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EL día en que llegué a casa de Tomás —con el bolso de viaje, una caja con libros y esas ganas de pasar desapercibido que tenemos todos al salir del talego—, Gloria procuró ser hospitalaria, pero no le salió bien. Me miró desde detrás de esa cara de besuga paliducha que tiene. Supongo que no puede evitar esa pinta de estar con la regla veintiocho días de cada mes. Cuestión de carácter, lo más seguro. Aunque, en el fondo, la entiendo: si yo tuviera críos en la edad del pavo, lo último que se me ocurriría meter en mi casa es a un pringao recién salido del talego.
A Tomás le debe de haber costado más de una bronca que Gloria me deje estar aquí. Así que me prometí a mí mismo causar el menor número de problemas posible y, a ellos, buscarme un piso en cuanto pudiera.
Después de que Tomás la animase con una mirada, Gloria me dijo que no fuera bobo, que podía quedarme todo el tiempo que quisiera. Intentó parecer sincera, pero no lo consiguió.
Mis sobrinos no son mala gente, pero me recuerdan a mí a su edad. Tienen más peligro que un lansquenete en una cata de vinos. Jennifer (le gusta que la llamen Jenny) es una potrilla de diecisiete años que no consigue disimular su afición a los botellones y los asientos traseros de coches tuneados. Yeray tiene un año menos y unos cuantos tatuajes más que ella. Un candidato perfecto a reemplazarme en el Salto del Negro. Me sonríe con una especie de admiración imbécil.
Sí, me recuerdan mucho a mí. Sobre todo el pibe.
Durante estos años su madre nunca quiso que Tomás los trajera a comunicar, así que solo los conozco por sus comentarios y por las fotos que él me ha ido enseñando. Son dos desconocidos, dos extraños que me caen simpáticos, pero al mismo tiempo me inspiran una profunda misericordia. Es como en un cuento de Rulfo, me basta con echarles un vistazo para saber que acabarán mal: lo llevan en la sangre, en los gestos, en la manera de hablar gritona y muletillera; en la forma de vestir, ella enseñando ese cuerpo carnoso que tiene, él ocultando la fibra nerviosa de su musculatura magra; lo llevan pintado en los rostros hermosos y vulgares. Son dos pobres flores de barrio que se marchitarán antes de abrirse.
Tomás no se merece eso. Puede que Gloria tampoco. Tomás es un currante que ha tenido que bregar toda la vida con el lastre de tenerme a mí de hermano. Y, sin embargo, jamás le oí ni una sola queja. Todo se lo toma con serenidad, sin lamentarse, sin decirte eso de «No me gusta decirte que ya te lo dije, pero ya te lo dije». Él se calla, aprieta el culo y aguanta el tirón. El tirón de dejar los estudios y ponerse a currar con mi padre; de sacar adelante la tienda y terminar de pagar el pastizal que hubo que liquidarle a la familia de Diego; el tirón del cáncer del viejo y de la hemiplejia de la vieja; el de tener que enterrarlos, uno casi detrás del otro, en nichos que yo jamás voy a visitar, porque no soy digno ni de cambiarles las flores. Y, ahora, para rematar la faena, el tirón de tener que fiar por mí con los de Vigilancia Penitenciaria, meterme en su casa y darme un curro en el supermercado, con lo jodida que está la cosa.
Sé que ésta no va a ser la última putada que la vida le haga. Sé que estos pibes también lo llevarán, más pronto que tarde, por la calle de la amargura. Y que, antes incluso, yo voy a volver a cargarle las espaldas con la desilusión y con la culpa y con la vergüenza.
Pero yo tengo que hacer lo que me toca. Lo único que puedo evitar es hacerlo mientras viva bajo su techo. Al fin y al cabo, si he tenido que esperar todo este tiempo para ir a por esos hijos de puta, bien me puedo aguantar un poco más.