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VIGILAR a Andrade con el Astra no era opción. A la mañana siguiente, después de hacerle el ingreso a Patricia, lo entregué. Fui a otra casa de alquiler de coches y alquilé un Ford Fiesta. Me lo dieron en color azul. Me la sudaba el color. Lo que me interesaba era que salía barato, cosa que me convenía, porque había devuelto el Opel cuando tenía pagados aún unos cuantos días de alquiler. No pasé por casa. Compré tabaco, un bocadillo y una botella de agua en un bar y me fui directamente al vecindario de Andrade. Justo en el desvío hacia el camino de Los Pérez, había un hueco con coches aparcados. Allí estacioné y me dispuse a esperar, con un libro y la radio. Desde allí, no se veía la entrada, pero sí la tapia. Y, en todo caso, si Andrade iba o venía con el Chevrolet, tendría que pasar por delante de donde yo estaba.
Durante varias horas no ocurrió nada. Sobre la una, el Chevrolet llegó. Debía de venir desde Las Palmas. No pude ver si conducía él o su mujer. Poco después, me comí el bocadillo y seguí leyendo. En la radio comenzaron a poner baladas y la lectura empezó a hacérseme pesada, así que estuve a punto de quedarme dormido. Dieron las tres y después las tres y media y, finalmente, sobre las cuatro menos cuarto, el Chevrolet volvió a pasar, pero en sentido contrario, conducido, ahora sí pude verlo, por el mismísimo José María Andrade Ruiz.