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TOMÁS me pagó religiosamente desde que comencé a trabajar con él. Yoli no me cobraba un alquiler demasiado alto. Gastaba algo en gasoil, en tabaco, en café, en libros, pero nunca demasiado. Así, siempre había un dinerillo con el que podía contar.

Con parte de ese dinero me fui de compras y renové el guardarropa: unos pantalones chinos, unos zapatos de color marrón, un par de camisas (estaban de oferta) y una buena chaqueta. Esto fue lo más caro, pero valía la pena, porque era una americana de sport color tabaco que podría ponerme tanto para ir elegante como con unos vaqueros de diario.

Por último, el día antes de la exposición, alquilé un coche. Como tenían una oferta, pude sacar del rentacar un bonito Opel Astra de color gris de conducción suave al que me costó acostumbrarme, porque ya estaba hecho a la brusquedad de cambios y la suspensión asnal de la furgona.

Me corté el pelo en una barbería de la calle Ripoche. Ya casi no quedan barberías en la ciudad; ahora son todo peluquerías de caballeros o unisex, pero aún existe alguna como ésa de Ripoche, esos recintos pequeños donde los viejos se reúnen a charlar entre el olor a Floi’d y a pelo recién cortado. Me hice un buen corte y, además, pedí que me arreglaran la barba. Salí de allí hecho un Geyperman.

Volví a casa y me di una buena ducha, frotando bien para sacarme el olor a carnicería. De lo que se trataba era de parecer uno de esos tipos que no han hecho un trabajo manual en su vida. Sobre las siete y media lo había conseguido y me miré al espejo con algo de orgullo: aquel tío de la americana y los pantalones planchados con raya, aquel tipo erguido que me miraba con serena virilidad, con seguridad casi burocrática desde el otro lado del cristal, era yo. O, más exactamente, era el hombre que yo hubiera podido ser si hubiera tomado la dirección adecuada. Y lo peor era que ese tipo casi me gustaba, cosa que no me ocurre con el hombre que soy normalmente.

Al salir del apartamento me crucé con Candi, que volvía del trabajo. Aún llevaba gafas de sol, pero casi le había desaparecido el moratón del ojo izquierdo. O quizá era que el maquillaje lograba disimularlo bien. En todo caso, jamás habíamos hablado sobre aquel morado, ni sobre las broncas con Blas. No era una actitud hipócrita, porque ella sabía que yo no soy sordo; solo nos limitábamos a obviar el asunto.

Nada más verme, se quedó boquiabierta y alzó las cejas.

—¡Vaya! ¡Qué guapo vas, hombre!

Le di las gracias, casi tartamudeando.

—¿Quién es la afortunada? —preguntó, con coquetería de barrio.

Por un momento no supe qué responder. Luego, seguramente colorado como un tomate, dije:

—No hay afortunada, reina. Tengo un compromiso.

—Jo, pues es una lástima, mi niño.

—¿Cómo?

—Que es una lástima que nadie vaya a disfrutar hoy de eso.

Seguí andando hacia el corredor, mientras ella metía la llave en su cerradura, y dije:

—Bueno, la noche es larga.

—Vale, pero si se te hace demasiado larga, cuenta conmigo, que no tengo plan —dijo, en actitud de darlo todo, antes de soltar una risita.

Me detuve y me volví un momento a mirarla. Le lamí el cuerpo con los ojos, desde los tobillos que sobresalían de sus zapatos de plataforma hasta los hombros desnudos, pasando por aquellas piernazas que mostraba la minifalda, por la camisilla ceñida a la cintura y los pechos rotundos. Ella también se había quedado quieta, con la mano en el pomo de la puerta y mostrándome un falso perfil que exhibía el poderío animal que despedía.

—Cualquier día te voy a tomar la palabra —repuse, entre bromas y veras—, y seguro que me vas a decir que era broma.

Se dio un suave mordisco en el labio inferior y luego dejó un momento la boca entreabierta, antes de decir con voz de leona sesteante:

—Prueba a ver. Igual te llevas una sorpresa.

Le guiñé un ojo y le dije hasta luego. Cuando entré en el ascensor, aún no había cerrado la puerta.