Capítulo 6

Barcelona, marzo de 1333

-¿Adónde vas, madre? —preguntó la pequeña Alèxia al ver que Elvira se arreglaba delante del espejo y se oscurecía los ojos con polvo de carbón.

—Tengo que resolver un asunto —le respondió sin mirarla.

—¿Qué asunto? —insistió la niña.

—Cosas de mayores.

—Pero ¡ya tengo nueve años! ¿Cuándo seré bastante mayor para que me lleves contigo y me expliques las cosas? —rezongó su hija.

—¿Nunca te cansas de preguntar?

—Si me contestaras, quizá…

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!

La mujer del mercader resopló, dándose por vencida. Pensó que esta vez Alèxia tenía razón. Ya era una jovencita, no podía tratarla como a una niña si no quería que la volviera loca.

—Mira, Alèxia —le dijo, pasándole la mano por el pelo oscuro y brillante—, tu padre está fuera y hay mucho trabajo.

—¿Y por qué no dejáis que os ayude?

Elvira sonrió y, sacudiendo la cabeza, repuso:

—¿Cómo quieres que te lo diga? Ya hemos hablado de ello muchas veces…

—No. No hemos hablado. Tú no me escuchas nunca —la interrumpió Alèxia.

—Sí que te escucho, pero es que apenas lo entiendo yo. ¡Todo es muy complicado!

—¡Es por eso que debes dejar que te ayude! Mi preceptor dice que leo el Salterio tan bien como Abelard. ¡Y también me enseña a contar! Ya le he dicho que quiero estudiar retórica.

—¿Y se puede saber para qué necesitas la retórica, jovencita?

—¡Para hablar tan bien como papá, para entenderlo todo y hacer negocios!

—Tienes la cabeza llena de pájaros.

—¡No es verdad!

—¿Y no te ha enseñado tu preceptor que contestar a tu madre es motivo de castigo?

Alèxia bajó la cabeza y apretó los dientes, pero dos lágrimas le resbalaron por las mejillas.

—¡Está bien! Dejaré que me acompañes. Vamos a casa del señor Cervello, tengo que entregarle unos papeles. Pero no abras la boca si no quieres que me arrepienta.

La niña esbozó una sonrisa de oreja a oreja, y a continuación se pellizcó las mejillas para darles color, el gesto de coquetería que siempre veía hacer a su madre. Sara, que lo había oído todo mientras ordenaba la sala, le sonrió con complicidad.

—Regresaremos a la hora de comer. No toques nada de lo que hay encima de la mesa. Pienso continuar después —dijo Elvira a la esclava.

—No os preocupéis, señora, lo encontraréis todo tal como lo dejáis.

Elvira y su hija salieron de la casa mientras se oían diez campanadas en la torre de la catedral. Las dos vestían de verde y daba gusto verlas. La madre llevaba un tocado de raso que le cubría el cabello, enmarcándole una cara pecosa y aún bonita. La niña balanceaba su melena con aire satisfecho.

La reunión con Cervello no duró demasiado y fue de lo más agradable. Alèxia miraba de reojo los baúles y se imaginaba contenidos fantásticos provenientes de tierras lejanas, pero se cuidó mucho de decir nada. Aceptó una pera confitada y rechazó, muy educadamente, la segunda, tal como le habían enseñado que debían hacer las niñas de su posición.

—¡Vamos, madre, demos una vuelta! —rogó Alèxia al observar que Elvira enfilaba el camino hacia casa—. Le has dicho a Sara que volveríamos a la hora de comer y…

—Bueno, hija. ¿Adónde te gustaría ir?

—¡A ver cómo hacen la iglesia del Mar!

—No prefieres dar una vuelta por la calle Argentería, quizá podríamos comprar…

—¡No, madre, no! ¡Llévame! ¡Te prometo que no haré preguntas!

—Eso sí que no me lo creo —respondió Elvira y las dos rompieron a reír.

A medida que caminaban en dirección al Born, el ruido y el polvo se intensificaban. El golpeteo rítmico de los martillos en la piedra se oía mucho antes de llegar a la obra. Era una melodía cíclica, como quien pasa el rosario, una suma de timbres de intensidades diferentes reunidos en una sola plegaria.

Madre e hija contemplaron el trajín de los mozos que transportaban enormes piedras a hombros desde la cantera real de Montjuic. O desde la playa, descargadas de algún barco.

—¿Para qué quieren tantas, madre?

—Pues porque dicen que será una iglesia altísima.

—¡Pero si en el mismo sitio ya hay una iglesia! Y también hacen obras en la catedral. ¿Por qué no las llevan allí?

—Alèxia, hemos quedado en que no harías preguntas —replicó Elvira, divertida.

—¡Es que no lo entiendo!

—Quieren que esta sea la iglesia del pueblo, la de los pescadores y la gente de mar.

—¿Y la otra? ¿Para los de tierra?

—¡No sé qué haré contigo! —exclamó Elvira, y su hija no entendió por qué se llevaba las manos a la cabeza—. Santa María de las Arenas se ha quedado pequeña… —explicó con paciencia.

—¿La demolerán?

—¡Déjame hablar! Hace tres años, cuando se conquistó Cerdeña, pusieron la primera piedra de la nueva iglesia. Ahora hay un señor muy importante y muy sabio, Berenguer de Montagut, que dice cómo debe hacerse.

—Y si es tan importante y sabio, ¿por qué no le han encargado las obras de la catedral?

—Porque la catedral es cosa del rey y los señores de la ciudad. En cambio, en la construcción de Santa María participa el pueblo, donando dinero o trabajando sin sueldo alguno.

—¿Y el rey ya sabe que será más alta que la catedral? ¡Quizá se enfade!

Elvira no sabía si reír o llorar. La observó un momento y añadió:

—Mira, la verdad es que no sé si lo sabe, pero ¡no seré yo quien se lo diga!

Entonces, sin que su hija entendiera el porqué, soltó una carcajada como hacía mucho tiempo que no se permitía.

—Hija, yo no la veré acabada, pero tú quizá sí —dijo cuando se serenó—. ¿Sabes qué me agradaría?

—Dime, madre.

—Cuando vengas con tus hijos cuéntales que su abuela conocía una historia que pasó aquí mismo.

A Alèxia ya no se le podían abrir más los ojos, toda ella se transfiguró al oír aquello. El cielo se había abierto y solo jirones de nubes delgadas interrumpían el luminoso azul. Cogidas de la mano, las dos fueron en dirección a la torre Nueva. Elvira se detuvo en el pozo del Estanque para saludar a una antigua vecina que, como muchas mujeres, había ido a buscar agua. Mientras tanto, Alèxia se paseó entre los puestos de boteros y herreros, situados en la calle para captar clientela. Pero las rejas, bisagras y herraduras no conseguían cautivarla como otras veces. Aquella sinfonía de golpes en la piedra seguía repicando en sus oídos.

—¡Alèxia!

—¿Sí, madre?

—Es la tercera vez que te llamo. Te he dicho que no te separaras de mí.

—Lo siento, estaba distraída…

—¡Anda, vamos! Buscaremos un lugar más tranquilo.

A la chiquilla le habría gustado escuchar aquella historia a orillas del mar, pero Elvira puso el grito en el cielo. Aquel no era un lugar seguro, cada vez eran más frecuentes los robos y peleas. El hambre iba apoderándose de los estómagos y las voluntades de los habitantes de Barcelona.

—Aquí estaremos bien —decidió Elvira, señalando un poyo cerca de una pareja de guardias y donde el aire salobre invitaba a quedarse.

Su hija se plantó delante, dispuesta a disfrutar de aquel regalo inesperado.

—¿Recuerdas la imagen que hizo tallar tu padre y…?

—¡Santa Eulalia!

—Sí. Pero su historia comienza cuando tenía justo trece años y vivía en las afueras de Barcelona. Dicen que era una niña muy despierta, que cuidaba ocas, pero que sobre todo hablaba muy bien.

—¡Seguro que estudiaba retórica a escondidas!

—Eso no lo sé, pero ¡a buen seguro que era tan tozuda como tú!

—¿Y qué pasó?

—Pues que la niña no entendía por qué perseguían y mataban a su gente por el mero hecho de ser cristianos. Estaba convencida de que si lograba persuadir de su error al procónsul Daciano los dejaría en paz.

Alèxia ni siquiera parpadeaba. Entregada en cuerpo y alma al relato, solo quería que su madre prosiguiera.

—Consiguió hablar con el procónsul, pero él se enfadó mucho al ver que una mocosa se atrevía a decirle que estaba equivocado. No soportaba recibir órdenes, y tampoco tuvo en cuenta sus argumentos. Así que la torturó hasta matarla.

Como la niña se llevó las manos a la boca, Elvira decidió ahorrarle los detalles del martirio.

—Y la pobre murió desnuda, clavada en una cruz en forma de aspa.

—¿Y cómo la torturaron, madre? —musitó Alèxia.

—La sometieron a martirios horrorosos.

—¿Qué martirios? ¡Cuéntame!

Elvira dudó, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás. Si no se lo contaba ella, con toda seguridad no pararía hasta encontrar a alguien que lo hiciera. Tratando de escoger las palabras menos duras, continuó.

—Las torturas fueron trece, tantas como años tenía. La metieron desnuda en un tonel lleno de clavos y vidrios y la lanzaron rodando cuesta abajo. Pero salió ilesa.

Alèxia entornó los ojos y apretó los dientes.

—También la lanzaron al fuego, pero las llamas se alejaban de su cuerpo. Cada vez más enfadado, el procónsul ordenó nuevas maneras de hacerla sufrir. La azotaron y metieron en un corral lleno de pulgas, para que le picaran las heridas. Luego la encerraron en una prisión, donde siguieron atormentándola. Dicen que el sol, avergonzado por el martirio, nunca más quiso entrar en aquel callejón, que aún hoy sigue muy oscuro.

—¡Quiero verlo, madre!

—No es un buen lugar, Alèxia. Quizá…

—… cuando sea mayor, ¿no? —completó la niña.

—Sí, y bien acompañada.

—¿Cuando salió de la prisión la clavaron en la cruz?

—Sí, pero para desconcierto de todos se produjo un milagro.

—¿Un milagro?

—Sí. El cielo se cubrió y comenzó a nevar. Y así fue como un manto blanco cubrió aquel cuerpo desnudo y lleno de llagas, protegiéndola de las miradas y la vergüenza. Al anochecer, unos cristianos la enterraron en un lugar secreto. Una paloma blanca salió de su boca cuando la bajaron de la cruz. «¡Es su alma!», dijeron los testigos mientras el ave volaba hacia el cielo.

—¿No voló hasta la catedral?

—¡No! Todavía no existía —rio Elvira ante la inocencia de la niña—. Muchos siglos más tarde, después de buscar y buscar por todas partes, descubrieron su sepultura.

—¿Y dónde estaba, madre?

—Pues debajo de la iglesia de Santa María de las Arenas. Se organizó una gran procesión para llevarla a la catedral. Pero, al llegar al portal de la ciudad, el arca donde descansaban sus restos se hizo cada vez más pesada y tuvieron que dejarla en el suelo. Lo intentaron todo… Lo intentaron los hombres más fuertes, incluso un carruaje tirado por veinte mulas, pero el arca no se movía ni un palmo. Nadie entendía qué pasaba, y rezaron para que el cielo enviara una señal. Entonces apareció un ángel a las puertas de la ciudad y señaló a un canónigo.

—¿Era un hombre malo?

—Había cometido una fechoría, Alèxia. ¿Has oído hablar de las reliquias?

—Me ha hablado de ellas la tía Margarida.

—Pues este canónigo quería tener una. Y por eso, sin que nadie se diera cuenta, se había quedado con un dedo de santa Eulalia. Pero al ver que el ángel lo culpaba, confesó y después pidió perdón.

Alèxia tragó saliva y su cara se demudó en una mueca de asco. Pero aún se atrevió a preguntar con la boca pequeña…

—¿Y lo devolvió a su lugar? ¡El dedo, quiero decir!

—Sí. Y solo entonces pudieron mover el arca y llevarla hasta la catedral.

—¡Qué historia más terrible y qué niña más valiente!

—¡Sí que era valiente, sí! Por eso es la santa de Barcelona. Esto no te lo ha explicado tu preceptor, ¿verdad?

Alèxia negó con la cabeza, sin acabar de recomponerse.

—Por hoy ya es suficiente cháchara. Volvamos a casa, tus hermanos nos esperan para comer y me parece que hoy Sara ha hecho pollo asado con pasas y piñones.

Este dato surtió el efecto buscado y la niña siguió a Elvira sin rechistar.

Pero su mirada ya no era la misma. Pasaron por delante de Santa María del Mar, cuyos muros se proyectaban hacia el cielo con una verticalidad imposible. Alèxia levantó la mirada. Una paloma blanca emprendió el vuelo desde el bloque más alto. La niña sonrió. Después fue en busca de la pequeña iglesia que, como una semilla, aún permanecía en el centro de las paredes que amenazaban con engullirla y un escalofrío le recorrió la espalda. El repique de los martillos se le clavó dentro. En aquel instante supo que la acompañaría mucho tiempo…