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EN la mañana del lunes 13 de junio de 1988 la asistenta encontró el cadáver de Diego Jiménez Darías en el salón revuelto y desordenado de su casa de Santa Brígida. La víctima había sido golpeada y apuñalada hasta la muerte.
Faltaban en la vivienda algunos objetos de valor, así como una fuerte suma en efectivo. Tampoco estaba en el garaje el automóvil de Jiménez, un Saab que poco después fue abandonado en las afueras.
Adrián Miranda Gil, convertido inmediatamente en el principal sospechoso, sería localizado y detenido un mes más tarde.
Miranda Gil no solo era un joven drogodependiente que ejercía esporádicamente la prostitución, sino que, con anterioridad, había sido vinculado con pequeños hurtos y varios delitos de robo con violencia. Sus huellas digitales aparecieron en el arma homicida (un cuchillo de cocina de grandes dimensiones) y en el automóvil de la víctima.
Durante el juicio, celebrado en Las Palmas de Gran Canaria en 1991, trascendieron algunos detalles escabrosos que resultaron muy suculentos para los medios sensacionalistas. Al parecer, los dos hombres se habían conocido en 1984, en un monasterio de la Orden de San Benito donde Jiménez, antiguo postulante, hacía un retiro espiritual y Miranda intentaba (al parecer infructuosamente) desengancharse de las drogas. La víctima acogió en su casa a quien se convertiría en su verdugo e inició con él una turbulenta relación sentimental que se prolongó, con altibajos, hasta el fatal desenlace. Todo esto, unido a la notoriedad del puesto que ocupaba Diego Jiménez Darias en la política grancanaria, pues era ayudante personal de Ernesto Acevedo Blay y amigo íntimo de su hijo Ernesto, dotó al suceso de una enorme repercusión mediática.
Finalmente, Adrián Miranda Gil fue condenado a 29 años de reclusión y al pago de cinco millones de pesetas a la familia de Diego Jiménez, a la sazón su madre y una hermana que residían en Cantabria.
Anselmo Quintana Sánchez:
Historia del crimen en Canarias (1940-2012).