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TODO el mundo sabe, aunque nadie quiera recordarlo en voz alta, que, antes de la muerte de Franco, Ernesto Acevedo Blay ya era uno de esos abogaduchos afines al Movimiento que desoyeron los consejos del Caudillo y se metieron en política hasta alcanzar discretos pero influyentes puestos en el escalafón de la tecnocracia. No le resultó complicado: a fin de cuentas, era el vástago primogénito de la última generación de una larga casta de oligarcas aguatenientes, una de las muchas familias de rancio abolengo que no habían dudado en sumarse a la Gloriosa Cruzada del 36.

Todo el mundo sabe igualmente, aunque todo el mundo lo olvida cuando habla en público sobre él, que hasta 1978 no se puso la chaqueta de monárquico, de centrista, de templado demócrata convencido, católico pero tolerante, conservador pero reformista, nacionalista pero europeísta. Como tantos otros, ejerció de paladín de la reconciliación, de la modernización, de la moderación. Formó, pues, parte (y una parte notable) de las fuerzas coadyuvantes a eso que se llamó Transición Democrática, aquel proceso de reorganización de las elites en torno a nuevas fuentes de poder: libertad, pero solo para los liberales; justicia, pero solo para quienes pudieran pagársela; tolerancia, especialmente para los intolerantes. Y todo ello gracias a una amnesia general disfrazada de espíritu fraterno.

El presi, el gran hombre, el hombre del pueblo, el hombre que se ha hecho a sí mismo, el hombre acaudalado y poderoso, pero campechano, asiduo al Estadio Insular y a las romerías, el apasionado colombófilo que convive con las clases populares en las sueltas de palomas, a quien puede abordarse en la calle o en su despacho, porque siempre tiene su puerta abierta para escuchar a sus conciudadanos, aun cuando se haya retirado de la política hace tiempo y ahora solo desempeñe un papel honorífico como presidente de la sede territorial de una fundación que lleva el nombre de su mentor en política, y cuyas funciones no van más allá de colaborar en labores sociales: cuestaciones para la lucha contra el cáncer y las enfermedades raras, recogidas de alimentos o de material escolar para donarlos a las misiones católicas. Pura farsa, mero lavado de cara, pobre caridad disfrazada de solidaridad para que señoras bien y caballeros circunspectos puedan dormir tranquilos entre expolio y expolio.

Y eso me vino de perlas, porque al llegar a las puertas de la mansión de los Acevedo me encontré con que una plaquita indicaba que allí estaba también la sede de la fundación. Observando la fachada, resultaba fácil entender que la construcción de una planta que había en uno de los flancos del edificio era mucho más reciente, aunque el arquitecto hubiese intentado no romper la armonía modernista de la fachada. Entre los dos interruptores que había en la entrada, elegí el que designaba a la fundación. Nadie preguntó quién era. Sencillamente, la cancela se abrió y atravesé los metros de patio que me separaban de la puerta. Allí me esperaba una cuarentona gordita, pulcra y amable que, cuando pregunté por don Ernesto me pidió mi nombre.

—Claudio Román. No me espera. Bueno, de hecho, no nos conocemos personalmente. Pero quería hablar con él porque tengo previsto hacer una donación.

La sonrisa de la gordita se amplió aún más. Me señaló un sofá donde podía esperar y desapareció tras una puerta que debía de dar al despacho del presi.

No hice uso del sofá. En lugar de eso me dediqué a echar un vistazo. De las paredes pendían diplomas y premios concedidos por sociedades filantrópicas, doctorados honoris causa y diversas fotografías más o menos de estudio, más o menos gastadas por el tiempo, más o menos idénticas, excepción hecha de quienes acompañaban a Acevedo. Recuerdo solo unas cuantas: Acevedo con Pepe Dámaso, Acevedo con Mari Sánchez, Acevedo con Adolfo Suárez, Acevedo con el Rey. Estas dos últimas parecían algo más grandes, sus marcos eran de ébano y ocupaban un puesto de honor en el centro de una de las paredes, justo a la altura de los ojos. Junto a ellas (ejemplo de humildad y sencillez) había una en la que, en mangas de camisa, el viejo posaba en un palomar, con un buchón canario en la mano. También había una foto más reciente, de Acevedo rodeado de damas de caridad en una mesa en la que se recogían donaciones para el Domund. La segunda dama a la izquierda del presi era Patricia, menos teñida y más turgente que ahora. Una de sus marinas ocupaba, por cierto, otro puesto de honor al final de aquella misma pared, junto a una puerta que debía de ser la del cuarto de baño.

No hay nada como llegar a un prostíbulo diciendo que tienes dinero para gastarlo en él. La secretaria o ayudante o lo que quiera que fuese de Acevedo regresó feliz como si llevara encajadas unas bolas chinas y me hizo pasar, preguntándome de paso si quería tomar un café o un té. Rehusé el refrigerio, porque eso supondría que en algún momento la gorda irrumpiría en el despacho para servirlo y yo no deseaba nada tanto como tener intimidad con el presi.

Él me esperaba en pie junto a su escritorio, terminando de ajustarse el nudo de la corbata y tirándose de las mangas de la camisa debajo de la americana. Evidentemente, había vuelto a ponerse esa chaqueta y esa corbata al saber que un tarugo con pasta quería verlo para regalársela.

En contra de lo que yo había supuesto, el despacho no era demasiado grande ni lujoso. Delante de una pared completamente ocupada por una estantería repleta de viejos libros de leyes, había un escritorio con ordenador y teléfono, con dos sillas para recibir. A un lado existía una mesa redonda preparada para reuniones. Al otro, un gran ventanal daba al jardín. Eso era todo, si exceptuamos los dos archivadores que había junto al escritorio y otro de los horribles cuadros de Patricia, que convertía el rincón de las reuniones en una puerta al puto infierno.

El viejo se presentó, mostrando su blanca y ordenada piñata, demasiado blanca y demasiado ordenada para ser la dentadura verdadera de un tipo de más de setenta años. Me tendió una mano blanda y arrugada y me ofreció asiento. Sospechando que deseaba que me sentase en la mesa de reuniones (seguramente buscaba una informalidad útil al propósito de esquilmamiento del donante filantrópico), lo hice en una de las dos sillas que había frente al escritorio, lo cual lo obligó a sentarse él al otro lado, en su sillón giratorio.

Desplegué rápidamente la telaraña del camelo, tras esa identidad que ya había inventado para Patricia, pero esta vez me aseguré de incluir que había estudiado en los Jesuitas, con Guillermo.

—Por cierto, ¿cómo está Willy? —me apresuré a añadir—. Hace siglos que no sé nada de él.

—Oh, muy bien. Muy dedicado a la familia. Tiene dos chiquillos. El más grande ya va a la universidad. Derecho, como el abuelo —dijo, con la boca llena de dientes y baba.

—¿Sigue con Veteled? —el viejo hizo gesto de no entender a la primera y, sobre la marcha, lo saqué de dudas—. Willy. La última vez que hablamos, estaba trabajando en Veteled.

Acevedo apartó a Veteled de la conversación con un ademán y una simple frase:

—Ah, no. Esa sociedad se disolvió. Willy tiene ahora una consultoría. No le va mal, teniendo en cuenta cómo está la cosa. Bueno, ¿y en qué puedo…?

El presi intentaba llevarme al terreno de mi presunta donación, pero no lo dejé: lo interrumpí dando un suspiro.

—Ah, cuánto tiempo sin venir a la isla… Uno echa de menos a los viejos amigos… Tengo que llamar a Willy un día de éstos…

—Llámelo. Seguro que le da una alegría.

—¿Tiene usted su móvil?

—Pues claro.

Esto último lo dijo intentando disimular el fastidio. Cogió su móvil con esa mano flaca y temblona que tiene y buscó el número de Willy en la agenda, explicando que desde que existían esos cacharros había perdido la práctica de memorizar los números. Le sonreí el comentario mientras anotaba el número en un papel y me lo daba. Lo guardé, diciendo:

—Lo llamo esta misma tarde, fíjese. Qué pena que no pueda hacer lo mismo con todos. Al pobre Diego, por ejemplo, ya no se le puede llamar.

Acevedo puso la misma cara que habría puesto si le hubieran puesto un cúter en los huevos.

—¿Diego?

—Sí, Diego. Diego Jiménez Darias. Se acuerda de él, ¿no? De hecho, trabajaba con usted.

—Sí, el pobre Diego… —empezó a decir. Pero luego se calló y se me quedó mirando muy fijamente con sus ojillos turbios. Le sostuve la mirada, permitiéndole que averiguara en qué jardín estaba metido. Lentamente, comenzó a comprender que las cosas no andaban en su sitio, que no es prudente permitir que cualquiera entre en tu oficina, sobre todo si viene con el pretexto de firmarte un cheque, porque ya nadie da nada por nada y, en ocasiones, ni siquiera da, sino que viene a quitarte. Y ése era exactamente el caso: yo había venido a arrebatarle a Acevedo el sosiego, la seguridad, la falsamente optimista sensación de que se tiene la conciencia tranquila—. Usted… Usted…

Repitió lo mismo una vez más. Luego se quedó callado, masticando el aire, barruntando y moviendo la mano torpona hacia el teléfono. Decidí que había llegado el momento de hablar en plata, aunque solo fuera para no tener que impedirle entrar en pánico dándole una hostia.

—No se preocupe, que no le voy a hacer nada. Después puede llamar a quien quiera, pero ahora escúcheme. Usted sabe quién soy, ¿verdad? Ande, dígalo: ¿quién soy?

—Usted es el que… Usted es el de Diego, el que le hizo… —masculló.

—Qué desilusión, don Ernesto. Ni siquiera me recuerda el nombre. Adrián. Me llamo Adrián Miranda. Y sí, soy el que andaba con Diego, el que fue a la cárcel por matarlo. Solo que no fui yo quien lo mató.

—¿Cómo que no? Le condenaron y…

—Me condenaron, pero no fui yo.

Hice una pausa, para permitirle que preguntara quién se suponía entonces que había sido. Pero eso no le interesaba una mierda. Le interesaba más bien, otra cosa:

—¿Qué es lo que quiere? ¿Quiere dinero?

Solté una carcajada.

—Por mí, su dinero lo puede emplear en cosas mejores: poner una escuela en África o metérselo en el culo. Eso me da igual. Lo que quiero es otra cosa.

—¿Qué?

—Justicia. Quiero justicia y la voy a tener. Porque me comí un marrón que no era mío.

Otra vez movió la zarpa hacia el teléfono. Lo disuadí levantándome y sentándome a medias en mi lado de la mesa, dándole el perfil y apoyándome en una mano que puse junto al aparato. Acevedo no es tonto: un septuagenario escuchimizado contra un tipo como yo no tenía ni una sola oportunidad, así que dejó la mano quietecita y se echó hacia atrás en el asiento, por si las moscas.

—Me pasé veintitantos años pensando que a Diego lo habría matado algún yonqui, para robarle, o algo así. Pero hace poquito me he venido a dar cuenta de que no: de que la ruina me la echó encima un madero. Muy amigo suyo, por cierto: José Luis Andrade Ruiz.

Puso cara de póquer. Me obligaba a refrescarle la memoria.

—José Luis Andrade Ruiz. El marido de Margarita Fuentes de Leza y Ossorio, la prima de su mujer. Ellos, el madero y doña Margarita, tenían una empresa que se llamaba Ansorio, que participaba en Veteled. Si todavía no cae, le diré que tiene una foto con una hija suya ahí al lado, en el vestíbulo, y un cuadro de los de ella al lado de la puerta del baño. Y otro ahí mismo. Ya sabe a quién me estoy refiriendo, ¿verdad?

Asintió.

—Pues me enteré de que este hombre fue el que me buscó la ruina. Entonces, empecé a preguntarme qué le había hecho yo, por qué cojones me hundió en la miseria. Y, ¿a que no sabe qué? A cada paso que doy para enterarme, más me acerco a Willy, a usted y a esas empresas con las que todos ustedes se hicieron de oro en la época en que usted era presidente. ¿Qué le parece la vaina?

—No sé lo que está pretendiendo usted decir…

—Lo que pretendo decir es que ustedes estaban muy interesados en que me culparan a mí. Así que seguramente quien lo mató lo hizo por encargo de ustedes.

—¿Y por qué iba a querer nadie de mi entorno…? Quiero decir: ¿por qué íbamos a querer hacerle nada malo a Diego? Diego era para mí como un hijo, era un cacho de pan…

—Creo que ésa es la única verdad que ha dicho usted en muchos años. Diego era un cacho de pan, un tío de puta madre. Y sabía mucho de los asuntos de usted. Lo guardaba todo en un maletín que llevaba siempre. Y no me extrañaría nada que se enterara de algo muy chungo que tuviera que ver con los negocios de la familia. ¿O me equivoco?

—Se equivoca de cabo a rabo, señor mío —dijo con una indignación tan impostada como ridícula—. Los negocios de mi hijo y del resto de mi familia, incluida mi prima y su marido, son de una probidad que…

—Pare el carro ahí —lo corté. Había pronunciado la palabra «probidad» con una solemnidad tan falsa, tan gastada y tan vieja como la propia palabra. Me produjo asco y lástima al mismo tiempo—. No hace falta que me suelte discursitos, que no está hablando con ningún periodista. Y tampoco hace falta que venga a intentar vacilarme ni a decirme de qué color es la cabra, porque los pelos de la cabra los tengo yo en la mano y ya sé perfectamente de qué color es.

El viejo sacó pecho:

—¿Y entonces? ¿Para qué vino? ¿Qué quiere? ¿Dinero? ¿Amenazarme?

—No necesito amenazarlo. Solo vine para verle el jocico y decirle en la cara que sé quién coño son ustedes en realidad; que no me engañan con el rollito de la apariencia honorable y las obritas de caridad; que sé lo que hicieron y que voy a tirar de la manta —hice una cruz con los dedos y le di un sonoro beso—. Por éstas. Por los huesos de mi madre, que se murió con un hijo en la cárcel, le juro que voy a tirar de la manta y los voy a dejar a todos ustedes con el culo al aire.

Fue lo último que le dije antes de irme, dejándolo con cara de espanto y la mano nuevamente acercándose al teléfono.