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ESCRIBÍ todo lo último de un tirón. No sé si hay faltas, si está mal redactado, si tiene incorrecciones. Tampoco sé quién predomina en el discurso, si el tipo leído o el canalla. En cualquier caso, da igual. No tengo tiempo para releerlo. Ahora está a punto de amanecer, no habré dormido más que un par de horas y he pasado todo este tiempo en el apartamento, escribiendo a toda prisa, por si venía la policía. Pero no han venido. Más o menos a medianoche entendí que no vendrían.
Con lo de Yoli y Marín no deben de haberme relacionado aún. Y puede que Neto Acevedo y la mujer de Andrade tarden en denunciar las desapariciones. En teoría, eran ellos los que tenían que acabar conmigo, así que estarán cada uno en su casa, intentando aparentar normalidad, preguntándose qué es lo que puede haberse complicado tanto para que aún no hayan regresado.
Así que no vendrán. Nadie vendrá. Yo soy ese tío que metieron en el trullo, ése a quien nadie mencionaba por su nombre, ése del que se olvidaron todos. Una vez leí que sobre el hombre olvidado se derrama la piadosa efusión de la oscuridad. Yo soy eso: un hombre olvidado. Es la única ventaja con la que cuento.
No creyeron que pudiera llegar a tener la más mínima idea de lo que había ocurrido realmente. Tampoco pensaron que pudiera querer algo, salvo dinero. Ni siquiera se les ocurrió que iría a por ellos y los iría liquidando uno a uno. Que irrumpiría en sus vidas para hacer todo el daño posible. Se equivocaron. En todo. Absolutamente en todo.
Ahora sí que tengo las manos manchadas de sangre. Ahora sí que podría cumplir, en justicia, no veinte, sino seis veces veinte años. Ciento veinte años debería pasarme en la cárcel para pagar todas estas muertes. No pienso hacerlo, porque ya pagué una vez por lo que no me tocaba. Pero, sobre todo, porque esta sangre de ahora no es sangre inocente. No. No voy a pagar. Claro que no. Mi vuelo sale a las doce y cuarto. No llevo equipaje, solo la bolsa de mano, así que bastará con que esté allí a las once.
Primero me despediré de Candi. Le diré que me voy de viaje. Le mentiré diciéndole que tendrá noticias mías, que, si quiere, cuando esté instalado, podrá venir a verme. Luego iré al barrio, a hablar con Tomás. Le contaré que me voy. No hará falta darle detalles que lo perturben aún más. Le contaré, simplemente, que estoy metido en un lío. Le dejaré el dinero que me queda. Sí, eso es lo mejor: le dejo el dinero, abro una cuenta cuando esté instalado y le pido que me lo vaya ingresando ahí, poco a poco, de mil en mil, o de quinientos en quinientos.
Si puedo, si se deja, le daré a Tomás un abrazo. Será la última vez que lo abrace. De hecho, será la última vez que abrace a alguien aquí, en esta isla llena de bastardos.
Luego iré a atar el último cabo suelto que queda, antes de salir para el aeropuerto.
Podría ahorrármelo. Podría huir directamente. Nadie me busca todavía. Pero eso convertiría todo este esfuerzo, toda esta infamia, en una mera espiral de crueldad sin sentido. Y no puede ser que nada de esto tenga sentido.
No, no puede ser. Tengo que ir a por el último de ellos. Hay que alimentar a los gusanos de esa última tumba. Si por hacerlo resulta que me busco la ruina y no puedo huir, da exactamente igual.
Al otro lado de la pared se escucha el despertador de Candi.
Aquí se acaba todo. Esta tarde estaré en otro país. O en el Anatómico Forense. Donde sí que no pienso estar es entre rejas. Eso sí que no. En el extranjero o muerto. Pero libre.