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ULRIKE Meinhof fue enterrada sin su cerebro. Durante su autopsia, alguien se lo extrajo y lo conservó. Un día, muchos años después de su suicidio en prisión, un científico mediocre telefoneó a una de sus hijas y le contó que tenía sobre su mesa de trabajo dicho órgano, el cual estaba diseccionando para encontrar, según decía, la raíz de la crueldad más absoluta.
Por los lazos del demonio he venido a acordarme de Ulrike Meinhof y su cerebro mientras estoy aquí, tomando un té helado en el Quiosco Modernista del parque de San Telmo. Desde la terraza, que está en una esquina del parque, la opuesta a la ermita, veo a la gente transitar entre el distrito comercial y la estación de guaguas; a los pibes reuniéndose en grupos en distintos bancos según pertenezcan a una tribu urbana u otra (emos en uno; siniestros en otro; eskateros algo más allá); a los viejos que ocupan los bancos restantes, alimentando palomas o quejándose del precio de las lechugas; puedo ver, incluso, a las familias que van y vienen de la zona acotada destinada al ocio infantil. Cualquier otro hubiera disfrutado del paisaje y el paisanaje: la gente que pasea hermosos perros, las pibas y pibes no menos hermosos que se apresuran para no perder la guagua, los laureles de indias y las palmeras que dan sombra a las parejitas tumbadas en la hierba, las palomas que se acercan a las mesas de la terraza sin temor alguno, como ratas con alas que vienen a reclamar el impuesto revolucionario de las migas del bocadillo, los gorriones que vuelan entre los árboles, la luz que baña el Quiosco de la Música allá, en el centro del parque.
Yo, sin embargo, pienso en Ulrike Meinhof, una periodista alemana de izquierdas que acabó militando en la Rote Armee Fraktion, la Fracción del Ejército Rojo, un grupo terrorista de extrema izquierda liderado en un principio por Andreas Baader y que acabó llamándose la banda Baader-Meinhof.
¿Qué es eso de la crueldad más absoluta? Ulrike no era una asesina en serie, no era una sádica, no era un monstruo. Era solo una periodista progre que se dejó llevar por el ideal ismo, ayudó a fugarse a Baader de prisión con la excusa de una entrevista y acabó uniéndose a la RAF, abandonando a su marido burgués y a sus pequeñas hijas. Por supuesto, Meinhof y su grupo causaron mucho dolor. Pero, para ellos, matar no era un fin, sino un medio, un mal necesario. Igual que para cualquier otro grupo armado, para cualquier ejército, para cualquier Estado en el que exista la pena de muerte.
Así pues, ¿qué era aquello de buscar en su cerebro la crueldad más absoluta? ¿Acaso existe algo así, una predisposición innata a la crueldad? Y, si existe, ¿es el cerebro el sitio donde habría que buscarla?
Conozco a muchos criminales. Por una prisión pasa mucha gente en veinte años. Bien es cierto que a la cárcel, en realidad, no van los malotes, sino los malotes que no tienen dinero. La mayoría de los de allí eran tipos que trapicheaban, choricillos a los que se les acumulaban las causas. Pero también he conocido a asesinos, a secuestradores, a violadores, a pedófilos. Muchos tenían una natural inclinación a la violencia, pero en ninguno de ellos parecía haber una especie de predisposición genética a hacer hijoputadas. No conozco a ninguno para quien sus crímenes fueran un fin. Para todos ellos suponían un medio. Quizá uno comienza a convertirse en criminal en el momento en que ve a las demás personas como medios y no como fines; cuando comienza a pensar en que para conseguir lo que uno quiere (dinero, poder, satisfacción sexual o que te dejen dormir tranquilo) vale la pena hacerles daño.
La crueldad más absoluta no existe, porque la crueldad es más una consecuencia que un motivo y, sobre todo, porque siempre se puede ser aún más cruel.