Capítulo 22
Barcelona, abril de 1335
Llegó con la primavera. Precisa y puntual, sin hacer ruido, como las golondrinas al presentir el buen tiempo. Como ellas, revoloteaba de un costado al otro, con un vuelo menos errático del que se podría suponer. La aventura marítima de Alèxia tocaba a su fin; delante tenía la playa de la Ribera, el mismo lugar donde había comenzado un mes antes.
Como si aquel viaje la hubiera prevenido contra la apariencia de inmensidad, aquella extensión de arena que tantas veces había pisado le pareció más pequeña. La miró de hito en hito, con la misma actitud de quien vuelve a casa después de largos años y no reconoce los lugares de su infancia. El mar picado le daba la bienvenida y un vientecillo húmedo le ensortijaba el pelo corto, que le otorgaba un aspecto menos cándido. Le agradaban aquellas sensaciones. En su interior algo había cambiado.
No había conseguido llegar a Alejandría, su gran objetivo, pero más allá del horizonte había vislumbrado mundos hasta entonces desconocidos, gente que se entendía en otras lenguas, aromas que le provocaban emociones nunca experimentadas. ¡Tenía tantos paisajes y escenas grabados a fuego en sus retinas!
¿Cómo podría olvidar los juegos de los delfines sobre las olas, muy cerca de la costa de Cerdeña? ¿Y el mar incendiándose durante la puesta de sol mientras el navío surcaba aguas púrpuras? ¿Cómo no recordar la colosal montaña que rodeaba la ciudad de Cefalú y la leyenda de aquella pareja de enamorados? Pietro Paladio se la había contado al inicio de la travesía, cuando la gran roca tomaba la forma de aquel guapo pastor en la distancia. El pastor era Dafnis, hijo de Mercurio y de una ninfa, que había sido petrificado por la malvada diosa Hera.
Estos y otros pensamientos acompañaron su paso firme hasta su casa. De repente, un ruido conocido la hizo detener. No se había equivocado: eran los golpes de los martillos contra la piedra, uniéndose en una melodía más rítmica que nunca, como si se hubieran puesto de acuerdo para confortarla. Subyugada por el insistente repique, se dirigió hasta el lugar donde se elevaba la nueva catedral del Mar. Pietro Paladio, que hasta entonces la había acompañado en silencio, se quedó boquiabierto al contemplar la construcción.
—Es bonita, ¿verdad?
—¡Bellísima! —exclamó el mercader sin pestañear.
Reanudaron el camino. A medida que se acortaba la distancia hasta la casa de los Miravall, a Alèxia se le aceleraba el corazón. ¿Qué le diría a su madre? ¿Cómo reaccionaría ella? No, no había estado bien eso de marcharse sin decir nada. Pero es que se ahogaba, sentía que el aire se iba enrareciendo a su alrededor, que se le escapaba la vida, que…
—Alèxia, ¿eres tú? —oyó a pocos pasos de ella.
La muchacha se volvió e, impulsivamente, se precipitó a su encuentro. —¡Tía!
Margarida dejó caer el haz de leña que llevaba colgado a la espalda, lo había conseguido a buen precio aunque escaseaba, y la abrazó largamente, mientras daba las gracias al Señor. Después la apartó para mirarla de arriba abajo, hasta que, confortada, le pasó la mano por el pelo.
—¿De dónde sales, criatura? ¡Hemos removido cielo y tierra buscándote! —dijo conmovida.
—Es una larga historia —respondió la niña, tal como le había oído decir una vez a su padre—. Pero estoy bien. Quiero presentarte a alguien muy especial, Pietro Paladio, el mercader más valiente del Mediterráneo.
Viendo que su tía fruncía la nariz ante la actitud entre descarada y amable del forastero, Alèxia añadió:
—¡No hagas cábalas, que te conozco! Es él quien me ha traído a casa, es amigo de mi padre, uno de sus mejores amigos.
Acabadas las presentaciones, los tres cruzaron el Born y subieron por la calle Banys Veils. Ahora era el napolitano quien cargaba la leña, mientras Alèxia charlaba animadamente de la mano de su tía. Al llegar a la casa, la niña cogió aire y después llamó al portal. Dos toques y repique, la señal de los de la familia.
A Sara se le iluminó el rostro al verla, pero, antes de que pudiera anunciar su llegada, Alèxia los dejó a todos en el patio central y corrió escaleras arriba.
En la estancia principal, una vela quemaba bajo la talla de madera de santa Eulalia y en el cuarto de al lado se oía un rumor de voces. Con curiosidad, la muchacha empujó la puerta y se encontró con un chico de la edad de su hermano y una niña pelirroja que conversaban en torno a una mujer que amamantaba a una criatura.
—Buenos días —dijo Alèxia en voz baja.
La mujer la miró con extrañeza, era más joven que su madre, de facciones amables y ojos azules. Una gruesa trenza le caía por la espalda y parecía feliz. Se observaron unos instantes en un intento estéril de reconocerse. El muchacho delgado y alto dio un paso al frente, pero la niña pelirroja que tenía más o menos la misma edad de la hija del mercader, se le adelantó.
—¡Hola, soy Sança! ¿Y tú quién eres? —preguntó con desenvoltura y sonriendo.
—Pues yo… soy Alèxia, y vivo aquí.
—¡Alèxia! —exclamó la mujer, y el bebé que sostenía gruñó al perder el pezón que lo mantenía entretenido.
—¡Alèxia es nombre de niña! —dijo Sança, mirándola.
—Es que soy una niña.
—Perdona a mi hija, tiene la costumbre de hablar demasiado. No sabía que habías vuelto… ¡Me alegra, nos alegra mucho, es una gran noticia! Lo siento, aún no nos hemos presentado. Nosotros somos… No sé si recuerdas a Bernat, el amigo de tu padre. No, claro que no lo recuerdas, si cuando se marchó a Valencia aún no habías nacido. —Elena hablaba atropelladamente, presa del desconcierto.
—¿Queréis decir el herrero? —preguntó Alèxia.
—¡Sí! ¡El mismo! Nosotros somos su familia. Te presento a mi hijo mayor, Francesc, a Sança ya la conoces y la pequeña es Maria. —La mujer, aún sofocada, hizo las presentaciones acercándose a sus dos hijos mayores.
—Mi padre me ha hablado mucho de vosotros —dijo la niña sonriendo—. Perdonad, pero ahora tengo que ir a ver a mi madre.
—¡Oh! ¿Aún no la has visto?
Al ver que Alèxia negaba con la cabeza, Elena se disculpó de nuevo y le indicó que se diese prisa, que su madre estaba en el piso de arriba, en el desván.
A cada peldaño que subía, un latido del corazón le pulsaba en la sien. Antes de entrar llamó a la puerta con suavidad. El chirrido de la puerta fue el único sonido que acompañó su entrada. La niña se detuvo al ver a su madre en actitud de abandono en un banco, la cabeza apoyada en la pared de piedra. Estaba muy pálida.
Por un momento el temor a la muerte le heló la sangre. Se aproximó de puntillas hasta que estuvo tan cerca que la oyó respirar; solo entonces ella también se lo permitió. No recordaba haberla visto dormir alguna vez. Aquellas ropas oscuras la hacían parecer más vieja, y estaba más delgada de lo que recordaba. Unas marcadas ojeras le daban aspecto de agotamiento extremo. Por primera vez, Alèxia se enterneció contemplando a su madre; se la veía tan frágil y desvalida…
Le acarició la mejilla con la yema de los dedos y susurró:
—Perdóname, mamá.
Elvira abrió los ojos poco a poco, como si tuviera miedo de destrozar el hechizo que la había despertado. Después, con su hija entre los brazos, lloró toda la pena que la consumía.
No hubo gritos, reproches ni falsas excusas. Aquel día se organizó una gran fiesta en casa de los Miravall. El hijo mayor de Elena fue en busca de Narcís para hacerle saber que su hermana había regresado sana y salva. Corrió la voz por toda la ciudad; los más próximos e incluso algunos desconocidos dejaron sus quehaceres a medio hacer para comprobar si era cierto que había vuelto Alexia. Los niños le hacían preguntas sobre su aventura con los piratas y los mayores querían saber cómo eran las ciudades de ultramar, y ella, sin separarse de su madre, complacía a todos.
En la mesa se sirvieron las mejores viandas que Sara pudo encontrar en el mercado. Pere Ballart los acompañaba, como también el mercader napolitano y Margarida. Mateu no apareció y su mujer lo disculpó.
—Ya se sabe, no puede dejar el negocio —dijo poco convencida.
Antes de empezar a comer, Elvira bendijo la mesa dando las gracias a Dios por haberle devuelto a su hija. A pesar de que aún mostraba los efectos de un intenso padecimiento, su aspecto había cambiado de manera significativa. Sonreía sin dejar de mirarla, como se hace con los bebés los primeros días.
Cuando oscureció y la calma volvió al hogar, Elvira acompañó a Alèxia hasta la habitación.
—¿Puedo quedarme un rato contigo? —preguntó tímidamente.
—Me agradaría mucho, mamá.
—Sé que muchas veces no nos hemos entendido, Alèxia. Pero sabes que quiero lo mejor para ti y…
—Es culpa mía —la interrumpió la niña.
—¡No! Déjame hablar. Yo debería haber entendido que…
—¡Que no tengo remedio!
—¡Espera! —La sonrisa de Elvira se ensanchó, pero enseguida adoptó una expresión grave—. He sido educada para no hacer preguntas. Para obedecer, ¿entiendes?
Alèxia asintió y después bajó la cabeza, avergonzada.
—No, Alèxia. Quiero que me mires a los ojos y que me escuches bien. Estoy orgullosa de ti. Siempre lo he estado, pero no quiero que sufras. Este carácter tuyo te traerá problemas y pensaba, ingenua de mí, que podría corregirte. Pero ¡tú eres así! Valiente y decidida, a veces impetuosa como el mar que amas. Quiero que volvamos a empezar. Puedo ayudarte, dame un poco de tiempo y ya verás…
Elvira no volvió a su dormitorio. Aquella noche la pasaron abrazadas. La mujer del mercader la contempló largamente mientras dormía. Era una sensación extraña. Por un lado había recuperado a su niña, por la otra sabía que solo era un espejismo. Aquel cuerpo exhausto que yacía a su lado sonreía en sueños y rezumaba libertad por todos sus poros.
—¡Vuela, hija, vuela!
Fueron las últimas palabras de su madre antes de cerrar los ojos.