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CANDI es de Schamann. Estuvo casada diez años y sedivorció hace ya cuatro. Ahora tiene una peluquería en Las Coloradas. Le gusta ir a bailar con sus amigas a discotecas de salsa, aunque en casa prefiere escuchar discos de coplas. Todas estas confesiones me las hizo, muy a mi pesar, en la terraza de la Cafetería Albareda, donde he tomado la costumbre de tomar un café por las tardes y donde no se cortó un pelo en sentarse al verme.

No es casualidad que no hiciera mención en ningún momento al tipo pálido. De hecho, no perdió ocasión de recordarme que no está comprometida.

—Ay, vecino, como dice una amiga mía, por un cuarto kilo de chorizo, no se va una a comprar el cochino entero, ¿no te parece?

Eso lo dijo justo antes de pedir su segunda cerveza y de preguntarme si me apetecía una. Ante mi negativa (hacía calor, lo más propio era una cerveza helada), le noté cierta curiosidad.

—No bebo —me limité a decir.

—¿Nunca?

—Nunca.

Aquello la dejó todavía más extrañada. Me dije que, ciertamente, era una tía peligrosa, pero que tampoco tenía por qué ser tan antipático. En realidad, Candi es una compañía agradable, siempre que la mantenga a raya.

—Digamos que me lo bebí todo junto. Ahora solo me quedan dos vicios: el café y el tabaco.

—¿Solo?

Acompañó su pregunta con un ademán muy suave con el que se situó un mechón de pelo detrás de la oreja. El gesto era inequívoco. Ambos sabíamos a qué se refería. Preferí contestar solo con una sonrisa y un guiño. Ahora creo que me equivoqué, porque me miró de perfil, devolviéndome la sonrisa y soltando, como si no pudiera reprimir la declaración:

—Joder, cómo me molan los tíos con barba.

Estuvimos juntos un rato más. Se dedicó a preguntarme cosas sobre mí. Le conté lo que podía contarle: que había estado viviendo con mi hermano y su familia, que trabajaba con ellos, que había decidido que necesitaba mi propio espacio, que la Yoli era una amiga de cuando era joven. Supongo que algo de lo mío le habrá contado la Yoli, pero estoy seguro de que ha sido razonablemente discreta. Al fin y al cabo, Candi es una inquilina y nadie quiere vivir pared con pared con un expresidiario.

En algún momento miró el reloj y me dijo que tenía que subir a casa: había salido desde por la mañana y lo había dejado todo manga por hombro. Se fue después de un pequeño rifirrafe, porque estaba empeñada en pagar y yo quería invitarla. Lo dejamos en que la próxima vez invitaría ella. Se marchó repitiendo que la casa estaba tiradísima.

Supe que mentía diez minutos más tarde, cuando el tipo pálido llegó desde la calle Tenerife y abrió el portal con su propia llave.