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EL estudio está en Vegueta, cerca de la plaza de Santo Domingo, una zona con poco tráfico, muchas familias patricias y bastantes bufetes de abogados. Ése es el barrio colombino: una zona de edificaciones criollas de antes de que existiera el criollismo donde cuatro viejas sagas de aristócratas venidos a menos o aliadas con una burguesía comercial igualmente decadente conservan los caserones que no han sido ocupados por picapleitos.

Subí dos tramos de escaleras de madera de nogal hasta llegar a la puerta donde Patricia me esperaba, vestida con una falda amplia de color rojo y una sencilla camisa de seda de un tono que creo que llaman blanco hueso, y que se transparentaba. Llevaba el pelo recogido, carmín y sombra de ojos y olía a vainilla. Me saludó con una sonrisa amplia, un beso en la mejilla y una invitación a pasar tan meliflua que se quedó flotando en el descansillo como una nube de sándalo.

El estudio era en realidad una vivienda con suelos de parqué de madera, techos altos y grandes ventanales, en la que flotaba un denso y no del todo desagradable efluvio a trementina. El recibidor daba a una estancia donde había un sofá y una mesita. Más allá, comunicaba con una cocina y un pequeño cuarto de baño. No había dormitorio, pero el sofá se convertía en una cama, en caso necesario, tal y como Patricia sugirió de pasada. La habitación principal, la que en su momento debió de ser el hall, era la que albergaba realmente el taller.

En el centro un caballete mostraba un lienzo que estaba a medias y que había sido colocado de forma estratégica para que yo lo viera nada más entrar. Cuando estuviera acabado, representaría la silueta de una mujer desnuda, tumbada sobre un canapé, dando la espalda al espectador. Absurdamente, el canapé se encontraba situado en una playa de arena rubia y toda la parte superior del cuadro estaba ocupada por el mar.

Los óleos apilados contra la pared cercana, y que Patricia procedió a mostrarme, eran similares: desnudos masculinos y femeninos, individuales o colectivos, localizados en camas, canapés y sofás que alguien había plantado en la playa. Llamaba la atención que la diletante se las hubiera arreglado para que no aparecieran nunca los genitales de sus personajes: ni un atisbo de chichi, ni una sombra de pene, ni un pelo de coño; todo escorzos de caderas, hombros, piernas y nalgas, atributos de una perfección que los situaba en el reino de lo irreal.

Me explicó que esa serie era un paso más, que representar a la naturaleza no le resultaba suficiente, que quería buscar algo que ella denominaba la magia de los cuerpos, que Dalí y Juan Ismael la inspiraban. Pensé que Dalí o Juan Ismael, de haber podido estar en mi lugar, después de ver aquellos horrores, se la hubieran puesto en el regazo y le hubieran dado una buena azotaina en su glorioso culo.

Sin embargo, fingí, porque era lo que me tocaba, que los cuadros me interesaban. Aparté uno de ellos, lo situé de forma que pudiera verse desde la entrada al estudio y le dije que quería familiarizarme con él, dejar que me hablara. La muy lela se lo creyó y permaneció junto a mí mientras yo me quedaba allí, parado a unos metros de la pintura, mirándola durante minutos y minutos eternos. Esperé a que fuera ella quien rompiera el hielo y me ofreciera un té en el recibidor. Le dije que encantado.

Cuando volvió con la bandeja del té, se quedó extasiada al ver que yo había apoyado el cuadro contra la pared que había frente al sofá y que continuaba mirándolo. Era un óleo sobre lienzo que representaba a una pareja que se daba la mano frente a un mar de tonos azules que iban desde el celeste al azul índigo. Los cuerpos, claro está, eran esculturales, sin una sola arruga ni indicio de grasa, celulitis o estrías y el color de su piel era acaso lo menos conseguido del cuadro, porque se trataba de un beige que se oscurecía progresivamente hasta llegar al anaranjado en los contornos de las siluetas. El cielo era de un colorado tan chillón que me daban ganas de arrancarle el hígado a alguien a dentelladas. En general, el puto cuadro me hería los ojos, pero conseguí disimularlo.

Patricia se sentó a mi lado, sirvió el té —un té negro que apestaba a canela y cardamomo— y me pidió que le contara algo más acerca de mí. Le conté poquito, pero entre lo que le conté había un dato que me venía muy bien: que solo estaría en Las Palmas hasta el lunes siguiente. Luego le devolví la pregunta y ella peroró durante un buen rato acerca de estudios de Historia del Arte que no concluyó, de sus dos hijas, que eran su pasión sobre todas las cosas, de algunas temporadas pasadas en Londres cuando era soltera, ciudad a la que volvía siempre que podía, porque era, también, una de sus pasiones.

Me pregunté si entre tanta pasión por sus hijas, por el arte, por la magia de los cuerpos y por Londres, quedaría un poco de pasión para su marido. No lo había mencionado ni una sola vez. Cuando le tiré de la lengua, contó que él era arquitecto para un ayuntamiento (no dijo cuál) y que solía estar muy ocupado. Además, casi veinte años de matrimonio desgastan bastante, aunque les iba bien, a su manera. Como ella estaba llevando las cosas directamente al terreno que ambos sabíamos que acabaríamos pisando, y como ya eran casi las seis de la tarde, esperé a que explorara solo un par de lugares comunes más y, sin previo aviso, me puse en pie fingiendo admirar el cuadro.

—¿Qué? ¿Ya te habla? —la escuché decir desde su sitio en el sofá, con algo de burla en el tono.

Ésa era la mía. Me volví con aire interesante y me aproximé adónde ella estaba, asintiendo.

—¿Y qué te dice? —preguntó con una voz suave como un descorrerse de edredones.

Me senté a su lado, con una rodilla doblada debajo de mí y el brazo apoyado en el respaldo, muy cerca de ella.

—Me dice que tienes muchas cosas que decir, pero que no tienes a quién contárselas.

Lo demás fue pan comido. Susurrarle unas cuantas chorradas más y dejar que se impusieran un par de silencios mientras me acercaba a ella, oler el aire dulzón que había cerca de su cuello y buscarle los ojos y el aliento, echar hacia atrás la cabeza a su primera tentativa y luego comenzar a olisquearla de nuevo hasta que ya no pudo más y se abrió como se abren las jareas.

Le gusta follar fuerte, que le digan porquerías, que le den alguna cachetada suave y la trinquen por el cuello, pero, al mismo tiempo, me advirtió que no debía dejarle marcas, lo cual me confirmó en mis sospechas de que no era la primera vez que le ponía los tarros al marido. Demasiado atenta a los detalles, demasiado lanzada, demasiado calculadora para una primera vez.

Una hora más tarde ella reposaba boca abajo en el sofá, desnuda. El olor de la vainilla y la trementina se habían mezclado ya con el de mi semen y su sexo. Fui a la cocina, bebí un vaso de agua y volví. No me tumbé: me arrodillé en el suelo y me dediqué a acariciarle con dos dedos la espalda sudorosa arrancándole algunos suspiritos.

—¿No me lo vas a preguntar? —dijo.

—¿El qué?

—Si ha estado bien, Claudio. Todos los hombres preguntan lo mismo.

—No me hace falta.

Eso provocó que se incorporara haciéndose la escandalizada y me propinara un falso bofetón.

—¡Serás bobo y creído!

Después se rio, cogió de la mesa el paquete de cigarrillos, me dio uno, tomó otro, encendió ambos y se sentó. Me quedé allí, con la cabeza cerca de su rodilla, entreviendo su coño rosado, afeitado, seguramente para la ocasión.

—Desde que te vi en la exposición supe que serías así —le dije.

—¿Cómo?

Por la cabeza se me pasaron varias palabras, como guarrilla, ramera aficionada o puta de garrafón, pero finalmente elegí una que la halagara.

—Desinhibida. Eso me gusta: probablemente, el único espacio de libertad que nos queda es éste.

Asintió, exhalando una larga bocanada.

—Pero tú no puedes disimular que eres un animal sexual, chiquilla. Aunque en la sociedad seas una auténtica dama.

—La mujer perfecta: una dama en la sociedad y una puta en la cama —bromeó—. ¿Quién lo dijo? ¿Henry Miller?

—Me da igual, pero es una verdad como un puño. —Le di algunos besos sueltos en la rodilla. Cambié de postura y, como si sintiera curiosidad, le pregunté—: Oye, el otro día estaban tus padres allí, ¿verdad?

—Sí. No se lo hubieran perdido por nada del mundo. La verdad es que mi madre es la que más me ha animado. Esta casa es suya. Y mi padre también me ayuda mucho. Se encarga de negociar las ventas. Es una especie de marchante aficionado.

—Y al señor que vino justo antes de irme yo, lo conozco de algo, pero no sé de qué.

—¿Neto? ¿Cómo no lo vas a conocer, hombre? Ernesto Acevedo Blay. Fue presidente, en los ochenta. ¿No te acuerdas?

—Ah, claro. Acevedo. Ya decía yo.

—Mi madre y él son familia. Bueno, familia lejana: los Fuentes de Leza están emparentados con los Ossorio. La mujer de Neto, Fina, que en paz descanse, era Ossorio de primer apellido.

La verdad es que me la sudaba el árbol familiar de los Fuentes de Leza, de los Ossorio y de la madre que los parió a todos. Lo que me importaba era la relación que había entre el madero y el presi.

—Se lleva muy bien con tu padre, ¿no? Vamos, le hizo un recibimiento, que…

—Ah, sí, son muy amigos, desde siempre. Desde mucho antes de que se metiera en política, cuando Neto se dedicaba al Derecho. Fue un gran abogado, ese hombre, por lo que mis padres han dicho siempre: un fuera de serie. Pues desde esa época eran amigos, cuando papá vino destinado aquí. De hecho, él los presentó.

—¿A quiénes?

—A mis padres. Fue Neto quien los presentó.

A lo largo de la conversación mis manos habían ido abriendo suavemente sus piernas, acariciando las caras interiores de sus muslos. Ella, al mismo tiempo, había ido arrimando el culo al borde del asiento. Ahora estaba despatarrada, con las plantas de los pies apoyadas en el filo de la mesita y mi cara muy cerca de su entrepierna. Le quité el cigarrillo y, como había hecho con el mío, lo dejé en el cenicero. Luego continué olisqueándole el sexo; aquel tufillo evocaba al mar bastante mejor que sus cuadros de mierda.

—Oye —me dijo—, la verdad es que me corta un poco el rollo hablar de mis padres mientras haces eso.

—Entonces, mejor dejamos de hablar de tus padres.

Lo dije sinceramente. Ya tenía lo que quería. Hacía más de veinticinco años que no me comía un coño. Y el de Patricia es un coño de primera división. Así que me dejé de interrogatorios y zambullí mi cara en aquella almeja que me llamaba como una sirena y que se había abierto y humedecido al contacto con mi aliento. Sabía que después la Patri sería buena chica y me devolvería el favor.