64
MÁS o menos mientras Andrade decía esto, llegamos a la finca. Aparqué justo delante del barracón. Andrade, echando una ojeada alrededor, me hizo esperar a que llegara Willy. Solo después, cuando éste se hubo apeado del Chevrolet, me dijo:
—Dame las llaves y pon las manos en el techo hasta que yo te lo diga.
Obedecí. Se guardó las llaves del coche en el bolsillo del pantalón, pasó hacia atrás sobre el respaldo sin dejar de apuntarme, no sin dificultad, y, finalmente, salió por la puerta trasera. Cuando rodeó el vehículo y llegó a mi altura, yo aún hacía el bobo con las manos pegadas al techo. Me ordenó que saliera.
Willy ya esperaba junto a la puerta del barracón. Nos miraba alternativamente a nosotros y al candado. Saqué el llavero.
—Tengo la llave. —Mientras buscaba el llavín del candado, creí conveniente hacerme un seguro de vida, no sea que les fuera a dar por liquidarme en cuanto abriera, así que añadí—: Aquí está el maletín de Diego. Lo de Curbelo lo tengo en Playa del Inglés.
Se consultaron con la mirada.
—¿Playa del Inglés? —dijo Willy con asombro—. ¿Por qué cojones…?
—Porque nunca hay que poner todos los huevos en la misma cesta —adivinó Andrade, que se estaba pasando de listillo.
—Eso es —confirmé—. De todos modos, ya estamos en el Sur. De aquí a allí es media hora. Tengo una habitación cogida en un hotel de allá.
—Cómo les gusta a ustedes un mariconeo… —comentó el poli. No sé a quién se refería exactamente ese ustedes, pero me incluía a mí, eso seguro.
Cuando entramos al barracón, anduvo a un paso detrás de mí, apuntándome, hasta que llegué ante el aparador. Willy se quedó junto a la puerta, como si dar un paso más le hubiera cubierto ya de mierda. Sus ojos se clavaron en el centro, en la silla fijada al suelo y las manchas de sangre de Felo que aún había a su alrededor.
—¿Qué cojones ha pasado aquí?
—Nada que nos interese a nosotros —cortó Andrade, aferrándose al papel de poli bueno—. Venga, Adrián, vamos a acabar con esto de una vez.
Asentí. Me arrodillé. Abrí la gaveta en la que había guardado el maletín. Sentí a mi espalda la presencia de Andrade, su respiración entrecortada por el calor y el polvo, la mirada expectante que Willy nos lanzaba desde la entrada. Podía prolongar el momento un poco más. Con la mano buscando a tientas el cierre del maletín, saqué la cabeza y vi el pie del madero, embutido en un mocasín barato, la pernera de sus pantalones de sintético, el negro y pequeño cañón del revólver, el rostro ceniciento al otro extremo, con el ceño fruncido por la curiosidad:
—Me olvidé de preguntarte si te llegó bien el envío que te hice, Andrade.
Por un momento, vi en su mirada cómo ataba cabos. Justo en ese instante, ya había abierto el maletín y notaba el tacto duro de la Glock.
—No veas cómo le gusta a la guarra de tu hija que le den caña.
En un segundo, sus ojos pasaron de la incertidumbre a una ira que ni siquiera tuvo tiempo de brillar.
—Hijo de la gran puta —me escupió alzando el revólver para darme un culatazo en la cabeza.
Ése era mi momento. Y lo aproveché. Me volví sobre mí mismo y, en un solo movimiento, aferré su mano con mi izquierda mientras la derecha apoyaba el cañón de la Glock sobre su pie y apretaba el gatillo. La pistola y su revólver se dispararon casi a la misma vez. Andrade sintió el espasmo del tiro de su propia arma al mismo tiempo que una bala le atravesaba el empeine. Ni siquiera un cerdo hubiera gritado igual, al tiempo que caía hacia atrás conmigo encima, arrebatándole el arma. Aproveché para propinarle un rodillazo en los huevos, por si la herida del pie no le mantenía lo suficientemente ocupado mientras yo me incorporaba, procurando reponerme de la quemadura que me acababa de producir el cañón humeante del revólver. Quemaba como una puta cafetera hirviendo. Pero ya dejaría que me doliera en otro momento. Ahora tocaba Willy.
Yo había pensado que Willy intentaría huir. Sin embargo, el pijo repeinado tuvo un instante de arrojo y saltó hacia nosotros. El arrojo se le quitó cuando ya casi estaba llegando y le di con el revólver en toda la boca. Entonces lo que arrojó fueron dos dientes, al tiempo que caía en posición fetal a ese suelo que le parecía tan sucio. No me conformé: le di un par de veces más usando el cuerpo del revólver como hubiera usado una piedra. El resultado inmediato fue que lo dejé grogui y le abrí un par de brechas en la cabeza. Una en la sien. Otra por encima de la oreja. Su sangre se mezcló con la gomina y con la mugre del suelo.
Me alejé de ellos unos pasos. Necesitaba recuperar el aliento, dejar espacio, organizarme. Para empezar, me guardé el revólver en un bolsillo lateral del pantalón. Aún estaba caliente, pero ya no quemaba. Comprobé, por cierto, que la quemadura de la mano no era grave, solo una hinchazón colorada que afectaba a la palma y a parte de los dedos índice y pulgar. Pero los dedos estaban todos. Y enteros, que es lo importante. Sin soltar la pistola contemplé mi obra: Willy continuaba casi inmóvil, pero parecía estar recobrando el sentido. El madero, sin parar de berrear y de decirme de todo menos bonito, se agarraba la pantorrilla, intentando cortar la hemorragia. No sangraba tanto como yo había esperado, pero sangraba bastante.
Busqué una soga y se la lancé. Me miró de reojo.
—¿Encima me vas a maniatar?
—Y luego el gilipollas soy yo… Hazte un torniquete, melón. No te quiero muerto todavía.
Como pudo, se arrastró hacia atrás, hasta quedar apoyado en la pared. Luego se hizo el torniquete, usando para apretarlo un bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la camisa. Se le daba bien. Hubiera sido un ATS cojonudo si no se hubiera metido a madero. El pie era un desastre: en los bordes del agujero, no demasiado ancho, había una mezcla de carne, sangre y plástico de los mocasines. Si hubieran sido unos zapatos caros, de los de cuero, la cosa hubiera sido más limpia. Eso le pasaba por gastar más en coche que en zapatos. En el suelo, delante del aparador, allá donde tenía el pie cuando le disparé, había otro agujero. Si alguien se molestaba en cavar, terminaría encontrando la bala. Pero nadie se molestaría.
Saqué de la gaveta el maletín, lo abrí y vacié su contenido sobre Acevedo.
—¿No querías los papeles? —le dije dándole una patada suave en el culo—. Pues toma los putos papeles.
Ya se había despertado. Se incorporó hasta quedar apoyado contra el mueble y tomó papeles de aquí y de allá. Los miró con descuido y luego me miró a mí, poniendo cara de cordero degollado. La verdad es que estaba hecho un puto desastre, con sangre en la cabeza, el lado izquierdo de la cara, la barbilla y la camisa, que ahora ya no tenía los faldones por dentro del pantalón ni estaba tan impoluta y bien planchada.
—Ahí los tienes. Métetelos por el puto culo. O méteselos a tu viejo. Me la suda. Lo que quiero es saber qué coño ocurrió.
Permaneció en silencio, con algo entre el rencor y el espanto llenándole la mirada.
De repente, Acevedo se echó a reír.
Andrade parecía haber controlado el dolor. Todavía daba algún respingo (la cosa debía de escocer), pero tuvo redaños para sacar un purito y encenderlo.
Yo también encendí un cigarrillo. Apuntándoles a ambos alternativamente con la pistola, anuncié:
—Bueno, éste es el plan: el que me diga lo que pasó, quién se cargó a Diego y por qué, sale de aquí vivo. Al otro lo mando para Las Chacaritas.
El miedo puede quebrar las más firmes alianzas, las más hermosas amistades, el más bello de los amores. Eso no hay que explicarlo. El primero en saltar, por supuesto, fue Willy.
—A mí no me mires —soltó, señalando al viejo—. El que te metió en la cárcel fue él.
—Esto me pasa a mí por juntarme con sarasas —dijo Andrade como para sí.
—Pues bien rentable que te ha salido —le escupió Willy—. A ti y a la gandula de tu mujer.
—A ella no las metas en esto. Todo este follón es por tu culpa, niñato de los huevos… Si no fuera por tu padre…
—Si no fuera por mi padre, tu mujer y tú todavía seguirían muriéndose de hambre, intentando vivir de tu sueldo de mierda.
—Y a mucha honra. Tenía que haberme conformado con eso, en vez de dejarme liar, niño pijo de los cojones…
—No te vi tan preocupado por la honra cuando pillabas la pasta o cuando pedías más. —Ahí se dirigió a mí—. ¿Tú sabes la cantidad de cuadros de ésos que pinta la Patricia que le hemos tenido que comprar? Joder, si el cuarto trastero de mi casa parece el puto museo de los horrores, coño…
—A mi hija la dejas tranquila.
Empezaron a insultarse a palo seco. Los corté pegando un tiro al aire.
—Vamos a ver si me aclaro: ¿qué coño tienen que ver los cuadros con todo esto?
Los dos me miraron como si fuese gilipollas. Fue Willy quien explicó:
—Aquí, el caballero, cada vez que está pasando un apuro por su mala cabeza, viene a exprimir un poco más el limón.
—Sí, pero ¿qué tienen que ver los cuadros?
—¿Tú qué te piensas, que nos va a dar factura? Lo que hace es colocarnos los cuadros de la tarada esa y nosotros los pagamos como si fueran Picassos. Encima la muchacha tiene ínfulas.
El poli fue a insultarlo otra vez, pero lo atajé con un movimiento de Glock. Se quedó callado como un guardia suizo.
—Hace veinte años, Patricia no pintaba, ¿no?
Willy se rio con ironía.
—Claro que no. En esa época fue lo de Ansorio. El caso era tomar tajada.
Empecé a comprender. Aunque faltaban piezas, todo empezaba a ponerse en su sitio. Me fui a por Andrade.
—Tú le has estado sacando los cuartos veinte años a los Acevedo, entonces.
—Yo solo he reclamado lo que es mío. Porque yo también arriesgué. ¡Y mucho!
—¿Tú? —le soltó Willy—. ¿Qué coño arriesgabas tú?
—Mi carrera, mi imagen. ¡Todo! Te saqué del hoyo, hijo de puta. Te saqué de la mierda. ¿O no te acuerdas de esa noche, cuando me llamó tu padre? —Andrade imitó la voz lastimera del viejo Acevedo—. «Ay, Pepe, que el chiquillo se me buscó un problema grande. Te necesito, Pepe, te necesito». Y después tú, lloriqueando: «Yo no sé qué me pasó. Es que me cegué. Es que me cegué…». Ciego te tenían que haber dejado al nacer, mamonazo. Ciego, sordo y mudo, como una puta Anna Sullivan. Menos disgustos hubieras dado, maricona de los cojones.
Hasta entonces se me habían pasado por la cabeza muchísimas posibilidades. Casi un cuarto de siglo preguntándome quién había apuñalado a Diego y en ningún momento había llegado a pensar que hubiera podido hacerlo Willy personalmente.
No había sido un robo que había salido mal. No había sido una conspiración para evitar que denunciase algo turbio. Ni siquiera una disputa entre socios. Lisa y llanamente, había sido un arrebato. El poli seguía insultándolo mientras él miraba al infinito, el cual debía de andar escondido como en un Aleph situado en un punto indeterminado del suelo.
—Andrade —le dije.
El tipo paró de insultar a Willy, dejó caer al suelo la ceniza del purito y me preguntó:
—¿Sí?
—Me encanta oír los gritos de tu hija cuando se corre, pero, a ti, estoy hartito de escucharte.
Fue la última frase que escuchó. Le di un tiro en la frente. Se quedó bizco, con una estúpida expresión de sorpresa. Luego su cabeza cayó hacia el hombro y su cuerpo se aflojó. El purito quedó tirado sobre los pantalones y comenzó a hacerle un agujero en el tergal.
Miré a Willy, que había soltado un gritito y había comenzado a sollozar, al mismo tiempo que su cuerpo se contraía en el rincón, como si éste pudiera absorberlo, hacerlo desaparecer de allí, salvarle. Pero ya nada podía salvarle. Ambos lo sabíamos. Ya nada podía evitar que yo hiciera lo que iba a hacer. Por eso, porque ya nada tenía remedio, fue por lo que empezó a hablar.