Capítulo 18

Barcelona, marzo de 1326

El hecho de pasar un día en compañía solo de su padre tenia emocionados a Abelard y Narcís. Con demasiada frecuencia se quedaba a trabajar hasta tarde y los niños ya estaban dormidos cuando regresaba a casa. Los pequeños ya contaban tres años y Jaume tenía la sensación de que crecían sin que él fuera consciente de ello, lo cual lo inquietaba mucho.

Para compensar sus ausencias, el mercader dedicaba siempre que podía un tiempo a sus hijos, a menudo buscando alguna salida que pudiera avivar su imaginación y curiosidad.

Un domingo de verano cumplió su palabra. Hacía días que les había dicho que se preparasen para hacer una gran excursión. Irían a la montaña de Sant Pere Mártir, para asistir a un gran acontecimiento que reuniría a personas muy distintas. Consejeros, monjes, curiosos… y pordioseros que aprovecharían la ocasión para sacudir las conciencias de los más ricos.

A Elvira también le habría agradado marchar con el numeroso grupo que, desde la ciudad de Barcelona, enfilaba la colina para subir a la parroquia de Sarrià y continuar hasta el lugar conocido como Petras Albas, pero Alèxia era demasiado pequeña para tanto revuelo. Por otro lado, pensaba que le vendría bien un poco de tranquilidad. Entonces le salía una sonrisa de niña traviesa que intentaba disimular.

Aquel día no hubo tanta afluencia en las entradas y salidas de los campesinos de los alrededores por los portales de la muralla.

Muchos de ellos aprovecharon la salida en procesión de la gente que, con la familia y los amigos, se dirigía a las afueras. Cargados con sus capazos y cestos llenos de víveres buscaban posibles compradores. Tampoco había demasiadas mujeres hilando en el poyo, como era costumbre. Todo el mundo hablaba de lo mismo: de la reina Elisenda y el palacete que se hacía construir para recluirse, y del monasterio de clarisas que pretendía fundar.

Las casi dos horas que invirtieron en el trayecto, atravesando campos y viñas, fueron toda una aventura. A menudo Jaume cargaba a Narcís a hombros, cumpliendo el deseo habitual del niño de verlo todo desde la mejor posición. A Abelard se lo veía nervioso, iba y volvía y al poco se alejaba de nuevo. No podía creer todo aquel despliegue de jinetes, damas vestidas con sombreros imposibles y guardias elegantes y bien armados.

—¿Veremos a la reina, padre? —preguntó Abelard.

—Tal vez de lejos —respondió el mercader, que cargaba a Narcís, quien por fin comenzaba a ganar peso, bajo un cielo huérfano de nubes.

—¿Están hechas de sal estas piedras blancas?

—No. Son rocas, Narcís.

—¿Podré pintarlas al llegar a casa?

—Claro que sí, hijo. Harás un dibujo muy bonito para mamá. Así será como si hubiera podido venir y se pondrá muy contenta.

—¿Y para Sara?

—También para Sara. —El mercader sonrió, feliz de que aquella esclava se hubiera ganado tan pronto un sitio en el corazón de los niños.

—¿Y por qué son más blancas estas piedras? —preguntó Abelard, con cara de extrañeza.

—No lo sé.

—¡Sí que lo sabes! Mamá dice que lo sabes todo, que eres el hombre más inteligente de la ciudad —insistió el niño.

—¡Está bien! ¡Está bien! —exclamó Jaume, sabiendo que el mocoso no desistiría hasta oír una explicación convincente—. Son blancas porque la luna se cansó un día de estar siempre colgada ahí arriba en el ciclo, así que bajó a descansar y, al volver a subir, dejó en ellas su huella.

—¿Como las que nosotros dejamos en la playa de la Ribera?

—Sí, Abelard, sí. Como las que nosotros dejamos en la arena, pero mucho más grande.

—¡Ah! —aceptó el pequeño.

El mercader pensó en aquella afirmación de su mujer. Debería andar con cuidado cuando saliera de la ciudad, no fuese que encontrara a alguien más inteligente que él. Pero la sonrisa que le estaba aflorando a la cara se vio desbaratada por los manotazos en la frente que le propinaba Narcís.

La silueta de la masía que todo el mundo conocía como Petras Albas quedaba medio oculta por la afluencia de gente. Según le había explicado Cervello, conseguir aquellos terrenos no había sido fácil, dado que el propietario de la masía y el que trabajaba la tierra eran personas diferentes. Pero ¿qué eran unos cuantos sueldos más para las arcas reales? Una nadería.

Al llegar a las cercanías de la masía, la guardia personal de la reina no les permitió avanzar más. La soberana iba montada en un caballo blanco, pero sus galas apenas permitían distinguirlo. Jaume se dijo que la elección había sido buena. Aquella colina parecía un terreno más seco y ventilado del que se había pensado en un primer momento en los alrededores de Valldaura.

—Parece que ya hemos llegado. Este es el lugar donde vivirá la reina Elisenda, hijos.

—¿En esta masía? ¿No le gusta su palacio? —replicó Abelard.

—No vivirá en la masía. Ya os lo he explicado en casa. Hoy ponen la primera piedra del que será un monasterio de monjas. ¡Es un día muy importante!

—¿Y qué hará el rey si ella se hace monja?

—¡Abelard! No se hará monja, vivirá en un pequeño palacio que construirán al lado del monasterio.

—¿Y el rey también?

—No, el rey no. ¿Quieres hacer el favor de callar de una vez? ¡No me dejas oír nada!

Narcís miró a su hermano como si, también él, lo diera por imposible. Cuando finalizó la ceremonia, el pequeño estaba ceñudo.

—Está bien, Abelard. ¿Qué quieres saber? Dime.

—Es que no entiendo por qué la reina debe venir a vivir aquí y el rey en su palacio. ¿Ya no se quieren?

—Siéntate. A ver si te lo sé explicar: el rey es muy mayor y está enfermo, por eso la reina Elisenda ha pensado que al morir su esposo vendrá a retirarse aquí, como la luna.

—¡Ah! —exclamó el niño, como si de repente aquel enredo cobrara sentido.

Los que habían llegado hasta allí improvisaron una comida en las cercanías de la masía. Los niños corrían y jugaban, atentos a las evoluciones de los caballos que los guardias dominaban con destreza. Pero los hijos de Jaume no parecían demasiado interesados en esos juegos.

Abelard se había quedado junto a su padre, comiendo un trozo de tocino con gesto pensativo. Narcís dibujaba en el suelo con una ramita de olivo. Cuando el mercader vio la cabeza de caballo que había hecho con un pincel tan rudimentario se quedó atónito. Pero Abelard ya lo reclamaba con más preguntas.

—¿Por qué una reina tan guapa se casó con un rey tan viejo?

—Mira, Abelard, estas cosas son difíciles de entender. La reina Elisenda es su tercera esposa. Lo hacen por nosotros, los que entienden dicen que eso es bueno; ayuda a la felicidad del rey y, en consecuencia, trata mejor a su pueblo.

—Y cuando tú te mueras, ¿mamá se casará con un señor viejo como el rey?

—Aún no pienso morirme, ¿de acuerdo? ¿Por qué no vas a jugar un rato?

La presencia del Cojo de Blanes, acompañado de Anton, sorprendió al mercader. Hicieron un corro muy cerca de donde él se había instalado con los niños y, una vez dispuestos los víveres, Anton se acercó a ellos.

—¿Cómo estás, muchacho? —dijo Jaume ante la timidez del joven.

—Bien, señor. No sabíamos que vendría.

—Sí, intento dedicar tiempo a mis hijos fuera de los negocios.

¡Tú también tienes hijos! Creo que nunca te he preguntado por ellos.

—Los tengo, señor, tal como os dije el primer día, pero no pasa nada. Vos ya hacéis bastante…

Jaume tuvo la impresión de que no quería hablar de ello y que una sombra pasaba por delante de sus ojos.

—He venido con el Cojo y su mujer —continuó Antón—. A ellos y a mí nos agradaría mucho que nos acompañara.

—Será un placer compartir el camino de vuelta con vosotros. Iré dentro de un rato. No creo que Narcís quiera dejar su dibujo a medias.

Anton miró al niño y asintió con la cabeza. El mercader intuyó que pasaba algo. Alardeaba de conocer bien a aquel muchacho; desde que le había pedido trabajo en la reunión con sus mendigos, el Cojo y él eran como sus manos, contaba con su lealtad y pensaba que no tenían secretos.

—Si tuvieras algún problema me lo dirías, ¿verdad? Aunque este sea un día de fiesta.

—¡Claro, señor! —Anton se sobresaltó y supo que tendría que explicarse—. Él no os lo dirá nunca. Es un gran hombre, pero creo que está demasiado acostumbrado a ir a la suya.

—¿De quién hablas, del Cojo?

—Sí. El otro día tuvo un encuentro desagradable. No le dio importancia, pero yo pienso que es serio y que debería tomar precauciones, quizá todos nosotros…

—¡Habla de una vez! Ahora sí que me estás inquietando.

—Se trata de… de Massip.

—¿Francesc Massip, el mercader?

—Sí, el Cojo se lo encontró por la calle y, según me ha contado, estuvieron a punto de pelearse, pero la presencia de unos guardias lo impidió.

—Ese hombre tiene muy mala luna, Anton. —Abelard se volvió al oír esta palabra, pero Jaume le explicó con un gesto que no iba con él—. Haces bien en decírmelo. El Cojo no debería ir solo por la ciudad, al menos hasta que a Massip se le pase el enfado.

—Por eso lo he acompañado hasta aquí, a él y su esposa.

—¿Tú? —se sorprendió el mercader, que tenía a Anton por poca cosa, con sus piernas esmirriadas y su rostro casi sin barbilla.

—Hay que estar preparado —dijo el joven mientras se abría un poco la capa dejando ver la daga que llevaba a la cintura.

—Bien, ya entiendo. Ve donde el Cojo, que yo iré enseguida. Y no le digas que me lo has contado. Ya hablaremos tú y yo.

Jaume se aseguró de que sus hijos estaban cerca. La mención de la violencia le angustiaba, pero en aquellos tiempos no se podía obviar ninguna posibilidad. Conocía las maneras de Francesc Massip desde su llegada a Barcelona y sabía cómo se las gastaba. No era una amenaza desechable.

Narcís había acabado su cabeza de caballo y la miraba arrobado. Su otro hijo repentinamente le prestó atención y Jaume tuvo miedo de que se enrabietase y la borrara con los pies. Era un par muy peculiar.

Pero Abelard, después de mirarla, se desentendió sin decir nada, como si fuera la cosa más intrascendente del mundo.

Los Miravall hicieron el camino de vuelta acompañados por Anton, el Cojo de Blanes y su mujer. Jaume no encontró la manera de hablar en privado con el joven y, por otro lado, el Cojo no mencionó nada sobre aquel peligroso encuentro. Quizá no era el mejor momento. Esperaría. Desde luego, había que ir con pies de plomo, aquel terreno era resbaladizo.

Entre comentarios, cánticos y altos para descansar y refrescarse llegaron a la puerta de Santa Ana, al lado de la ermita del mismo nombre, donde había una pequeña comunidad de frailes llamados «frailes del saco», por el hábito que llevaban.

Los murmullos en torno a aquella primera piedra y todo el bullicio de la presencia real se amortiguaron a medida que se confirmaba una noticia sorprendente. Un pregonero había recorrido todas las plazas con un bando que no podía dejarse de lado: el papa Juan XXII había proclamado la bula Super illius specula, que condenaba la brujería de manera universal y dictaba que practicarla era rendir culto al demonio.

Al enterarse, algunas mujeres de la comitiva cogieron a sus hijos y se hicieron la señal de la cruz. Otras los aleccionaban sobre que no debían hablar con desconocidos o les advertían de que había que alejarse de las compañías sospechosas. Un chiquillo recibió una solemne bofetada por bromear y llamar bruja a una niña. Algunos comentaban hechos recientes que, según creían, habían sido obra del demonio. Sin embargo, no se decían los nombres de las supuestas brujas, todo era en voz baja. Jaume observaba cómo crecía una mutua desconfianza entre los presentes y se lanzaban miradas amedrentadoras.

—Por si no teníamos bastante, esto solo puede traernos nuevos problemas —fueron las únicas palabras de Jaume mientras cruzaban la plaza del Oli.