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¿ULRIKE Meinhof se hubiera apiadado de alguno de aquellos cabrones? Supongo que sí. Después de todo, a ella no la movía la venganza, no sentía odio ni rabia verdaderos contra sus víctimas, sino contra aquello que representaban. Para ella no eran más que parte del decorado del capitalismo. Ni siquiera eran personas. En cambio, para mí sí que eran personas. Vaya si lo eran. Aunque ahora no sean más que despojos que pronto comenzarán a pudrirse. Bueno, Felo y Curbelo están pudriéndose hace rato. Con el calor que hace, Willy y Andrade no tardarán en comenzar.

Ni siquiera los enterré. De aquí a que los encuentren, yo ya habré terminado la faena y me habré mandado a mudar, en el mejor de los casos.

Me sacudí las perneras de los pantalones y me lavé como pude con el agua que quedaba en una garrafa. Cuando salí del barracón sentí en la cara una cachetada de aire caliente. Tomé mis precauciones, que se pueden resumir en que volví a ponerle la cadena y el candado a la puerta. Dejé allí el Chevrolet. Hubiera estado bien darme una vuelta con él, pero se me estaba yendo la mañana y no había tiempo para gilipolladas.

Conduje la Trans de nuevo hacia la ciudad, con las dos ventanillas abiertas para que corriera un poco de aire. Y corrió. Un aire tórrido y pegajoso que no hacía sino aumentar la sensación de calor.

Tenía diez mil euros en el bolsillo. En el bolso, casi dos mil quinientos más. Demasiada pasta para llevarla encima. Paré en Telde, busqué una oficina de mi banco e ingresé los dos mil quinientos. Luego, en la oficina del Puerto, donde dejé aparcada la Trans, hice otro ingreso igual. Antes de ir a casa, entré en una agencia de viajes y compré un billete. Por supuesto, no voy a decir adónde, por si esto cae en malas manos demasiado pronto. Pero me gasté unos novecientos en el pasaje.

En casa, me lavé, me cambié de ropa, revisé las armas (me las había traído conmigo) y le di un telefonazo a la Yoli.

—¿Qué pasó, querido?

—Nada, Yoli, aquí estamos. Te llamaba para ver si vas a estar por ahí.

—Sí, aquí estoy, haciendo la comida. ¿Por qué?

—Porque me voy de viaje y quería pasar un momentito por ahí, para saldarte el mes que viene.

—¿De viaje?

—Sí, de vacaciones. Si tienes un momentito…

—Si estás liado no te molestes. Ya me pagas cuando vuelvas.

—Yo prefiero pagártelo ahora, y así me quedo tranquilo.

—Pues, por mí, no hay problema. Oye, ¿estás bien? Te noto raro.

Era verdad. No estaba bien. Pero quería saldar cuentas con la Yoli antes de irme. Y no quería que notara que acababa de darle matarile a aquellos dos.

—Nervioso. Llevo muchos años sin viajar.

Quedamos para un cuarto de hora más tarde. Cuando abrió la puerta, en albornoz y pantuflas, un olor a estofado mezclado con el de la acetona me golpeó las napias.

—Estaba arreglándome las uñas mientras se termina de hacer la carne con papas —me dijo traqueteando con la muleta pasillo adentro, hacia la cocina.

La seguí a través del recibidor decorado en el rastro, echando un vistazo de soslayo a la Virgen del Carmen, protectora de los habitantes de la casa.

—¿Y Marín?

—Arriba, con las palomas.

Me senté a la mesa de la cocina. Puse un codo sobre el hule pegajoso.

—Vaya vicio que tiene con las palomas, ¿verdad?

—Ay, mi niño, si yo te contara —dijo, apoyándose en la encimera—. Ahí más allá les entró un bicho y se pusieron malas y no veas… Si tú llegas a ver a ese hombre, que se pasó tres días sin dormir, todo agobiado…

Asentí.

—Aquí hay muchos palomeros. Y gente de todas las clases, ¿verdad?

—De todo, Adrián. —Empezó a enumerar, tocándose los dedos con el pulgar—. Médicos, abogados, gente de los bancos…

—Y políticos.

Se paró, amoscada. Pero enseguida disimuló, diciendo:

—Y políticos, sí… No veas tú…

—Dicen que a Ernesto Acevedo le gustan mucho las palomas también.

Se hizo la loca:

—¿A quién?

—A Acevedo. Ernesto Acevedo. El que fue presidente. —Saqué del bolsillo el papel—. El padre de Willy. El jefe de Diego. —Lo desdoblé—. El que tenía esa empresa, Veteled.

Al decir esto puse el papel sobre la encimera, de forma que la Yoli pudiera leerlo. Y eso fue lo que hizo: cogerlo y leer. Leer el membrete de Veteled. Leer la lista de nombres entre los que figuraba el de Gabriel Febles Montesdeoca. El nombre de un judas. Su propio nombre.

Cuando volvió a mirarme, sobre el hule ya no solo estaba mi codo. Había también una pistola, bajo mi mano. Registró esa inesperada aparición con los ojos desmesuradamente abiertos. Se puso pálida y la mano con la que sostenía el papel comenzó a temblar. La otra, la que asía la muleta, aferró el mango con más fuerza.

—Yo siempre creí que me habían trincado por gilipollas, porque no era más que un jacoso que había ido a comprar al sitio de siempre. Pero no fue así.

—Te ayudé todos estos años, Adrián. Nunca te faltó de nada.

—Claro, jodida traidora. Me metes en el talego y después me llevas limosna de vez en cuando, para tranquilizarte la conciencia. Y para que no sospeche de ti, si intento buscar a quien me la jugó.

—No, Adri. Tú no lo entiendes.

—Lo entiendo de puta madre.

Inició el gesto de alzar la muleta. Quizá quería lanzármela. En todo caso, fue un gesto inútil. Ni siquiera me puse en pie. Le apunté al pecho, pero, como se movió, le dio en la cara. Ya caía al suelo cuando sus sesos se estamparon en los azulejos. En la caída arrastró el caldero y la carne con papas se desparramó por el piso de la cocina. La muleta quedó tirada en medio del charco de sangre y comistrajes.

Desde la azotea llegaron los gritos de Marín llamándola por su nombre, preguntando qué había pasado, si estaba bien, mientras bajaba corriendo las escaleras. No llegó ni a la mitad. El primer impacto le dio en el vientre. Se quedó parado un momento, mirándome con rencor y sorpresa. El segundo le dio en el pecho. No hizo falta un tercero. Allí lo dejé, desparramado sobre los escalones.

Salí de la casa intentando aparentar normalidad y me hice humo caminando calle arriba, entre los vecinos que comenzaban a asomarse a las ventanas, a salir a la calle, a preguntarse qué había ocurrido, si había sido algún niño jugando con petardos o había estallado una olla a presión en algún sitio.

Mientras me dirigía a la furgona, pensé en la Virgen del Carmen, que no había sabido ni podido proteger a nadie.