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LLAMÉ a mi educador para avisarle de que iba a ir al Sur. Ésas son las normas: si vas a salir de la ciudad, tienes que comunicarlo. El tipo se rio (es la primera vez que le oigo la risa) y me dijo que no era necesario avisar de eso.

—En la Península es distinto. Pero esto es una isla, Adrián. No tienes que decírmelo cada vez que salgas de la ciudad. Puedes ir al Sur, a la Aldea o a la cumbre, si quieres; siempre que no salgas de la isla, por mí no hay problema. Si tienes que ir fuera, entonces sí tienes que darme un toque. ¿Entendido?

—Entendido. Muchas gracias.

Sé por experiencia que con estos tíos (los educadores, los psicólogos, los funcionarios) hay que mostrarse educado, colaborador y amable. Eso sí, sin pasarse: conviene no hablar demasiado, no ser tú quien saque temas de conversación. Es mejor escuchar y responder a sus preguntas. Eso fue lo que hice a continuación, porque el tipo aprovechó para ahorrarse una llamada.

—Ya que estamos, cuéntame cómo te va en el trabajo con tu hermano.

—¡Ah, me va muy bien! Estoy de carnicero y charcutero. Trabajo el turno de mañana y por las tardes, a veces, echo una mano.

—Sí, pero, dime, ¿el ambiente, qué tal?

—Perfecto. Como trabajo con la familia, hay buena onda.

Guardó silencio, valorando, quizá, si valía la pena insistir en eso o no. Luego me preguntó qué tal iban las cosas en casa.

—También muy bien. Solo que estoy buscando algo para alquilar. La casa no es muy grande y me siento un poco como si fuera un piojo pegado.

—Y además, querrás un poco de intimidad. Es lo lógico, ¿no?

Podía ser una trampa, pero me pareció sincero, así que le di la razón:

—Pues es verdad. Eso también influye.

Acabó preguntándome si estaba saliendo por ahí, si había bebido, si me había drogado, si veía a los viejos amigos. Le dije la verdad, que salía mucho a callejear. Que no bebía ni me drogaba. Solo café, tabaco y cerveza sin alcohol. De los viejos amigos, ya solo me quedaba uno y sí, con ése había merendado el otro día. ¿Un amigo de la cárcel? No, un amigo de juventud. Gente honrada. ¿Y qué habíamos tomado? Café con leche y dulces. Me cuidé, claro está, de decirle que ese amigo tiene tetas y vende polvo. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Antes de despedirse me recordó nuestra cita de la próxima semana (tengo que presentarme en su oficina del Salto del Negro cada día 15, para someterme a estos interrogatorios disfrazados de conversación y, si a él le sale del pito, orinar en un vaso). También me recordó que procurara llevar el móvil siempre encima.

Cuando colgué, tenía la sensación de volver a estar en el trullo. Aunque la libertad condicional es mucho más relajada de lo que hubiera sido el tercer grado, me toca los humildes que este tío fiscalice todo lo que hago. La primera vez que nos vimos me puso cara de póquer y me soltó el discursito de siempre: soy riguroso, pero justo; si haces lo que tienes que hacer y, sobre todo, si no haces lo que no tienes que hacer, todo irá perfectamente; el tiempo pasará volando y, cuando te des cuenta, serás libre del todo y blablablá.

El discurso parece cordial y el tío va de chachi, pero en el fondo lo que te están diciendo es que, como te eches un poco fuera del plato, ese tío tan chachi estampará su firma en un informe para el Juez de Vigilancia Penitenciaria y te buscarás el odio.

El tipo se cree poderoso (en realidad lo es, en lo que respecta a mí) y procura hacerse el enrollado (y puede que, al fin y al cabo, lo sea), pero yo sé que en cuanto meta la gamba, en cuanto le dé una excusa, se comportará como un perro y me joderá la vida.

Por tanto, procuro no meterla, no darle excusa alguna, mostrarme manso como un corderito, colaborador como un mayordomo.