Capítulo 8

Barcelona, otoño de 1321

Aquel verano fue presidido casi exclusivamente por los preparativos para la fiesta nupcial. En casa de los Ciará no se hablaba de otra cosa. Las prisas de Dalmau y, en especial, de su mujer, habían hecho imposible que la fecha escogida fuera de las más solemnes, después de la octava de la Pascua Florida. Como la lista de invitados crecía de día en día se había pensado en llevar a término los esponsales en el Palacio Real Menor. El rey siempre lo dejaba a los estamentos acomodados cuando estaba fuera de Barcelona. Finalmente fue la madre de Blanca quien ganó la batalla y la casa de los Clara fue el escenario escogido. Pero a la novia había algo que le producía estremecimientos. Un día, cuando ya solo quedaban dos semanas para la boda, fue en busca de consejo.

—Me agradaría hablar con vos de un asunto delicado.

—Te escucho, Blanca —dijo su madre tras hacer salir al servicio de la habitación.

—Yo… —titubeó la muchacha.

Ardoina, o señora de Clara, como la llamaban todos, no era una mujer demasiado afectuosa ni que propiciara los encuentros. En cuanto supo que Blanca estaba embarazada, su única preocupación fue mantenerlo en secreto. La joven contaba entonces diecisiete años y nunca se habían entendido. Tampoco esta vez se lo pondría fácil. Solo encontró su silencio y una mirada escrutadora que no ayudaban nada en aquellos momentos de tensión.

—Yo… —La muchacha bajó la mirada—. Como ya sabéis…

—No tengo todo el tiempo del mundo, Blanca. Tú, ¿qué? ¿Qué es lo que se supone que ya sé? ¡Habla de una vez, me estás poniendo nerviosa!

—¿Qué haré la primera noche, cuando mi esposo se percate de que ya no soy virgen? ¿Y si quiere repudiarme?

—Te agradaría, ¿no? Te agradaría salirte con la tuya —soltó su madre inyectando veneno en cada palabra.

—¡No! Os prometo que…

—¡Y tanto que no! No es preciso que me prometas nada. Todo está previsto, y créeme que harás exactamente lo que yo te ordene. De lo contrario, encontrar al bastardo que fuisteis capaces de hacer desaparecer será mi único objetivo en la vida.

—¡Madre!

—Ya lo has oído, y nada me daría más placer que estrangularlo con mis propias manos.

Blanca miró a aquella mujer vestida de seda verde y llena de soberbia. La desafió en silencio unos instantes, antes de doblegarse a su voluntad.

—Veo que entiendes lo que más te conviene y eso me satisface. Escúchame bien: le ofrecerás a tu marido la sangre que desea.

Blanca abrió más los ojos, expectante.

—Algunas novias tienen escondido un hígado de pollo que restriegan en las sábanas en el momento preciso. ¿Entiendes?

La muchacha puso cara de asco al imaginar la escena.

—Vaya, vaya, ahora resultará que lo encuentras demasiado… ¿zafio, quizá? —Ante el silencio de su hija, Ardoina aprovechó para echar más leña al fuego—. Eso deberías haberlo pensado antes, cuando te revolcabas como una zorra con ese…

—¡Basta! Haré lo que deseéis…

—Yo te diré cuando haya bastante, jovencita. Solo Dios sabe la vergüenza que trajiste a la honorabilidad de esta casa. Por suerte, la voluntad real llevaba a tu prometido de un lugar a otro. No quiero ni pensar qué habría pasado si él…

La señora de Ciará sacudió la cabeza como quien quiere desembarazarse de una preocupación inoportuna.

—Claro que también podríamos contratar los servicios de una bruja. Se comenta que tienen un remedio muy eficiente para casos como el tuyo. Mezclan piñas de ciprés, corteza de encina, algarrobas verdes, hojas de jara negra y polvo de altar. Pero no quiero correr riesgos. —Y tras un silencio cargado de malicia, añadió—: Lo más fiable es que tú misma te hagas una incisión.

Se levantó de su silla y fue hasta el único baúl que había en la estancia. Sacó una cajita que abrió delante de su hija. Contenía una sola aguja, más larga de lo habitual.

—Tendrás que ser hábil, si sabes lo que te conviene. La herida debe hacerse donde ya imaginas, de otro modo quedaría a su vista.

Blanca se limitó a mirar la aguja y percibir la frialdad con que su madre se la entregó.

—Para tenerla a mano, lo mejor es que esté clavada en la almohada o el colchón. La penumbra te será propicia. ¿Algo más?

—Nada —respondió Blanca, y se dirigió hacia la puerta con la cajita en la mano.

—¡Algún día me lo agradecerás! —exclamó su madre, pero la muchacha no se detuvo para responder.

La noche anterior al día señalado, Blanca no pudo dormir. Hacía tiempo que le costaba conciliar el sueño. Todo estaba a punto. La casa había sido engalanada con flores y telas de colores. Los invitados que venían de lejos ocupaban los cuartos acondicionados para la ocasión. La cocina estaba repleta de pollos, perdices, frutas y confites. La sala donde se celebraría la ceremonia lucía tapices de colores y colgaduras de la más exquisita seda procedente de Damasco.

El cortejo nupcial había salido de casa del novio. Lo componían parientes, amigos y un grupo de jóvenes contratados para hacer más brillante el acompañamiento.

En casa de los Ciará un trono digno de una reina esperaba a la novia y un buen número de músicos se habían dispuesto a la entrada para amenizar la fiesta, que duraría casi una semana.

La joven vestía una túnica ceñida al cuerpo, tan blanca como su nombre. Llevaba la larga cabellera rubia recogida con siete trenzas, coronadas con flores de azahar. Un velo que le llegaba hasta los pies le confería un aspecto etéreo. Caminaba por el largo pasillo alfombrado con la elegancia natural que la caracterizaba, pero con un solo pensamiento: entregarse en beneficio de su hijo. En este pensamiento residía su felicidad y también su fuerza.

Orgulloso de las envidias que despertaba su futura esposa, el novio la miraba, altivo, de la misma manera que paseaba la vista sobre las posesiones conquistadas para su rey. La capa, sin mangas, le otorgaba majestuosidad. Sobre la camisa de seda, un jubón ajustado al cuerpo le cubría hasta la cintura. Y las medias de malla finalizaban en unas babuchas con incrustaciones de piedras preciosas. Los novios intercambiaron los anillos delante de un centenar de invitados y se confirmaron su amor, sellado con un beso en los labios.

El banquete, la juerga y los bailes se alargaron hasta bien entrada la noche. De madrugada, antes de marchar hacia su nueva casa, se hizo el tradicional recorrido por las calles. La novia, simulando un rapto ritual, cabalgó por las calles de la ciudad acompañada por una procesión de antorchas.

El cansancio y el vino que Gonçal llevaba encima facilitaron la operación que Blanca debía llevar a término. Un hilo de sangre manchó las sábanas al amanecer. El chillido que le causó la herida fue interpretado como un gemido de placer. La novia sonrió amargamente mientras su marido, ajeno al engaño, se desplomaba a su lado.