio obrador, Elvira. Siempre te has dado mucha maña para confeccionar sombreros. Y sé que has hecho un esfuerzo muy grande durante estos últimos años, que no han sido fáciles.

—Pero, Jaume, yo no…

—Aún no he terminado. Mañana vendrá una mujer que te ayudará en las tareas de la casa y con los niños. De esta manera tendrás más tiempo para dedicarte a lo que te agrada.

—¡Gracias, gracias, gracias! —repitió Elvira, abrazándolo.

Pasado un rato, le pidió que se sentara en el banco.

—Ahora me toca a mí. Yo también tengo una sorpresa para ti.

El mercader la miró intentando adivinar de qué se trataba.

Ella le cogió las manos y se las puso sobre su vientre.

—Espero un hijo, amor mío.

—¿Cómo? Quiero decir, ¿cuándo? ¿Cuándo nacerá?

—La próxima primavera, a principios de abril, si no me fallan las cuentas.

—¡Esta sí que es una buena noticia! —exclamó Jaume—. Esta vez será diferente, Elvira. No quiero que levantes pesos, y tampoco que…

—Está bien, está bien… Tranquilo.

Una nueva ordenanza vino a complicar las cosas para el mercader. Se estableció que los medidores, los coperos y los mozos de cuerda tendrían la responsabilidad de declarar ante los prohombres de la plaza del Blat todas aquellas infracciones que observasen. Bajo la amenaza, en el caso de los medidores y coperos, de ser expulsados del oficio, y en el caso de los mozos, de ser azotados y desterrados de la ciudad. Esta obligación se debía asumir mediante juramento ante el alcalde en un término de diez días después de promulgarse la ordenanza.

El Cojo de Blanes había oído rumores entre sus hombres, siempre atentos a todo lo que sucedía a su alrededor. Algunos ya hablaban de irse de la lengua a causa de una recompensa ridícula. Durante mucho tiempo habían estado ociosos y habían sido testigos de fraudes de toda clase. Se hacía difícil reconducirlos a la disciplina del trabajo y el esfuerzo…

Sara, la nueva esclava de la casa de los Miravall, era una mujer tártara de unos treinta años procedente de Trípoli. De inmediato se entendió con Elvira. Trabajadora y diligente, tenía buena mano con los niños, que la adoraban. Ella les explicaba historias de su tierra, los llevaba a pasear y les cocinaba dulces. Sumamente paciente, respondía a las mil preguntas que Abelard siempre tenía en la punta de la lengua y se entretenía con los dibujos que Narcís hacía en el suelo del patio o sobre cualquier soporte que se le presentara.

Los preparativos para el parto llenaron de alegría el hogar de los Miravall. En la habitación de matrimonio, Jaume hizo poner una representación de la Virgen y el Niño en la cabecera de la cama para proteger a Elvira llegado el momento. También hizo decir misas y encender cirios pidiendo un parto sin complicaciones. De alguna manera, eso lo ayudaba a sentirse menos culpable por las infidelidades que habían puesto en peligro su matrimonio.

Durante aquellos meses no había tenido ningún otro encuentro con Blanca, aunque en privado buscara su aroma en la manta que había acogido su amor. La guardaba lejos de miradas, fuera del alcance de todos, era su refugio cuando la añoranza se hacía insoportable.

Mientras tanto, las mejores parteras se ocupaban de Elvira, y en el parto la asistieron cuatro.

Alèxia nació al amanecer del 17 de abril. Era morena como su padre y sus ojos brillaban, oscuros como la noche, en una carita redonda y rosada. Solo dejó de llorar cuando la bañaron con agua tibia, pétalos de rosa y miel.

—¡Esta chiquilla nos traerá de cabeza! —exclamó Jaume, muy ufano.

No permitió que la fajaran con facilidad. Las vendas que le oprimían el cuerpo y no le dejaban mover los bracitos le resultaban un tormento y no paraba hasta que se deshacía de ellas.

—¿No ves que es por tu bien, que si no te las pongo puedes crecer torcida? —le decía su madre con dulzura, mientras intentaba vencer su resistencia.

Esta vez, Elvira vivió la experiencia de la maternidad de una manera muy diferente; se sentía dichosa y se recuperó muy pronto. Seguramente tuvo que ver la buena alimentación: el caldo de las secundinas, elaborado a partir de la placenta y las membranas que envuelven el feto, y las rebanadas dulces hechas con pan, huevo, azúcar, miel y canela. La niña también crecía sana y tenía unas mejillas tan rosadas que daban ganas de pellizcarlas.

Antes de los cuatro meses, el tiempo aconsejado para retirar los vendajes de los brazos, se rindieron a la evidencia: no había fuerza humana capaz de doblegar aquel espíritu inquieto. Sus hermanos la trataban como un juguete y, verdaderamente, lo era. Era el juguete de la casa de los Miravall y todos se quedaban arrobados ante cada risa de la pequeña o cada sonido emitido por aquellos labios rojos y aterciopelados. Elvira estaba a su servicio día y noche; a todas horas tenía hambre.

Margarida, a escondidas de Mateu, también iba a verla, aunque muy de vez en cuando y siempre que Jaume no estuviera en casa. La relación de las dos hermanas no era la misma desde que Margarida le había hecho saber que Abelard era hijo de Blanca de Ciará, y las cosas se enfriaron aún más cuando los Miravall se mudaron a la calle de los Banys Vells. Ninguna de las dos mujeres volvió a hablar del asunto, pero los silencios que no llenaban los niños o las conversaciones banales que mantenían daban prueba de su incomodidad y alejamiento.