29

AL entrar otra vez en el barracón, vi que Felo se había despertado y olí el pestazo ácido de sus meados. Alrededor de la silla había un charquito.

—Lo siento, Adri —gimió cuando me vio la cara de empute—. Perdona. No me pude aguantar. Me duele, Adrián. Me duele mucho. Por favor, Adri. Yo no sé más nada, tío. Ya te dije que no sé más.

—Volvamos al principio. ¿Cuándo fue el tipo a tu casa?

Felo hizo memoria. Lo intentó en serio. Eso se notó en que estuvo unos segundos callado, orientando hacia el techo aquel guiñapo en el que se había convertido su cara.

—Tuvo que ser el mismo día que te trincaron. Lo sé porque al día siguiente salió en el periódico. Así que tuvo que ser ese día.

Relajé mi actitud, para que entendiera que si colaboraba no lo golpearía más. Lo entendió y continuó hablando.

—Yo no estaba en mi casa. Cuando llegué, el tipo estaba en el sillón, hablando con mi madre, tan tranquilo. Era un tío educado, bien vestido. Si me preguntas ahora, no sé qué coño llevaba, pero iba bien vestido, como un vendedor de enciclopedias, y era así como muy pulcro. Tendría unos cuarenta o cuarenta y pico. Y el pelo oscuro, castaño o negro, engominado. De eso sí que me acuerdo. Parecía el Mario Conde ese.

Mario Conde marcaba la moda de los tipos con ínfulas en aquella época. Mario Conde: gente así sí que le saca partido al talego. De hecho ahora el tipo anda en la tele y se ha metido hasta en política.

De pronto, pareció recordar algo y dijo:

—Espera, espera… Hay otra cosa de la que me estoy acordando ahora: creo que tenía un ojo chungo.

—¿Cómo un ojo chungo? ¿Era tuerto?

—No. Tenía un ojo mirando a Moya. Era bizco. No sé ahora mismo si es así o lo recuerdo así. Pero, para mí, que tenía un ojo cambado, pero no me preguntes cuál.

Lo anoté mentalmente. Ése era el mejor dato de los pocos que me había dado. El Albacora prosiguió hablando. Estaba claro que había entendido que si colaboraba tal vez saliera de ésa.

—Pues eso, que el jodido bizco me dijo que lo acompañara. ¿Qué iba a hacer yo, Adri? ¿Qué hubieras hecho tú, dime? Pues claro que me fui con él. Pero cuando nos metimos en el coche, me dijo lo que ya te conté.

—¿Qué coche era?

—No sé, Adri. Un coche grande, negro, elegante. Pero no me acuerdo ni de marca ni de modelo. Estaba yo para fijarme, que llevaba encima un par de papelas y pensé que me habían trincado con todo el percal.

—Vale, sigue.

—No hay mucho más. Me dijo que te habían trincado y que no ibas a salir de ésa. Que lo ibas a pagar muy caro y quien intentara darte una coartada, iba a comerse el marrón igual que tú. Que me convenía callarme la boca o decir que no estaba contigo cuando mataron al pobre Diego.

La rabia me puso en la boca estas ocho palabras:

—A Diego ni lo nombres, hijo de puta.

Se las escupí poniéndole el martillo delante de los ojos. Tardé unos segundos en tranquilizarme.

—Pues eso —prosiguió, con tacto para no cabrearme—, me dijo que tenía que decir que esa noche no te había visto. Que si se me ocurría decir que habías estado conmigo no solo me iba a comer el marrón yo, sino que también lo iba a pagar mi madre. Ahí me calenté, Adri, porque tú sabes que para mí mi viejita era sagrada. Le dije que ni se le ocurriera. Y que la policía no podía hacer esas cosas. Entonces me dijo que él podía hacer lo que le saliera de los cojones, que él no era policía.

Hizo una pausa. Se pasó la lengua seca por los labios no menos secos. No necesitó pedirme el agua. Cogí una de las garrafas y le eché agua en la boca hasta que se atragantó. Tosió un rato. Cuando ya volvía a respirar bien, le pregunté cuánto le habían pagado.

—Medio quilo. Me dio doscientos billetes ese mismo día. Y el resto después de que me interrogaran. Y luego, cuando fue el juicio, el tipo apareció como de la nada en la puerta del juzgado, me metió otra vez en el coche y me dio un sobre con trescientos más. Dinero de mierda.

—Coño —mostré mi sorpresa, casi divertido—, esto tiene gracia: ahora te da asco.

—Sí, claro que me da asco. Fue un dinero que me dieron por traicionarte. No estoy orgulloso de eso. Pero yo no lo hice por el dinero, Adri. Lo hice porque me tenían amenazado. A mí y a mi viejita.

—Pues con no haberlo cogido te bastaba. Pero lo cogiste. Supongo que porque pensabas que, ya que ibas a hacerme esa putada, al menos era mejor ganarte unas perras, ¿no?

Guardó silencio, aunque estoy seguro de que estuvo a punto de decir que sí.

—Tiene gracia. Me pasé veinte años pensando que me habías hecho esta putada por proteger a algún colega o algún querido tuyo. Incluso llegué a pensar que estabas compinchado desde antes: que algún hijo de puta quería hacerse el chalé de Diego y que parte de la movida era que tú me llevaras de marcha para alejarme de allí. Por eso pensaba traerte aquí y matarte después de sacarte un nombre. Pero, si lo que me has contado es verdad, los tiros no van por ahí —en ese momento me paré en seco, me volví hacia la puerta, que había dejado abierta y giré nuevamente hasta quedar situado frente a él—. Porque, lo que me has contado es verdad, ¿no?

El Albacora vio los cielos abiertos y se lanzó a hablar rápida, ansiosamente:

—Es verdad. Es la verdad, Adri. Te lo juro. Yo nunca te habría hecho esa cabronada si no me hubieran amenazado, Adri. Te lo juro por lo más sagrado, por la tumba de mi madre, por lo que más quieras. Tenía miedo, tío. Acojonadito estaba. Y no ya por mí. Sino por lo que le pudieran hacer a mi viejita, que en gloria esté. Adri, no tendrías ni que haber hecho esto. Yo te lo hubiera contado todo sin que hiciera falta tanto… Yo… Yo lo hice por miedo, Adri.

Di un paso hacia él.

—Lo hiciste por miedo.

—Lo hice por miedo —repitió, como la respuesta que se le da al cura en la misa.

—Y por tu viejita.

—Y por mi viejita.

—Pero cogiste la pasta.

Ésas fueron las últimas palabras que escuchó Felo antes de que yo le desfondara el cráneo con el martillo.