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DESDE que duermo en La Puntilla ya no voy al supermercado por las tardes, a menos que Tomás o Gloria me lo pidan.

Gloria sigue con sus desconfianzas, pero ya no parece temer que la golpee y le robe en cualquier momento. El otro día, incluso tuvo un detalle conmigo. Había ido a comprar ropa para Tomás y trajo unas camisetas para mí. Dijo que había sido porque estaban rebajadas y las gangas hay que aprovecharlas. En el fondo, puede que no sea tan mala gente. Quise pagárselas, pero no me aceptó el dinero.

El dinero. Tomás me habló de dinero el otro día. Me llevó al almacén y me dijo que tenía que decirme una cosa. Noté que estaba nervioso y no levantaba la vista del suelo, como si alguien lo hubiera sorprendido haciéndose una paja y tuviera que explicarse. Enseguida supe a qué venía el nerviosismo. Es verdad que el viejo me dejó fuera del testamento, pero mi madre, antes de morir, volvió a cambiarlo. Resulta que la mitad del negocio sigue a mi nombre.

—Te lo iba a decir, pero no encontraba el momento. Después quise asegurarme de que…

—De que me portaba bien —le dije.

Meneó un par de veces la cabeza.

—Algo así.

Me paré a reflexionar un momento. La mitad de todo aquello era mío. Pero, para qué coño lo quería yo.

—No estás cabreado, ¿verdad? Porque no te lo dijera.

—Me lo estás diciendo.

—Pero no te lo dije en su momento.

—Lo mejor que hiciste.

Me tomé un rato para pensar. Compartir esa propiedad iba a ser más un lastre que otra cosa. No me veía a mí mismo pagando impuestos trimestrales y un seguro de autónomos, o repasando cuentas con Gloria. No me veía así. Mucho menos si iba a hacer lo que iba a hacer.

—Vamos a hacer una cosa, Tomás: seguimos como hasta ahora y santas pascuas. El lunes a más tardar, tú y yo nos vamos al notario o al registro o donde coño haga falta y lo ponemos todo a tu nombre.

—Pero ¿tú estás flipado, Adrián?

—No, claro que no estoy flipado. Fíjate: los viejos tuvieron que vender lo de Juan Grande por mi culpa. Tú te has metido aquí veinte años, currando como un petudo. Y nunca dejaste que me faltara de nada cuando yo estaba dentro. Ni peculio ni ropa ni nada que necesitara. En cuanto te lo pedía, me lo traías.

—Coño, pues para eso somos hermanos, ¿no?

—Pues eso mismo. Lo único que te pido es que me dejes seguir currando aquí. Me pone las cosas más fáciles con los de Vigilancia Penitenciaria.

—Estaría bueno que no… Pero, en serio, lo justo es justo, la mitad de esto…

No lo dejé seguir hablando.

—Precisamente por eso: lo justo es justo. Seguimos como hasta ahora: yo hago el turno de mañana y ya está.

—Déjame por lo menos comprarte tu parte.

—Déjate ya de gilipolladas. Para empezar, no sé ni lo que tendría que pedirte.

—Yo qué sé, algo tengo ahorrado. Así tendrías un colchoncito.

Le puse una mano en el hombro. Tengo las manos grandes. La sintió pesada y amigable.

—Tomás, ¿y yo para qué quiero un colchón? Hacemos una cosa: guárdate la pasta. Si en algún momento me hace falta algo, te lo pido. ¿Te parece bien?

Me costó que aceptara, pero, al final, accedió. Sé que le quité un peso de encima, que habría pasado más de una mala noche pensando en el asunto. Antes de salir del almacén, le dije que estaba orgulloso de él. Entonces él me dijo algo que me sorprendió:

—Y yo también de ti, Adrián. Y lo tuyo sí que tiene mérito. Mírate: te saliste de la droga, estudiaste, aguantaste allí dentro como un campeón y ahora estás haciendo las cosas bien.

Me miró de una forma que pensé que se iba a echar a llorar, así que le dije que nos dejáramos de mariconadas y me volví al mostrador.