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NI siquiera tuve que preguntarle. Los sollozos, los balbuceos, fueron convirtiéndose en palabras y Willy empezó a contar lo que había ocurrido aquella noche en que Diego lo llamó, llorando como él lloraba ahora, por mi culpa, porque nuevamente yo me había ido después de una bronca; porque otra vez había cogido dinero y llevaba horas sin aparecer y él no sabía ya qué hacer conmigo. Contó también cómo fue a casa de Diego, cómo intentó consolarle, cómo intentó hacerle ver que tenía que dejarme, que yo lo iba a quitar del mundo, que yo no le merecía. Pareció entrar en razón, eso dijo Willy, que Diego pareció entrar en razón, se tranquilizó un poco y así fue como Willy puso un par de whiskys y bebieron y se relajaron otro poco más y bebieron más whisky y, por animarlo, Willy le preguntó cuántos años hacía que eran amigos y Diego dijo que miles y recordaron sus tiempos de estudiantes y bebieron más y Willy recordó cómo se divertían y Diego dijo que él nunca había logrado comprenderle del todo, que era como si él, Willy, estuviera empeñado en vivir una vida que no era la suya y entonces ya estaban cerca uno del otro y se dieron un abrazo, así, callados, y, en ese momento, Diego lo besó y él se dejó besar, un momento, solo un momento, pero el tiempo suficiente como para disfrutar de ese beso, de esa boca, de esos labios y esa lengua y en ese instante fue cuando se nubló todo, cuando llegó la cegazón y una nube se le puso en los ojos y él lo empujó y lo golpeó y lo llamó maricón y Diego al principio no comprendió e intentó levantarse, pero él, Willy, le pegó otra vez y ahí sí que Diego se defendió y le soltó un puñetazo y Willy intentó agarrarlo y que todo acabara pero Diego no quiso, intentó arañarlo, sacarle los ojos, y lo insultaba y le decía reprimido de mierda y cosas así de feas y Willy le dio otro y otro y otro golpe mientras lo agarraba hasta que, en una de éstas, Diego se zafó y fue a la cocina y cogió un cuchillo gritando fuera, fuera de mi casa, como una bruja, como una arpía, como una ménade, con esos grititos que daba cuando estaba fuera de sí y después todo fue confuso como si miraras a través de una media, pero con esa claridad que da una lupa, Willy no sabía si yo lo entendía, pero fue así, como si todo estuviera muy turbio y tremendamente claro a la vez, tremendamente nítido, como las luces de las farolas cuando hay calima, una cosa así, de esa forma fue todo hasta que de repente Diego ya estaba en el suelo, quieto, muy quieto, y él soltó el cuchillo y lo llamó y lo sacudió por los hombros pero ya no hubo modo porque solo había sangre, sangre por todos lados, en las manos y en los brazos y en las piernas y en la ropa y en los ojos.
Cuando dejó de hablar, aún sollozó un poco más. Luego dio un par de suspiritos y me miró. Yo estaba frente a él, apoyado contra la mesa de trabajo. Parecía completamente sereno y resignado cuando dijo, a modo de conclusión:
—Y esto es lo que hay, Adrián. Lo maté yo. A mi mejor amigo. Yo.
—Y me pegaste el chicle a mí.
—Si te sirve de consuelo, ésa no fue mi intención. Pensé en confesar y entregarme. Eso te lo juro por lo más sagrado. Pero cometí un error: llamé primero a mi padre. Él fue el que me convenció. Me decía que lo arrastraría con él, que él tenía una responsabilidad grande. Y que no era solo él, sino un montón de gente que confiaba en él, el partido y todo eso. Y, por supuesto, también estaba la familia.
—Y mi familia no importaba.
—Hablemos en plata, Adrián: en ese momento, nadie pensó en tu familia. Mi padre pensó en salvar el culo, Andrade pensó en lo bien que le vendría sacarnos del lío y, en fin, al final terminaron convenciéndome a mí también de que aquello era lo mejor.
—Ricachones de mierda —le escupí con desprecio.
Con sarcasmo, me miró de reojo y dijo:
—No, ahí te equivocas. No solo fuimos nosotros. Hubo otros que también salvaron el culo gracias a la putada que te hicieron.
Cogió uno de los papeles. Tenía membrete de Veteled. Era una lista de nombres con series de números.
—Tienes que entender una cosa, Adrián: Veteled era una lavadora. No solo servía para tapar los chanchullos de la familia. También había otros que invertían capital en ella, capital que nadie preguntaba de dónde procedía. Después recibían la pasta limpita, a falta de un pequeño interés. Toda esa gente hubiera tenido muchos problemas si los de Anticorrupción hubieran investigado a fondo lo de Diego. Incluso, si yo me hubiera entregado, habrían salido todos los trapos sucios, los negocios que teníamos juntos, las cuentas de la empresa.
—¿Me vas a venir ahora con que todos los que hay ahí apuntados sabían la jugada?
—No, claro que no. Aunque hay uno que sí. Uno que, mira tú por dónde, fue quien avisó a Andrade de dónde te podíamos trincar. —Me tendió la hoja y, mientras yo la leía buscando un nombre que me resultara familiar, prosiguió—: Y, fíjate, hijos de puta hay en todos lados, porque no es precisamente un ricachón, ni uno de familia bien. Se supone que es uno «de los tuyos». Pero hacía negocios con nosotros.
De pronto, el nombre me saltó a los ojos y yo levanté la cabeza, consultando a Willy con la mirada, sin poder creérmelo.
—Sí, es lo que acabas de leer. Ya ves que yo ni siquiera tenía esos papeles: eran de Diego. Eras tú el que los tenía. Y fue Diego quien apuntó ese nombre y ese número de cuenta. Y sí, te vendió. Ése te vendió. Igual que te vendió el tal Felo. Igual que todos. Porque para ellos era solo una cuestión de dinero, igual que para Andrade o para mi padre. Era solo dinero y por eso les daba igual lo que pasara. Mi padre… Para mi padre era también solamente eso: cuestión de dinero. Yo, en realidad, nunca le he importado una mierda. A él solo le importaba el dinero. La posición, el buen nombre, el partido, la familia: todo eso solo sirve para conservar poder y el poder solo sirve para hacer dinero.
Doblé el papel, me lo metí en un bolsillo e interrumpí el monologazo de Willy, que parecía estar hablando más para sí mismo que para mí. Si seguía así acabaría convenciéndome de que se merecía una oportunidad. Y no se la merecía. Así que alcé la pistola y le apunté. Se quedó callado, mirándome, pero casi sin miedo, como si estuviera en la silla de un dentista.
—¿Algún último deseo?
—Que no me dispares en la cara. Quiero que mi padre pueda verme la cara en el velatorio.
—Tu padre no va a ir a tu velatorio —le dije antes de descerrajarle tres tiros en todo el careto.