46
VOLVÍ a casa poco después de anochecer. Ya había obtenido todo lo que había ido a buscar allí y Patricia tenía que ir a recoger a las niñas, que estaban en clases de vete tú a saber qué. Para asegurarme de que volvíamos a tener contacto, salí de allí con su número de cuenta corriente para ingresarle una paga y señal por el cuadro. El adefesio valía seiscientos. Yo le ingresaría cien. Ella insistió en regalármelo en ese mismo momento, pero le dije que no, que ciertas cosas no debían mezclarse y que me quedaría más tranquilo si hacíamos las cosas como había que hacerlas.
Nada más llegar, me di una ducha tibia, me preparé una buena tortilla de papas y comencé a comérmela, viendo un programa de telerrealidad. Quería cenar temprano y meterme en la cama. Por un lado, había tenido más sexo en cuatro días que en los últimos seis meses. Por otro, quería madrugar para comenzar a seguir a Andrade. Mientras veía cómo unos polis yanquis vestidos con trajes baratos y corbatas imposibles investigaban el asesinato de un camello negro a manos de otros camellos negros, comencé a hacer cábalas sobre la relación entre Andrade, Ernesto Acevedo y lo que podía haber ocurrido hacía veinticinco años. Me faltaba, sin embargo, un eslabón que los relacionara con el famoso bizco, de quien no sabía ni el nombre. Y yo quería asegurarme de que no me equivocaba.
Debió de ser más o menos entonces (en ese momento en que pensaba en que debía asegurarme antes de hacer nada), cuando llamaron a la puerta. Estaba en pantalones cortos y sandalias. Me puse una camiseta antes de ir a abrir, creyendo que era Candi. Pero me equivocaba.
Eran dos y parecían salidos del programa que estaba viendo, solo que no eran yanquis, no llevaban corbata y su ropa era aún más barata. Uno de ellos no llegaba a los treinta. Era musculoso, pero algo pálido, con uno de esos rostros de barbilla cuadrada, bien dibujado, que lucía un afeitado perfecto, bajo un casquete de pelo negro y rizado que me recordó al pelo de un clic de Playmobil. Iba en vaqueros y camiseta, sobre la cual llevaba una camisa abierta y con los faldones colgando, a la hawaiana. El otro tendría mi edad y no era tan fornido. Su ropa era algo más formal: pantalones chinos de color negro, un polo de color verde oscuro, bajo una chaqueta de sport de color canela. Tenía la mirada de los perros viejos y, evidentemente, el pelo que le faltaba lo había perdido pateando la calle. Se llamaba Alonso (no sé si era su nombre o su apellido). Del nombre del otro ni me acuerdo. Después de que me preguntaran si yo era Adrián Miranda Gil, casi no hizo falta que se identificasen, porque apestaban a madero. Conozco bien a los monos. En el fondo, si les facilitas el trabajo y pareces colaborador, te los quitas de encima rápidamente. Por eso los invité a entrar antes de que me lo pidieran. Dieron las gracias, muy educaditos, y pasaron al cuarto de estar, echando rápidos vistazos a su alrededor. Sé que les sorprendió que aquello estuviera limpio, que les llamó la atención el bolso de viaje, en un rincón. Empecé a preguntarme si estaban investigando la desaparición de Felo, si sospechaban de mí, si Nono el Batata se había ido de la lengua. Hasta llegué a pensar que Marín o la propia Yoli me habían hecho una jugada. Eso era inconcebible, pero cuando dos maderos se presentan en tu casa a las nueve de la noche, eres capaz de pensar cualquier cosa.
Les ofrecí el sofá y ambos tomaron asiento, uno junto al otro. Yo utilicé una silla, que situé enfrente.
—Ustedes me tendrán que disculpar el desorden. Estaba cenando.
—Oh, no lo vamos a entretener mucho —dijo Alonso, que era, evidentemente, el que llevaba la voz cantante. Hasta ese momento, no me había fijado en que llevaba una pequeña carpeta. Ahora la abrió sobre la mesa, junto a la tortilla, que se iba enfriando en tanto él fingía ser cortés—. Solo queremos comprobar una cosita.
—¿Les apetece algo? ¿Un café? ¿Un refresco?
—No se moleste, gracias.
—No es ninguna molestia. Enseguida…
Hice ademán de levantarme, pero el más joven me cortó con la mirada, un gesto de la mano y un «no» que sonó a insulto. Me quedé quieto, intentando mantener la calma mientras Alonso consultaba los papeles. Uno de ellos era una fotocopia del impreso que yo había rellenado en el rentacar. Alonso leyó en voz alta el número de la matrícula. Después me preguntó:
—Ése es el coche que tiene usted alquilado ahora mismo.
Solté una risita y dije:
—Se va usted a reír, pero no sé la matrícula de memoria. ¿Es un Opel Astra gris?
—Eso es.
—Pues será ése. ¿Por qué? ¿Hay algún problema con ese coche?
—No exactamente. Vamos a ver, según los datos que tenemos, usted matriculó a su nombre otro coche hace unos meses, una Seat Trans…
—Sí, señor. Una Trans vieja. Era de mi padre y mi hermano me la dio cuando salí de prisión. Porque, seguro que ustedes saben que salí de la cárcel este año, ¿verdad? Que estoy en libertad condicional.
Ambos asintieron. Alonso dijo:
—Sí, lo sabemos. Sabemos cuánto cumplió y por qué. Hemos estado hablando esta tarde con su educador.
—Entonces sabrán que no falto a una sola cita, que tengo trabajo y que no me meto en líos.
—Efectivamente, algo así nos dijo.
—Pues no entiendo. ¿Está prohibido que alquile un coche?
El joven se puso en pie. Evidentemente, jugaban al poli bueno y el poli malo, pero no debían de haber ensayado mucho.
—No se trata de eso —prosiguió Alonso—, pero me gustaría preguntarle una cosa: ¿por qué, teniendo una furgoneta, alquiló el Opel?
—¿Miró la matrícula de la Trans? Es del año del gofio y está hecha polvo. El otro día me dejó tirado y, como justo cogía unos días de vacaciones y pensaba irme a Playa del Inglés, alquilé un coche. Además, me daba hasta vergüenza ir al hotel con ese cacharro.
El joven curioseaba ahora los libros de las estanterías. Aquel tipo se comportaba como si tuviera hormigas en los calzoncillos. Cuando me levanté y fui adónde estaba el bolso de viaje, estuvo a punto de saltar. Saqué de la bolsa un folleto del hotel, se lo di a Alonso y volví a sentarme. El poli le echó un vistazo y yo comenté:
—He ido ya un par de veces y me relaja bastante. Está bien situado, es barato para ser un tres estrellas y la piscina es cojonuda. A lo mejor me voy este fin de semana otra vez.
Hizo ademán de devolverme el folleto, pero le hice un gesto con la mano.
—No, hombre, quédeselo, por si le apetece ir con su señora. Es gay friendly, pero también van parejas convencionales.
Con algo parecido al disgusto (supongo que gay friendly no es el término favorito de un madero cuarentón), lo añadió a los papeles que tenía en la carpeta. Por supuesto, harían una llamada al hotel para comprobar mi historia.
—Bien, eso fue el fin de semana. Pero ¿qué hizo el jueves por la noche?
Fingí hacer memoria.
—¿El jueves pasado? Fui a una exposición. En el Club Náutico. Una exposición de pintura.
—Vaya, vaya —dijo el joven, aún junto la estantería, dirigiéndose a su compañero—. Parece que ha resultado un tipo de gustos refinados.
—Digamos que en la cárcel me di cuenta de que me había equivocado mucho en la vida —procuré remedar esa dignidad que solemos tener todos los que hemos comido trullo y miré de frente al chiquillaje—. Yo no seré rico ni tendré gran cosa, pero al menos estudié todo lo que pude. No perdí el tiempo. Pero, vamos a ver si entiendo todo esto: ¿hice algo malo? ¿Los expresidiarios no podemos ir a exposiciones o qué?
El tipo dio dos pasos hacia mí, pero se contuvo a tiempo, a una señal de Alonso, que me apeó el tratamiento y dijo:
—Pasa que no es casualidad que fueras precisamente a esa exposición. Pasa que después estuviste siguiendo a alguien. ¿O no?
Ahí se había destapado el caldero. La visita no era oficial. De haberlo sido, esa conversación hubiera estado teniendo lugar en Comisaría. Lo que ocurría, más bien, era que Andrade se había dado cuenta de que lo seguían y que debió de anotar la matrícula y pedirle a algún antiguo subordinado que olisqueara por ahí. Así que yo debía jugar bien mis cartas, mezclar en mi actuación la ignorancia, la sorpresa y la indignación por ser objeto de un abuso.
—No tengo ni puta idea de lo que quiere decir.
—Esa lengua —dijo el joven.
Sin alzar la voz, repuse:
—Me parece que en mi casa tengo derecho a hablar como me pete. Ahora, si me están acusando de algo, vamos a Comisaría, me acusan y yo llamo a mi abogado para que se entienda con ustedes. ¿Le parece mejor?
—Bueno, vamos a ver si nos calmamos todos —dijo Alonso, al ver que el otro daba otro paso más—. Adrián, ¿de quién era la exposición?
—De una pintora nueva, una tal Patricia Andrade. Nada del otro mundo, por cierto.
—Vale. Las críticas, para el periódico. Lo que quiero saber es si no te suena de algo ese apellido.
Me encogí de hombros. Ellos intercambiaron una mirada. Estaban comenzando a morder el anzuelo.
—Dejemos eso aparte, Adrián. ¿Qué hiciste después de la exposición?
De nuevo fingí pensar.
—Me fui del cóctel enseguida. Ya le dije que aquello no me interesaba. Y yo ya no bebo. Bajé a Alcaravaneras y di una vuelta. Luego cogí el coche y me fui a comerme un cachito de tarta.
—¿Dónde?
—En Santa Brígida.
Otra vez se miraron, esta vez muy sorprendidos.
—¿Y por qué tan lejos?
Di un bufido.
—No sé. En Santa Brígida hay un restaurante que hace unas tartas cojonudas. Me acordé y se me antojó. De vez en cuando, me pasa eso: me acuerdo de cosas que he estado años sin hacer y voy y las hago.
—¿Cómo fumarte un boliche? —preguntó el joven.
Le eché una mirada de desprecio. Esta vez no fingía.
—No, como comerme un dulce o ir a una exposición de pintura o conducir hasta la Cumbre o irme a Sardina del Norte para ver atardecer. Alguna de esas cosas que no pude hacer durante los veinte años que me comí a pulso.
—O ir a hoteles de bujarrones… —apuntó.
—Gay fiendly, si no le importa. El término «bujarrones» me lo reservo para ese tipo de gente que viene a olerte el culo en tu propia casa.
El machango fue a contestarme algo, pero Alonso volvió a cortarle el rollo. Incluso soltó una sonrisilla, que le devolví, diciéndole con la mirada que, después de todo, el otro se había buscado esa respuesta. Luego les vi en la cara que estaban pensando que se habían salido del plato, que se habían equivocado, así que elegí ese momento para ponerme en pie.
—Y me parece que ya han preguntado bastante sin contarme ustedes nada. ¿A qué viene todo esto? ¿Qué se supone que hice el jueves?
Alonso se puso en pie, cerrando su carpeta. El joven se volvió hacia la puerta.
—Te ruego que nos disculpes, Adrián. Me parece que esto ha sido un error, pero teníamos que comprobarlo.
—No, párese ahí un momento. Yo he contestado a todo lo que me preguntaron.
El tipo casi me dio pena. Parecía realmente avergonzado. Se miró las puntas de los pies y dijo:
—Bueno, el jueves pasado parece ser que se dio una casualidad. Resulta que una persona de las que fueron a la inauguración pensó que la estaban siguiendo. Y, como al comprobar la matrícula, salió tu nombre…
—¿Y qué, que saliera mi nombre?
—Que era una persona relacionada con tu causa. Vamos, que esta ciudad es chica, qué se le va a hacer. Eso es todo…
—¿Quién?
El otro ya había abierto la puerta. Alonso se acercó a mí y me habló en voz baja.
—Un mando. Alguien que investigó lo tuyo. Uno de la vieja guardia. Retirado. Tú ya te imaginas cómo son los mandos, están siempre preocupados por la seguridad y todo eso. Y razón no les falta. Esto no es el País Vasco, pero hay mucha gente vengativa por ahí. Ponte en su lugar: de repente, lo siguen, o él cree que lo siguen, y cuando investigamos sale el nombre de un tío que él mandó a prisión, ¿entiendes?
Había que rematar la faena. Entré a matar.
—Sí. Entiendo que da igual que haya cumplido, porque me van a seguir jodiendo la vida hasta el día que me muera. Lo mejor va a ser que me tire de la azotea para que todo el mundo se quede tranquilo, me cago en la puta.
El tipo me puso hasta una mano en el hombro.
—Que no, hombre, tranquilízate. Todo esto fue una maldita casualidad. Yo lo explico. Mientras tú te sigas portando bien, nadie te va a volver a molestar. Eso te lo aseguro yo.
Antes de irse, ambos me dieron la mano y el joven, incluso, se disculpó. Cuando se marcharon sentí un gran alivio, no solo porque la cosa no hubiera llegado a mayores, sino porque había montado mi numerito de forma que procurarían no volver a tocarme los huevos. Aunque, me dije, en lo sucesivo habría de tener más cuidado.