Capítulo 8
Barcelona, primavera de 1333
Hacía rato que Narcís había abandonado el trabajo que le habían asignado. Parecía absorto en la contemplación del esbozo que realizaba su maestro. Ante sus ojos la luz cobraba vida en una escena que representaba la coronación de la Virgen María.
La obra aún no tenía destinatario, pero Ferrer Bassa tenía muchos proyectos y había que trabajar duro. Cuando el pintor se consagraba a su labor parecía transportado, no le molestaba el griterío de la calle, ni el calor ni el frío, solo existían los colores y las formas. Su entrega era absoluta.
—¿Puedo haceros una pregunta, maestro? —dijo Narcís durante una de las pausas en que Bassa contemplaba el resultado a cierta distancia.
—Ahora, no, por favor. Al acabar te explico lo que quieras, Narcís —respondió el pintor sin mirarlo.
El primogénito de los Miravall no abrió la boca hasta que el hombre de barba blanca y ojos pequeños abandonó el pincel.
—¿Qué querías saber, Narcís?
—¿Vos creéis que pintar es una manera de huir del dolor?
—¿Cómo dices? —Bassa se extrañó de que las dudas de su discípulo fueran más allá de la técnica o los enseres utilizados.
—Perdonad. No sé si sabré explicarlo correctamente.
—Inténtalo, jovencito —lo animó el maestro, con verdadera curiosidad.
—Esta Virgen y su entorno… parece el Paraíso.
—Están en el cielo, todos los ángeles lo celebran.
—Mientras pintáis no hay lugar para el dolor.
—¡Cierto! ¡Muy cierto! Y en este caso resulta obvio.
—Da la impresión de que para vos pintar es como un refugio —insistió Narcís.
—Es una manera de verlo. Quizá sí. Pero ¿por qué me haces estas preguntas? ¿Te pasa algo?
—Hoy he hecho el camino hasta el taller muy despacio. Me he detenido a observar a la gente, vos siempre me decís que debemos ir más lejos de sus manifestaciones, que hemos de saber leer sus deseos, sus temores y dudas.
—Así debe ser. De otra manera, no podrías singularizar a nadie.
—Barcelona está triste, maestro. Ya nadie ríe por las calles, ni siquiera los niños. La playa está vacía de juegos y todo el mundo se mira con recelo. ¡Tienen hambre! Se roban los unos a los otros, las peleas son constantes y la carestía de trigo ha endurecido las ordenanzas.
—¡Bien que lo sé!
—Pero vos pintáis paraísos más allá de…
—Has de sentir la vida, Narcís. Para pintar paraísos, como dices, has de poder entenderla, experimentar el sufrimiento de muy cerca para hacer una figuración del infierno.
—Los consejeros controlan la entrada de grano y de otros productos a las puertas de la ciudad. Hoy un pregonero hacía saber que los ladrones de trigo, cebada, harina o pan destinado a la ciudad de Barcelona serán castigados con una pena de mil sueldos o condenados a perder el puño.
—Intentan poner fin a los robos, Narcís. Mira, si eres capaz de transmitir al lienzo todo este enredo de emociones que te embargan, el nudo se deshará con más facilidad.
El aprendiz lo intentó, y aquel día hizo el camino de vuelta exhausto, tan cansado que caminaba con dificultad y le dolía todo el cuerpo. Conservaba en la retina la expresión de aquellas figuras a las que había dado vida, pero que, aun así, le parecían engullidas por una oscuridad sin esperanza.
A la hora de cenar no fue capaz de acabarse su plato de verduras.
—Si me perdonáis, me voy a la cama. Estoy muy cansado —se disculpó.
—¿No estarás enfermo? —preguntó su madre, y añadió—: ¡Trabajas demasiado!
—¡Que trabaja demasiado! ¿Él trabaja demasiado? —saltó su hermano, incrédulo.
—¡Ya basta, Abelard!
—¡Es que no me lo puedo creer! Yo me paso todo el día arriba y abajo, llevando fardos, descargando carros, clasificando mercancías, y ¡el que está cansado es él! ¿Acaso tu maestro te hace pintar cabeza abajo o con un peso en el cuello?
—¡Abelard! Coge tu cena y desaparece de mi vista —ordenó su madre—. No quiero oír ni una palabra más.
—¡Eso no es justo! —terció Alèxia.
—Tú también puedes acompañarlo, jovencita.
Una vez a solas en la mesa, Margarida pensó en interceder a favor de Alèxia, pero no lo hizo. Sabía que su hermana intentaba ser justa. Y que siempre había protegido a Narcís, considerándolo más frágil. Muy a menudo se preguntaba si el lugar que Abelard ocupaba en el negocio familiar no lo había usurpado a quien le tocaba de verdad, al hijo legítimo de los Miravall.
La esclava levantó la mesa con los platos a medio terminar.
La convocatoria que el Cojo de Blanes había llevado a cabo aquella mañana de primavera tenía poco que ver con el primer llamamiento de Jaume Miravall. Algunos de los mendigos que había reclutado entonces, hacía ya casi diez años, habían acabado en manos de la justicia o ya habían pasado a mejor vida. Otros habían dilapidado sus beneficios en bebida o en vicios mucho peores.
Solo Pere Ballart, Anton y una docena de hombres continuaban fieles al proyecto. Cesc y Esteve se habían hecho mayores y consideraban al grupo su única familia. Ahora ya eran hombres hechos y derechos que asumían el papel de sus predecesores.
Cuando Jaume o el Cojo los sorprendían dando instrucciones a los más jóvenes sentían un orgullo difícil de explicar.
—Os lo he dicho muchas veces. Nuestro patrón, Jaume Miravall, nunca se cansa de repetirlo: cuanta más información podamos conseguir de lo que pasa en Barcelona, más posibilidades tendremos de progresar.
—¿Información? ¿Qué información queréis? ¡Las cosas han cambiado! La única preocupación de la gente es tener algo que llevarse a la boca. Fuera de esto, no hay nada de qué informar, ¡solo nuevas disposiciones de los consejeros y controles sobre la cosecha de grano! —exclamó un tal Ricard que hacía unos años que formaba parte de la cuadrilla.
—¡Tiene razón! Solo nos permiten sacar de la ciudad tres alforjas de pan por persona. Cualquier harina de grano está limitada a una onza al mes…
—Y eso si puedes acreditar que vives en el territorio —refunfuñó otro joven.
—Yo no he dicho que la situación sea fácil, pero ¡no la arreglaremos lanzando discursos ni haciéndonos mala sangre! —El Cojo de Blanes intentó imponerse por encima de la cacofonía que amenazaba convertirse en una olla de grillos—. ¿Qué queréis que le diga a nuestro jefe, cuando vuelva de Tortosa? ¿Tengo que informarle que se equivocaba, que solo sois una panda de miedicas que lloráis por las esquinas? ¿Es eso lo que queréis?
Las palabras del Cojo consiguieron su propósito. Uno a uno, todos los presentes bajaron la mirada movidos por una mezcla de vergüenza y rabia.
—Os pido que prestéis atención a lo que pasa, que olvidéis el crujir de las tripas y prestéis atención. Sé con seguridad que los consejeros de Barcelona han hecho llegar una carta a los de Mallorca. Negocian el armamento de doce galeras para proteger las embarcaciones que vayan a cargar grano a los puertos de Sicilia. También el rey tiene que reforzar la flota para llevar adelante sus planes.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? —preguntó Ricard tras aclararse la garganta y escupir soezmente en el suelo.
—Harías bien en callar y dejar que se explique —respondió Cesc con autoridad.
—Podemos quedarnos cruzados de brazos y lamentar nuestra suerte, o seguir trabajando y estar preparados para lo que sea necesario —continuó el Cojo—. ¿No lo entendéis? ¡Hay que utilizar la cabeza y engañar al hambre, si es menester! Los barcos necesitan velamen, cuerdas, clavos, buenas fraguas y hombres capaces. No podemos dejar escapar una oportunidad tan buena.
—Quién nos asegura que…
—¡Nadie! —cortó el Cojo—. Nadie puede darte garantías respecto del fruto de tu esfuerzo. Pero lo que sí puedo asegurarte es que no hay otra salida. Tenemos que organizamos y volver a hacerlo, tantas veces como sea preciso.
—¡Contad conmigo, Cojo! —dijo Pere Ballart.
Muchas voces se sumaron a la de Pere y los más escépticos claudicaron ante la mayoría.
Durante los días siguientes se celebraron más reuniones. Se distribuyeron tareas, hicieron listas con los hombres más capaces de la ciudad para ayudarlos a seguir con la producción de sus talleres. Algunos de los presentes entraron de aprendices u oficiales en obradores ya en marcha, otros se instalaron con un maestro. Jaume Miravall había dado órdenes de no escatimar dinero en el proyecto. Estaba seguro de que recogería la recompensa y, en todo caso, merecía la pena intentarlo.
Las cosas no siempre resultaban fáciles. A veces, las disputas y envidias frustraban los esfuerzos de muchos días de trabajo. Pero los puntales de la organización no desfallecían.
Fue un atardecer de finales de febrero cuando aquella figura salida de la nada trastornó la rutina de la cuadrilla. Poco a poco el rumor se extendió como la noche engulle las sombras.
Massip había vuelto a la ciudad de Barcelona, decían que para quedarse. Algunas malas lenguas hacían correr que había estado preso, otras lo negaban, defendiendo que había hecho fortuna. Aseguraban que habían tenido noticias sobre él de aquí y de allá, y que su regreso a la ciudad era providencial. Todo el mundo creía lo que más le convenía. Lo cierto es que la noticia no dejó a nadie indiferente.
Durante los primeros días, su presencia no fue más allá de paseos por la Ribera o el Born, siempre acompañado de hombres corpulentos y vestido con ropas ostentosas. Mostraba sin pudor la bolsa que colgaba de su cinturón y a la menor ocasión la hacía tintinear ruidosamente.
Massip aún tenía buenos contactos en la ciudad, pero la situación era muy diferente de la que había dejado años atrás. Decidido a no perder el tiempo, el recién llegado tanteaba el terreno. Todo tiene un precio, decía con sorna a sus subordinados.
El Cojo de Blanes lo hacía vigilar de cerca por sus hombres de confianza. No las tenía todas consigo, dudaba de la fidelidad de los más débiles ante las monedas fáciles, y temía la traición.
Lo que no sabía el Cojo, ni ningún otro hombre de la cuadrilla, es que alguien seguía a Massip como si fuera su sombra. Nada hacía suponer que Esteve, aquel niño huérfano que se había hecho mayor al amparo del grupo, fuera el perseguidor del forastero. Se había cuidado mucho de explicar la verdadera procedencia de la cicatriz que le cruzaba el hombro derecho. Ahora el recuerdo del impacto de aquella bota, en un gesto de menosprecio, le hacía subir la rabia hasta encenderle los ojos.
Esteve solo tenía ocho años cuando sucedieron los hechos. Llevaba tres días sin comer y un mendrugo robado fue el móvil. Aún podía oír la sonora carcajada de todos los que lo rodeaban al verlo arrastrarse y suplicar. El precio a pagar fue ponerse a cuatro patas con los pantalones bajados. El dolor le hizo perder el conocimiento, pero no el recuerdo. Siempre había esperado la ocasión de vengar aquella ofensa que la vergüenza y la humillación convirtieron en su secreto más inconfesable.