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NO me había equivocado: el bizco trabajaba solo. Las dependencias de ACL consistían en un vestíbulo y una exigua oficina, a través de la cual una puerta de contrachapado permitía el acceso a una vivienda. El despacho parecía un viaje en el tiempo a la época de Franco: muebles baratos de madera oscura o de aluminio pintado de gris, una estantería con libros de Derecho de los años cincuenta y varios archivadores. De las paredes pendían una foto del rey; un título de criminólogo, expedido a nombre de Ángel Curbelo Ledesma; otra fotografía, ésta del bizco, cuando era joven, con un uniforme de policía, recibiendo una condecoración de alguien que debía de ser ministro cuando yo aún iba al colegio, junto a una marina de pésimo gusto pintada, como comprobé por la firma, por Patricia Andrade.
Desde la silla a la que lo había atado, Ángel Curbelo, amordazado y ya espabilado, seguía mis movimientos con los ojos. Al menos con el bueno: el otro estaba siempre mirando a Moya. Torpemente, ese ojo bueno se posó en el sobre que Andrade le había traído y que estaba encima de la mesa. Lo vacié sobre el tapete y enseguida entendí el asombro y el miedo pintados en la cara del tipo. Para empezar, del sobre salieron seis Bin Laden. Eso hacían tres mil euracos en aquellos billetes de quinientos que yo jamás había visto antes. También había un folio donde estaban anotados a mano un nombre, una dirección y dos matrículas. Las matrículas eran, respectivamente, las de mi Seat Trans y el Opel alquilado. La dirección y el nombre eran los míos. Por último había una fotografía: la foto de mi ficha policial.
Me senté al borde de la mesa con esa foto en las manos, muy cerca de Curbelo, mirándola divertido.
—Eres rápido: enseguida te diste cuenta de que era yo, aunque esta foto es del año del cólera.
Me crují el cuello y, de un solo tirón, le quité la cinta de la boca.
El detective hizo ejercicios de mandíbula y dio un par de resoplidos, al tiempo que yo rodeaba la mesa e iba a sentarme en su cochambroso sillón de trabajo.
—Coño, es cómodo —dije escarranchándome. Luego me hice hacia delante y apoyé los codos en el tapete, volviendo a contar los billetes—. Tres mil euracos, Ángel. No estoy al tanto de las tarifas, pero eso me parece demasiada pasta solo por seguirme. ¿Qué tenías que hacer? ¿Darme un susto? ¿O quitarme de en medio, directamente?
Estaba claro que los tenía bien puestos, porque no respondió: se limitó a mirarme con desprecio. Yo no había ido allí para jugar al lobo, así que proseguí hablando:
—Bueno, no sé con qué coño ibas a asustarme tú, que no tienes media hostia. Por eso me da a mí que la cosa iba más bien de lo segundo. Vamos a ver cómo lo pensabas hacer.
Comencé a rebuscar en los cajones del viejo escritorio. El inferior tenía cerradura. No me costó dar con la llave en el manojo que había sobre la mesa. Dentro del cajón había una caja de baquelita, de color azul oscuro. También una lata de aceite, un paño grasiento, una pequeña baqueta, una caja de cartuchos del 9 parabellum. Saqué la caja, la puse sobre la mesa y comprobé que también tenía cerradura. Nuevamente, busqué una llave apropiada en el llavero y encontré un pequeño llavín que encajaba. En el interior, en un molde de espuma, había una pistola automática y un cargador.
El individuo había seguido todos mis movimientos con frialdad, casi con desinterés. Ahora, cuando vio cómo yo introducía el cargador y montaba el cerrojo, un brillo de preocupación le cruzó por las pupilas. Cerré la caja y la metí nuevamente en el cajón. Puse la pistola sobre la mesa y volví a apoyar los codos, rascándome la cabeza. Ángel Curbelo continuaba callado, clavándome la mirada, desafiante.
—No tengo todo el día, Ángel. Así que empieza a hablar.
—¿O si no, qué? —dijo de pronto—. ¿Me vas a disparar? Tú no tienes huevos.
No pude reprimir una carcajada. Después me levanté, saqué la navaja, que había guardado en el bolsillo, fui hasta él y le di un tajo detrás de la oreja, no demasiado profundo, pero sí lo suficiente como para arrancarle un alarido de horror y sorpresa.
—Claro que no te voy a disparar —dije volviendo a la mesa—. Tan bobo no soy. No. Lo que voy a hacer es pasármelo pipa contigo.
Se cagó en mi puta madre y, para dejarle claro que debía controlar la lengüita, le hice otro corte similar en la otra oreja.
—Así están parejas —comenté.
La sangre había comenzado a caer sobre sus hombros y se escurría hacia el suelo formando dos charquitos oscuros y brillantes. Anoté mentalmente la prohibición de pisar esos charcos. Él no gritaba, pero se quejaba.
—Joder, esto duele, coño —masculló, intentando conservar la calma.
—No, eso no es dolor. Eso es solo escozor. Lo que te va a doler es el ojo bueno, cuando te lo raje. Así que empieza a hablar de una puta vez.
—¿Y qué quieres que te cuente, cojones?
—Por qué me jodiste la vida. Por qué le hiciste aquella visita a Felo y le diste pasta para que mintiera como un puto bellaco.
Guardó silencio un momento, pero al ver que yo hacía ademán de levantarme de nuevo, cantó.
—Solo cumplí con un encargo.
—¿De quién?
—¿De quién va a ser, totorota? De Pepe. Pepe Andrade. Me llamó y me dijo que tenía que hacer eso: hablar con tu amigo Felo.
—¿Y tú siempre haces lo que te dice Andrade?
—Cuando paga, sí.
—¿Y por qué quería Andrade joderme la vida?
—Exactamente no lo sé. Yo no hago más preguntas que las que me toca hacer. Pero me dijo que tú eras un… —se paró un momento antes de continuar hablando. Estaba claro que no quería cabrearme. Huevos tenía, pero no le quedaban más orejas sanas—. Él decía que tú eras un chapero, que te habías buscado una coartada, pero que eras tú el que se había cargado al tipo ese de Santa Brígida, ya ni me acuerdo del nombre, el que trabajaba para Acevedo. Me dijo que tú le querías joder la vida a los Acevedo y a él, que había que pararte las patas.
Reflexioné un momento.
—¿Joderles la vida a los Acevedo? ¿Y a él? Pero si yo no lo había visto en mi puta vida hasta que me detuvieron.
—Eso fue lo que dijo. Por lo visto, ellos tenían un negocio… Quiero decir, Acevedo y Andrade, tenían un negocio juntos.
—¿Qué negocio?
—Si te digo, te miento. Vaya, tenían muchos negocios juntos, pero había uno en concreto que tú les podías joder, por lo visto. Pero no sé cuál. No lo sé, de verdad. Lo que sé es lo que te acabo de contar.
Asentí, dando una vuelta por la oficina, llegándome al archivador y abriendo uno al azar. Allí, por orden alfabético, Curbelo archivaba los informes de sus casos. Entendí por qué no tenía ordenador, sino una vieja máquina de escribir eléctrica, arrimada en un rincón.
—¿Yo estoy aquí?
Volvió a poner una cara de profundo desprecio.
—¿Tú te crees que soy gilipollas?
Asentí. Me había colado. Tenía razón. Nadie guarda pruebas cuando hace cosas como las que Ángel Curbelo me hizo a mí. Lo miré un buen rato, preguntándome qué hacer con él. El tío adivinó mis dudas y comenzó a hablar, procurando ser convincente.
—Mi niño, esto es lo que hay. Yo no sé nada más. Ni siquiera te conocía. Yo me limité a hacer mi trabajo, a cumplir con lo que me encargaron. Te puedes quedar con el dinero. Si buscas en los cajones, hasta hay algo más. Incluso, si quieres, quédate con la cacharra. Es una Glock. Vale un dineral.
—Ya, y tú te vas a estar quieto y calladito, ¿no?
—¿Yo? ¿Qué voy a decir yo? Si me acaban de pagar por ir a por ti, hombre…
Eso era verdad. Pero el caso es que yo no tenía pruebas de eso y, sin embargo, a él no le hubiera resultado difícil probar que yo me había metido por la fuerza en el despacho, le había agredido y le había robado. Sobre todo si me llevaba la pistola y me trincaban con ella encima. Por otro lado, el tipo ya me había dicho todo lo que me iba a decir.
Por eso no lo escuché cuando siguió intentando convencerme de que me fuera, de que ya me había comido un marrón y, ahora que ya había salido, no era plan de comerme otro, de que lo mejor sería que me pirara. Eso fue lo último que le escuché decir antes de ponerle de nuevo la mordaza. También fue lo último que dijo. Después, situándome detrás de él, arrastré su silla algo más atrás, para no pisar la sangre, le pasé el antebrazo derecho por debajo del mentón, apoyé esa mano en el reverso del codo izquierdo, puse la otra mano en la parte posterior de su cabeza y apreté. Era más fuerte de lo que imaginaba y resistió bastante, pero en algún momento noté el crujido de su nuez hundiéndose y después ya todo fue cuestión de tiempo.
Pasé un buen rato más en el despacho de Curbelo. El hecho de que no conservara un archivo con mi nombre no quería decir que no tuviera uno a nombre de Andrade o de Acevedo: ese tipo de gente suele cubrirse bien las espaldas. Acerté. Había dos subcarpetas, cada una con el nombre de cada uno de ellos.
Cuando las aparté, me dediqué a borrar todo rastro de mi visita. La casa era la de un hombre solo que acaso algún día fue abandonado por una mujer hastiada, la casa de alguien que sobrevivía a base de míseros trabajos, de pequeñas infamias artesanales en un mundo en el que ya no son rentables, porque la iniquidad gasta métodos industriales. Allí, entre la mugre y la penumbra, encontré aparatos de escucha, cámaras fotográficas y una minicámara. También un par de billetes de veinte euros, un reloj de pulsera y un anillo de oro. Lo metí todo en una mochila que había en el ropero de la alcoba. Eso era necesario si quería simular un robo. En la bolsa de la ferretería, metí las subcarpetas, mi foto y la hoja en la que estaban mis datos. Volví a meter la pistola en su caja y le hice sitio dentro de la mochila. Luego, con una bayeta de la cocina, dediqué un buen rato a borrar mis huellas de todo aquello que recordaba haber tocado. La cinta con la que inmovilicé a Curbelo era mejor arrancarla y llevármela que limpiarla. Al dejarlo libre, el cuerpo se fue deslizando desde la silla poco a poco, con un sonido de babosa suicida, hasta que el fin se desplomó y quedó tirado en el suelo, en medio de aquella sangre que comenzaba a coagular. Para finalizar, metí también en la mochila el martillo, la navaja y el rollo de cinta, llevé la mochila y la bolsa a la entrada y volví. En el momento en que comprobaba que todo había quedado en orden en el despacho, me recordé a mí mismo que debía limpiar también las huellas de la puerta de la calle y del botón del portero automático.