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CHECHE el Criminal en realidad se llama Ernesto. Nunca he sabido por qué le dicen Cheche. Lo de llamarlo Criminal, en cambio, queda bastante claro en cuanto le pones la vista encima. Ni siquiera hace falta conocer su historial o las mil y una batallitas que circulan sobre él en los barrios; basta con verle la cara de indio, el pelo rizado apelmazado en su cabezota cuadrada con la frente en forma de culo, las pintas de quinqui con los vaqueros y las camisillas que se pone siempre. Es de esos tíos que dan miedo a primera vista, con los ojos oscuros y hundidos y unos labios groseros que siempre están resecos. Encima es bajito y le sobresale el esternón. Lo que aquí llamamos ser buchudo. Y él es tan buchudo que parece que se ha tragado el caparazón de un galápago. El Criminal va para los sesenta años y se debe de haber pasado la mitad entrando y saliendo del trullo para cumplir por las causas más diversas. Ninguna de ellas podría hacerte cumplir más de tres años seguidos, pero, ya se sabe, cuando se te acumulan marrones, ya te puedes ir acostumbrando al olor a mugre.

A los tipos como Cheche no hay que darles la espalda. En cuanto lo haces, te dan un palo en la cabeza para robarte hasta los zapatos y, si les apetece, darte por el culo. Es ese tipo de elemento: un ruina de los de toda la vida, de los que saben que no hay padre ni madre ni amigo que valga la pena respetar si te quieres buscar la vida y hacerte bisnes.

Pero a mí me tiene ley, porque le salvé el culo alguna vez en el trullo y porque sabe cómo me las gasto y lo conveniente que es no cabrearme.

Fui a buscar a Cheche donde sabía que lo encontraría con toda seguridad si no andaba cumpliendo: al rastro.

Recorrí los puestos de gitanos, senegaleses y hasta indios que ofrecían la mercadería de cada domingo: relojes y transistores, ropa y bolsos, fundas para el móvil y gorras del Real Madrid. Todo falsificado, todo barato, todo listo para el regateo y para ser introducido, una vez adquirido, en bolsas de plástico sin logotipo ni garantías de higiene. Lo único que me atrajo fue el puesto de panadería y repostería en el que compré pan de huevo. Fui comiéndomelo a pellizcos, tranquilamente, mirando la mercadería, hasta llegar a un claro entre los tenderetes. Allí, rodeando el cuadrilátero que forma una especie de tarima en medio de la rambla, se distribuían los changas desechos de tienta, vendiendo las porquerías que habían robado a sus abuelas o sacado del contenedor de la basura: portavelas, radiocasetes estropeados, cableado de todo tipo, máquinas de escribir, teléfonos viejos o payasos de falsa porcelana.

Esperando a que algún tarado se interesara por aquella quincalla, formaban en grupos de dos o tres, contándose peripecias en las que siempre resultaban ser los más listos o los que tenían más huevos, o murmurando por lo bajini la posibilidad de echar mano a la cámara de algún turista que acababa de pasar.

Cheche me vio a mí antes que yo a él. Abandonó el hueco en el que exponía una palangana llena de juguetes averiados y vino hacia mí con una sonrisota que expuso su piñata de raigones. Después del saludo, del abrazo, de los qué pasó hombre y los poraquímeando, le dije que lo invitaba a algo, que si se podía escaquear un rato. Cheche comprendió enseguida y le pidió a una yonqui cuarentona y pellejuda que le vigilara la mercancía.

Me lo llevé al quiosquillo que hay detrás del Edificio Miller. Si hubiera ido solo, no le hubieran servido. Pero iba conmigo, y yo, hoy por hoy, tengo pinta de tipo respetable, así que el camarero nos sirvió sin ningún problema: a mí un cortado, al Criminal un sol y sombra.

Meterse entre pecho y espalda un coñac con Marie Brizard a las once de la mañana ahora me parece una burrada, pero hubo un tiempo en que yo fui como Cheche, una mala bestia que no desperdiciaba una sola oportunidad de mojar el pico. Ocupamos una de las tres o cuatro mesas de acero inoxidable y nos dejamos atontar por el sol del domingo. Entonces Cheche, sin más preámbulos, me preguntó para qué lo necesitaba y yo saqué el recorte.

—¿Te acuerdas de esto, hermano?

Tardó en recordarlo unos segundos. Luego le vino a las mientes, con toda probabilidad, el momento en el que me sorprendió en el patio, leyendo el recorte y la vaga conversación que tuvimos luego.

En su momento no supe por qué guardaba aquello. Ahora tampoco lo sé. Pero lo cierto es que lo hice y que gracias a eso ahora sé el nombre del madero que me interrogó.

Otra cosa que no sé con seguridad aún es de qué puede servirme, aunque, desde que busqué el recorte y lo releí (eso fue al día siguiente de lo de Felo), no paro de repetírmelo: José María Andrade Ruiz, José María Andrade Ruiz. El nombre se repite, sin que yo lo pretenda, en mi mente, una y otra vez mientras corto embutidos, veo la tele, friego los platos o me ducho. Está ahí, reproduciéndose en bucle: José María Andrade Ruiz, José María Andrade Ruiz.

Y sí, el tipo había hecho su trabajo. Eso es lo que pensé siempre: el tipo solo hizo su trabajo. Interrogó a su sospechoso, un yonqui chapero desgraciado y desagradecido. Había comprobado que la coartada no se sostenía. Con lo que José María Andrade Ruiz no había contado era con que el yonqui no había sido el asesino. Así pues, lo dicho: se había limitado a hacer su trabajo.

Al menos eso había pensado yo todos aquellos años. Eso era lo que pensaba, por ejemplo, cuando aquel día, en el patio, Cheche el Criminal me dijo que él sabía quién era aquel pavo. En ese momento le dije que no se cogiera lucha, que daba igual, que el tipo no había hecho más que aquello por lo que le pagaban.

Pero ahora que el nombre de José María Andrade Ruiz me viene a la mente de forma ineluctable, incesante; ahora que sé que Felo el Albacora no me traicionó para proteger a un cómplice; ahora que sé que lo visitó un tipo que olía a madero aunque no lo fuera, mientras yo estaba en comisaría, ya no estoy tan seguro de que José María Andrade Ruiz se limitara a hacer su trabajo.

El recorte de periódico recoge la noticia de una condecoración, la medalla al mérito policial, con distintivo rojo. Eso no es lo importante. Lo importante es la foto, el nombre, la prueba de que en ese año, José María Andrade Ruiz aún continuaba destinado en Canarias. Cheche, tras mirarlo unos minutos, volvió a plegar el recorte, ya marrón y con los dobleces tatuados, y me lo alargó. Luego echó un vistazo alrededor y me preguntó si había cambiado de idea, si iba a ir a por el tío.

—No —mentí. O creo que mentí, porque no estaba del todo seguro—. La cosa no va de eso. Pero hay un colega que tiene un problema. En fin, tú dime lo que puedas y yo te agradezco el favor.

Los ojillos se le iluminaron al oír hablar de agradecimientos.

—Éste es un godo de mierda que se vino para acá jovencito, en la época de los grises, ¿sabes? Se casó con una de los Fuentes de Leza. Una tía de aquí, de pasta. ¿No te suena? —claro que me sonaba: los Fuentes de Leza, aguatenientes durante generaciones; luego intermediarios agrícolas, metidos en consignatarias de buques y en mil negocios más—. Gente rica de Santa Brígida. El Andrade es un caballero de los de misa diaria y tiene una purriada de hijos, ¿sabes? Pijos de ésos, socios del Club Náutico y del Gabinete Literario y toda esa mierda. En la época del Puerto Franco tenía acojonadas a todas las putas de la calle Andamana. Luego, cuando lo ascendieron a inspector, se le refinaron los modales, pero siguió siendo el mismo hijo de puta asqueroso de siempre. Un jediondo, ¿sabes?

Se echó de un trago lo que le quedaba de sol y sombra. Sabía que no había hecho más que empezar a largar. Así que me levanté, fui a la barra y le traje otro. No prosiguió hablando sin antes echarse un buchito de la segunda copa.

—Bueno, pues el Andrade este, lo que te dije: dio un braguetazo. Podía haber dejado hasta la policía, pero, para mí, que siguió para poder seguir abusando, porque es un sádico de los cojones, ¿sabes? Y tú lo ves al muy bastardo, y dices que es un caballero, pero en realidad es un tío mierda.

Dio un trago, para recapitular, y dijo:

—Tú sabes que yo me dediqué una época a controlar a una piba, ¿no? Digo, antes de meterme en esta mierda, cuando iba de legal, tenía a la Sonia, por allí, por Molino de Viento. ¿Te acuerdas?

Yo me acordaba de que me lo había contado. Lo había hecho cientos de veces, en interminables horas de patio, en las que recordaba su pasado de proxeneta como si se tratara de una adolescencia en West Point.

—Pues allí, el tipo, que hacía tanta redada y que tenía acojonada a toda la calle, tenía una casa controlada.

—¿Cómo controlada?

—Controlada, joder. Era suya, ¿sabes? ¿Tú te acuerdas de la Iris?

Hice memoria. La Iris tenía que ser una furcia, de eso no cabía duda. Yo nunca paré demasiado por Molino de Viento y, en todo caso, no era capaz de recordar a ninguna Iris.

—Pues no —respondí al fin.

—La Iris era una que ejercía allí, por su cuenta y riesgo. Atendía en casa de la Isadora, que en paz descanse. Pues por allí, en una redada de éstas, el Andrade conoció a la Iris y parece que se encoñó con la tía, ¿sabes?

De pronto, al Criminal se le atravesó un gargajo. Carraspeó con fuerza y, mirando a su izquierda, soltó un escupitajo tremendo. Se quedó un momento mirando, como si comprobara que el lapo había llegado todo lo lejos que quería. Luego, prosiguió como si tal cosa:

—Natural, porque la Iris en aquella época estaba cojonuda, ¿sabes? Yo, en cuanto la veía, se me ponía el soldadito firme y pidiendo guerra. Unas tetas…

—Al tema, Cheche, que se me va la mañana.

Cheche, que ya tenía las manos ahuecadas para indicar la forma y tamaño de las tetas de la Iris, se paró en seco y volvió a ponerlas sobre la mesa con disgusto.

—Está bien, cortarrollos… El godo se encoñó con la tía, pero no solo eso, sino que le puso negocio, ¿sabes? Una casa allí, en la misma Molino de Viento, más o menos haciendo esquina con Pamochamoso, ¿sabes? Y la otra se lo hacía de madam, y empezó a meter pibas allí. En esa época ya venían pibas de Colombia, pero fue cuando empezaron a venir las africanas y, ya tú sabes: salen más baratas y son más fáciles de controlar, porque las acojonas con que les estás haciendo brujerías y se cagan encima.

—Vale, el madero se trabó con la tal Iris. No será el primer pasma que retira a una puta.

—No, coño, no me entendiste bien, carajo. Lo que te estoy diciendo es que todo estaba a nombre de la Iris, pero el que recaudaba era él, ¿sabes? Todo eso lo sé porque la Sonia era muy amiga de la Iris. De hecho, la Sonia quería trabajar en la casa, pero yo no la dejé. No facturaba tanto como para dar de comer a tanta gente, ¿sabes? Pero, bueno, para no cansarte: el madero hacía de chulo. Eso duró unos cuantos años. Y el tío terminó podrido de pasta.

Me saqué la cartera y la puse sobre la mesa.

—Eso me gusta más. Sigue.

Cheche me enseñó una sonrisilla avariciosa.

—Sigo: todo fue de cojones hasta que a la Iris se le empezó a ir la mano, hizo tratos con gente aparte de Andrade. Sin que él se enterara, se juntó con un mauritano, que por lo visto la traía loca, y se dedicaron a traer pibas de allá, engañadas, ¿sabes?

—Hasta que el otro se enteró —supuse.

—Hasta que el otro se enteró —confirmó el Criminal—. ¿Y cómo se enteró? Pues porque un día la Brigadilla hizo una redada a lo bestia, aquí y en Fuerteventura, y cayeron la Iris y el mauritano y un montón de gente más que tenían currando en los garitos. Sí, porque habían abierto más garitos sin que el madero se enterara: uno en Playa del Inglés y dos en el Majorero, en Puerto del Rosario y Morrojable. En total, tenían como a treinta pibas esclavizadas, viviendo en agujeros de mierda y facturando de día y de noche. ¿Tú te puedes creer? A mí me da ganas de vomitar esa basura miserienta, que se dedica a tratar así a las chiquillas, ¿sabes?

Esto lo dijo como si él mismo no hubiera vivido de prostituir a la Sonia. Aunque es cierto que quizá no fuera lo mismo, supongo que la diferencia entre una cosa y la otra es solo una cuestión de grados. En cualquier caso, las valoraciones morales de Cheche el Criminal me interesaban menos que el manual de instrucciones de un vídeo beta, así que atajé:

—Y el madero se cogió un empute.

—Empute es poco.

—¿La Iris lo amenazó con chivarse?

—Hasta ahí no llego. Pero está claro que el negocio se jodió. Ahora, yo creo que lo que de verdad le tocó los cojones al Andrade fue lo del mauritano. ¿Sabes lo que hizo el tío psicópata? Les pagó la fianza: a la Iris y al mauritano.

—¿Y eso, cómo lo sabes?

—Porque la Iris se lo dijo a Sonia. Según salió, fue a la casa con el mauritano, para recoger lo que la madera no había trincado y pirarse. Por lo visto, tenían pasta guardada no sé dónde. Se iban a ir al día siguiente, tampoco sé adónde. Y la Iris llamó a Sonia para despedirse. Pero no les dio tiempo.

—¿No se fueron? —supuse.

Cheche negó varias veces con la cabeza. Se quedó muy serio, con algo muy turbio detrás de la mirada.

—Los encontraron en la casa. A ella le cortaron el pescuezo. Él estaba ahorcado. La cosa quedó en que la había matado él y luego se había suicidado.

—Eso es lo lógico, ¿no?

—Sí, pero no. Porque todo el mundo lo sabía en el barrio. Que había sido él, ¿sabes? El Andrade.

—Pero nadie dijo nada.

—¿Quién va a denunciar a un madero?

—¿Y entonces, para qué me cuentas toda esta mierda?

El Criminal se encogió de hombros.

—Oh, yo qué sé… Para que veas que el tío es un hijoputa.

—Como si me hiciera falta que me contaras esto tú, subnormal —dije levantándome, cabreado por el tiempo que me había hecho perder con aquel chisme, que tenía la misma utilidad que una leyenda urbana y que resultaría aún menos creíble en caso de querer usarlo contra el pasma.

—A ver, Adrián, fíjate cómo es el rollo: el tío está esperando a heredar de los suegros, que tienen una pata en la tumba. Y resulta que la mujer no sabe que el muy hijo de puta tenía negocios con putas. ¿Te quedas con la movida?

Solté un bufido y volví a guardarme la cartera.

—¿Y qué, Cheche? ¿Vas a ir tú a contárselo a la Policía? ¿O a la mujer? No tienes una mierda.

—Sí que tengo.

—¿El qué?

—Que ahora sabes de lo que es capaz el cabrón ese.

Saqué la cartera por última vez. A Cheche se le hizo la boca agua al verla. Con cuidado, lentamente, extraje dos billetes de diez, los estiré bien y los puse debajo de la copa de coñac. Cuando entendió que no le daría más que esos dos billetes, levantó la copa.