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FUI a Juan Grande en la Seat Trans que un día fue de mi viejo. Tomás tiene la Kangoo y, desde que Gloria se compró el Ford Fiesta, la furgona ha estado muy abandonada, así que él mismo me la ofreció.
La finca no era muy grande, apenas dos fanegadas sembradas de tomateras. Hoy solo hay tomateras muertas y dos barracones prefabricados en los que un día hubo un cuarto de aperos y una pequeña vivienda. Nadie se preocupó de venir a vaciarlo del todo, así que todavía quedaban en el segundo barracón algunos muebles y enseres: un aparador, un catre con un colchón de gomaespuma y una sábana inmunda, una mesa de libro con un par de sillas, y otra mesa, ésta de trabajo, en la que persiste la huella de un tornillo de banco. Las herramientas volaron. Seguramente, más de un vagabundo ha pasado algunas noches aquí.
De pronto, todo es presente, pero el presente está hecho de pasado. Salgo de la mísera habitación y camino hasta el centro del ángulo que forman los barracones, allá donde un día hubo un pozo que ahora no es más que un trozo de tubería inútil. Ante mí están los terrenos que nadie ha cultivado desde hace quince años, con antiguas guías hechas de caña de las cuales penden aún, aquí y allá, grandes pedazos del plástico que cubría los invernaderos.
Cuando yo era chico, toda la familia venía los fines de semana. A veces bajaban también mis tíos y mis primos, sobre todo en época de zafra, para echar una mano en la recogida del tomate. Por la tarde, en ese mismo patio, mis padres agradecían la ayuda de mis tíos con un enyesque. Se encendían barbacoas, se abrían botellas de ron, se templaban timples y se jugaba al envite, a la ronda, al cinquillo. Tomás y yo corríamos de un lado a otro con mis primos o jugábamos en la parte de atrás, al guá, al teje o a la pelota.
Luego todo cambió. Se acabaron los juegos. O, más bien, empezaron otros juegos. En la adolescencia, entre semanas, cogí la mala costumbre de venir para acá con los colegas. Era un buen sitio para venir de marcha, a meterse de todo o a echar un polvo. Siempre que luego lo dejáramos todo más o menos ordenado, nadie se enteraba.
Este erial de ahora fue el terreno en el que mis padres se curaban del tedio de toda una semana de trabajo. Eso los mantenía vivos, en contacto con la tierra. No sé si felices, porque, si lo pienso bien, no creo que hayan sido felices jamás. Pero este terreno, las tomateras, el jardincito que mi madre le había arrancado al desierto en la parte trasera, este patio donde el viejo ponía la mesa y jugaba a las cartas con mis tíos, les daba paz y fuerzas para trabajar como mulos el resto de la semana. Soñaban con retirarse algún día, con dejarnos la tienda a Tomás y a mí, construir una casita donde están ahora los barracones y pasar la vejez en la finca, lejos de todo.
No pudieron hacerlo. Y fue por mi culpa. Tuvieron que vender la finca al banco. Había que pagar cinco millones. Yo no tenía ese dinero y ellos tampoco. Así que los viejos tuvieron que joderse y vender la finca. Yo insistí en que no, pero mi padre se empeñó. Vino a comunicar. Fue la única vez que fue a verme a la cárcel y fue solo, vestido como para ir a un entierro. Me miró atravesado y me trató de usted. Era su manera de mostrar severidad. Todavía recuerdo lo que me dijo, casi palabra por palabra:
—Entre lo que nos dan por la finca y algo que tenemos ahorrado, podemos reunir el dinero. La tienda se la íbamos a dejar a Tomás y a usted. Ahora ya solo se la vamos a dejar a Tomás. Y cuando salga usted de aquí, se gana la vida, a poder ser trabajando, como nos la ganamos todos.
Insistí en que no vendiera la finca, en que él no tenía que pagar por algo de lo que me acusaban a mí.
—No se crea que lo hago por usted. Lo hago por esa madre a la que usted le mató el hijo. Ella no debe culpa de que yo lo hiciera a usted y de que no le diera cuatro hostias bien dadas cuando aún estaba a tiempo.
No pude responderle nada. Me limité a bajar la vista. Luego dijo:
—Pues ése es el trato: pagamos a la justicia y a usted lo sacamos del testamento. Y usted se conforma. No se crea que se quedará desamparado, porque su madre dice que quiere seguir teniéndolo de hijo y vendrá a verlo. Pero no venga luego a reclamar nada de lo que no se ha ganado. A partir de ahora, mi hijo, cada palo que aguante su vela.
Recuerdo que estuve a punto de llorar. Quizá fue ésa la primera vez que entendí el pedazo de mierda en el que me había convertido. Después de decir eso, mi padre me deseó suerte y se fue. Nunca volví a verlo. Murió seis años después, comido por el cáncer.
Las tierras todavía pertenecen al banco. Nadie las ha trabajado ni ha ocupado la vivienda, salvo quizá algún yonqui de paso. Pero desde que ampliaron la autopista esto ya no queda de paso hacia ninguna parte salvo, paradójicamente, a la nueva megaprisión que ya han terminado de construir, no lejos de aquí. Era, se me ocurrió, como si la cárcel me persiguiera. Sin embargo, pensándolo bien, el hecho de que la nueva cárcel estuviera tan cerca me resulta hasta gracioso, una broma macabra, un poco de justicia poética en este país de pedregal, tan prosaico y tan injusto.
Entonces lo decidí: sería el lugar perfecto.