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SI yo hubiese sido un tío razonable, habría echado tierra sobre todo aquello. Habría intentado rehacer mi vida, arrastrarme más o menos dignamente hacia la vejez, hacia una muerte tranquila y natural. Eso es lo que hubiera hecho alguien razonable: apartarse del asunto.
Sin embargo, yo no soy un tipo razonable. Yo soy un cabronazo cabreado, un don nadie, un tipo al que borraron del mundo, un olvidado. Y sobre lo que este olvidado echaría tierra sería sobre cada uno de los hijos de puta que mataron a Diego y me buscaron la ruina.
Me di cuenta de lo importante que era anotar todo lo que estaba ocurriendo, todo lo que había pasado, todo lo que aún podía suceder. Todo debía quedar registrado: lo que había hecho, lo que había averiguado, lo que haría y averiguaría más adelante. No sabía hasta cuándo podría hacerlo. Muy probablemente, las páginas finales no las escribiría yo.
Transcurrió el domingo y después el lunes y finalmente llegamos al martes. Durante todos esos días yo no hice otra cosa que escribir.
Pero el martes era día quince, día de la entrevista con mi educador, así que subí a visitarlo en su oficina de Salto del Negro. Me jodía volver allá, llegar a ese cruce, entre un vertedero y un valle plomizo, ingresar nuevamente en esa tierra de nadie que es la cárcel. Pero cuando hay que ir, hay que ir.
Pensé que el educador me preguntaría sobre la visita de Alonso y el subnormal, pero también me equivocaba en esto. La policía debió de avisarle de que no tenían nada contra mí, porque el tipo obvió completamente el asunto y no sería yo quien sacara el tema. Como siempre, me preguntó si estaba bebiendo, si me había drogado, si estaba yendo al trabajo, si todo iba bien. Le conté que estaba de vacaciones, que solía bajar al Sur, que leía y me daba paseos, toda esa murga que a mí me aburría tanto contar como a él oír, pero que no quedaba más remedio que soltar, un guión insoslayable al que debíamos ceñirnos. La visita acabó como siempre: un blando apretón de manos, recomendaciones de que siguiera como iba, ofrecimiento de ayuda en caso de que yo la necesitara, recordatorio de que él nunca apagaba su teléfono móvil.
Después de la visita, comí algo en el Muelle Deportivo. Solo, en un restaurante casi vacío, mirando los veleros y yates de la dársena y, más allá, el mar, el Puerto de Las Palmas, el horizonte. Mientras tomaba el café, me pregunté qué iba a hacer ahora. Quizá ya lo sabía, aunque no lo hubiera pensado. Quizá por eso había ido a comer precisamente allí, tan cerca de Ciudad Jardín. Era ahí, en Ciudad Jardín, donde estaba la mansión de los Acevedo, que alguno de ellos continuaría habitando. Me daba igual si el padre o el hijo o ambos: la casa de los Acevedo estaba ahí, muy cerca, a mis espaldas; con solo cruzar un parque y un par de calles me internaría en el laberinto de parquecitos arbolados y chalés del Barrio Inglés, ese vestigio de la gloria pasada de la flota comercial británica en la isla, la pequeña ciudad colonial dentro de la ciudad colonial que los ingleses se construyeron para no echar de menos su estilo de vida mientras utilizaban la isla como base de operaciones para continuar saqueando África.