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YO creo que cuando comencé a cavar aún se movía. Pocacosa: el tembleque convulso de una pierna, desde el muslo a la punta del pie. No es seguro y yo podría estar equivocado. Pero si alguien me preguntara, diría que sí, que estaba vivo o, al menos, no del todo muerto, evidenciando con ello mi negligencia. Aunque no se me podría echar en cara: era mi primera vez.

De todos modos, pese a que no cambia demasiado los resultados, no podría jurar que se estuviera moviendo todavía en ese instante, porque estaba oscuro y cavar es muy cansado. En las películas parece fácil, pero eso es porque siempre hay una elipsis. Alguien clava la punta de una pala en el suelo y después de las primeras paletadas en una tierra que es como la mantequilla hay un fundido o una transición sobre el paisaje o sobre un primer plano de algo simbólico (la mano del cadáver, una piedra ensangrentada) y retomamos al criminal-sepulturero en el fondo de una zanja de la cual solo asoma su cabeza, echando a la superficie los últimos terrones. Sí, jadea, suda mucho y está manchado de polvo. Pero son jadeos de pega, sudor de pega, tierra de pega.

En realidad, las cosas no son nunca así, sobre todo si se trata de la tierra seca y dura de Juan Grande. Primero hay que trazar el terreno. Yo, para eso, utilicé el pico, pero puede hacerse perfectamente con la punta de la pala. Luego viene lo más duro, lo que nunca nos cuentan en las películas: machacar bien la tierra con el pico, remover piedras y deshacer terrones apelmazados con los que una pala jamás podría. Y, finalmente, extraer la tierra paletada a paletada. Puede que en el transcurso de la operación vuelvas a dar con una capa de terreno igualmente firme y tengas que coger de nuevo el pico y repetir la operación. En total, para enterrar a un adulto, se tarda al menos una hora y media o dos en cavar una fosa digna de tal nombre. Sobre todo si el tipo al que vas a enterrar es un gordo de mierda. Eso sin contar el tiempo que uno emplea en echar al fondo los restos y volver a cubrirlos, procurando que el rectángulo de tierra removida pase lo más desapercibido posible.

Por supuesto, yo podría haber elegido otras opciones: el descuartizamiento y el vertedero, sin ir más lejos. O el vientre de los mares, tumba digna donde las haya. O un pozo seco (los hay en abundancia en este país asolado por la sed). Pero tenía dos motivos para optar por el método tradicional. El primero, práctico y evidente: ocultar el cadáver. El segundo tiene que ver con la justicia poética: si aquellas tierras ahora ya no eran de la familia, era, al menos en parte, por culpa de Felo; así que me parecía justo que fuera allí donde se lo comieran los gusanos, sin que nadie pudiera venir a llorarle.

Cuando el agujero estuvo terminado, tuve la tentación de fumar un cigarrillo, pero me llamé a mí mismo al orden. Estaban a punto de dar las cinco de la mañana. Ya descansaría más tarde. Me concedí, eso sí, unos segundos para comprobar si mis sospechas eran ciertas y examiné atentamente el cuerpo. Si antes se movía, ahora ya había dejado de hacerlo. Por lo tanto, ya no tenía importancia. En realidad, nunca la había tenido. Así pues, me limité a arrastrarlo hasta el borde, a darle un empujón y a ponerle sobre la tripa el brazo que se le había quedado estirado por encima de la cabeza. Después eché tierra sobre el asunto y, una vez estuve seguro de que había aplastado suficientemente el material removido, volví a apilar las cajas de fruta vacías, para que quedaran exactamente igual que como estaban antes, allí, detrás del barracón.

Dejé el pico y la pala en el pañol, me sacudí como pude la tierra y eché sobre el piso el contenido de una de las garrafas de agua. No limpiaron la sangre. Solo sirvieron para extender más la mancha. No quise gastar la otra garrafa. Desperdiciar agua es pecado. Eso siempre decía el viejo. Me cambié de camisa y, tras asegurarme de que todo quedaba bien cerrado, me metí en la Trans y arranqué.

En la radio daban una canción de Lou Reed, Perfect Day, y yo la escuché mientras a lo lejos las luces de Playa del Inglés se iban acercando. Solo entonces me permití encender un cigarrillo.