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ES muy fácil llevarse al huerto a mujeres como Patricia Andrade Fuentes. En realidad, lo difícil es no acabar con ellas en la cama. Se pasan la vida ejerciendo de chicas modernas, sofisticadas, cultas e informadas, pero en realidad no son más que una versión contemporánea de las marujas de pasta de toda la vida y viven con tipos con quienes comparten el aburrimiento, el coñazo de los críos y un montón de relaciones sociales tan sabrosas como una hoja de lechuga. Por las tardes, mientras sus hijos juegan en algún parque que está a la vista, pero lo bastante lejano, se reúnen para tomar té o gin tonics con sus amigas, mirando con disimulo el culo de camareros a quienes nunca se follarán y charlando acerca de Sexo en Nueva York, el último libro de María Dueñas o el déficit de atención y la hiperactividad del hijo de alguna supuesta amiga ausente. Parecen tenerlo todo, pero en realidad son tan pobres que solo tienen dinero. Por eso son como los conejos cuando los alumbramos con los faros de un automóvil: se quedan absolutamente deslumbradas, paralizadas, sin saber qué hacer ante cualquier cosa medianamente brillante que irrumpa en sus vidas. Y por eso todas quieren hacer algo diferente que llene sus existencias desabridas y se apuntan en tromba a clases de Tai Chi, Yoga, meditación trascendental, risoterapia, programación neurolingüística o Feng Shui, cuando no optan por el arte terapéutico tradicional y se inscriben en cursos de pintura, de alfarería, de escritura creativa, de escultura o de canto. Da igual la actividad, siempre que les haga sentir que ellas son algo más que lo que en realidad han escogido ser: una vagina disfrazada de mujer que finge carecer de ella. Así que no es difícil meterse en sus camas. Basta encender una linterna y alumbrarlas de frente, de golpe y sin avisar. Excusas hay tantas como disciplinas. Mi excusa era el arte.
Para llamar a Patricia Andrade fui al locutorio telefónico que hay a un par de manzanas de mi casa. Podría haber utilizado el móvil, pero me pareció buena idea no dejar ninguna pista rastreable. Llevaba en la mano su tarjeta de visita y, en la cabeza, una buena historia, madurada a lo largo del fin de semana. Ella comenzó tuteándome, preguntando, entre bromas y veras, por qué me había ido a la francesa de la exposición. Le dije que tenía que conducir mucho y que no quería que se me hiciera tarde, que, después de todo, ella debía atender a sus invitados, a posibles compradores. Se interesó por los motivos de que tuviera que conducir tanto y aproveché para desplegar mi batallita, que más o menos, consistía en lo siguiente: yo vivía hacía ya muchos años en Barcelona, aunque había nacido en Gran Canaria; desde mi divorcio venía un par de veces al año y me quedaba en un hotel de Playa del Inglés; en Barcelona regentaba una librería de viejo; y, por supuesto, me interesaba el arte y había ido haciéndome con una pequeña colección; adquiriendo principalmente obras de artistas emergentes, porque solían resultar económicos y representaban una inversión interesante a medio o largo plazo.
Se tragó toda la mentira. Enterita. Hasta en sus detalles más inverosímiles. Acaso porque era exactamente lo que deseaba oír: que yo era un hombre de mundo divorciado y sin hijos, que andaba de paso por la isla, que adquiría obras de primerizos. Era una mentira completita, de diseño, confeccionada especialmente para ella, que buscaba un potencial comprador y, muy posiblemente, un potencial amante.
Nos citamos para la tarde siguiente en su estudio. Me invitaría a un té y me mostraría sus nuevos trabajos. Lo dijo de una manera que dejó claro que, si jugaba bien mis cartas, seguramente me enseñaría algo más.