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A Candi se le iluminó la cara cuando le chisté desde el balcón. Venía acalorada, pese a que vestía una camisilla de tiros y su minifalda vaquera. La excusa fue que había hecho demasiada comida para mí solo, pero no hicieron falta muchas excusas ni explicaciones. Me pidió unos minutos para refrescarse y un cuarto de hora más tarde volvió a tocar a mi puerta, con otra camisilla y oliendo a jabón de brea y a un perfume que expedía un cierto aroma a mandarina. Esta vez, en su pelo, que seguía siendo azabache, había un mechón blanco que le daba un toque a lo Yvonne de Carlo. Y sus uñas eran diez pequeñas banderas de Gran Bretaña. Cuando le pregunté cómo se hacía ese trabajo de chinos, me habló de una chica que tenía empleada en la peluquería, una muchacha joven que era una artista.
Decidimos comer en el balcón, escuchando los rumores de la gente que paseaba por Sagasta o charlaba sentada en las terrazas de los restaurantes.
Candi comenzó diciendo que le gustaba que yo cocinase. Una de las cualidades que le agradaban en un hombre era ésa. Candi sobrevivió a un matrimonio prematuro y torpe, con un tipo que nunca la trató mal, pero que era un desastre, y a quien dejó de querer a los seis meses de vivir juntos. Ya no lo veía nunca, pero había averiguado que él seguía por ahí, arrastrándose de estafa en estafa en un largo camino hacia la miseria, interrumpido por breves estancias en el trullo. Sobre Blas no habló. Sí lo hizo sobre su familia: dos hermanas mayores que tenían sus propias vidas con sus propios maridos o exmaridos y sus propios hijos e hijas; y unos padres que eran dos panes benditos. La madre, limpiadora; el padre, conserje. Ambos a punto de jubilarse y vivir felices los años que les quedaban, en el barrio de Schamann, donde siempre habitaron, si entre ella y sus hermanas y los nietos no los mataban antes a disgustos.
Cuando le dije que yo era de Escaleritas, el barrio de al lado, enarcó las cejas (siempre demasiado depiladas para mi gusto) y preguntó de qué calle. Ella dijo que ella era de la calle Sor Simona. Entonces hice alusión (como se hace siempre que se menciona alguna calle de Schamann) al hecho de que sus calles tengan nombres de libros y personajes de Pérez Galdós: Sor Simona, Pedro Infinito, Mariucha, Pablo Penáguilas, don Pío Coronado, Federico Viera. Asintió, con aire cómplice, pero estoy seguro de que no sabría decir en qué novela aparecía cada personaje. Su conocimiento de Galdós seguramente se reducía a saber que escribió los Episodios Nacionales o, tal vez, a haber leído Marianela en el instituto, como hicimos muchos. Entonces le pregunté a bocajarro si había leído Misericordia. Respondió que le gustaba leer, sobre todo novelas románticas, pero que a Galdós no lo había leído. Le imaginé una biblioteca de baratillo, compuesta de novelas de Danielle Steele, Nora Roberts y ese tipo de basura. Ya casi habíamos terminado de comer. Sin decirle más, me levanté, fui a la estantería y volví con un ejemplar de bolsillo, poniéndolo ante ella. Le dije que quizá le gustara, que era la historia de una sirvienta que pedía caridad para alimentar a la familia a la que servía, gente de postín venida a menos, altanera y desagradecida.
—Échale un vistazo. Si no te gusta, me la devuelves.
—Seguro que me gusta.
Detrás de las lentillas, le brillaban los ojos mientras manoseaba el libro. Y yo pensé que no podía morirme sin averiguar de qué color eran esos ojos.
Mientras se hacía el café curioseó en las estanterías, como curioseó el poli la otra noche, pero con una mirada en la que se mezclaban la admiración y el afecto.
—¿Te los has leído todos? —me preguntó al verme volver de la cocina con la bandejita. Yo continué hasta el balcón, dejé la bandeja sobre la mesa y regresé.
—Casi todos. Sí. Pero no suelo comprar. Normalmente, los saco de la biblioteca. Los que me gustan mucho, los compro.
—Pero, si ya te los has leído, ¿para qué los compras?
—Los libros son como la gente. Cuando te encuentras con buena gente, te gusta tenerla cerca.
Al escuchar esto, puso una sonrisa maliciosa y dio un paso hacia mí, hasta que quedamos enfrentados.
—¿Así de cerca, por ejemplo?
Se quedó quieta, esperando a que yo iniciara el contacto. Es tu vecina, la vas a liar, al Blas no le va a sentar bien y vas a tener un pleito, en este momento no te conviene, ya has tenido suficiente sexo esta semana y cosas así, tan razonables, tan lógicas, tan de sentido común. Pero el sentido común es una cosa y otra muy distinta es tener ahí, justamente delante, un cuerpo caliente que te abre los labios y se te aproxima y que huele a mandarina y pecado. El beso no duró más de unos segundos y no pasó de los labios. Cuando di un paso atrás, había en su rostro una mueca de sorpresa, de incomprensión.
Volví al balcón y a la silla, y ella imitó mis gestos. Servimos los cafés, ella expectante, yo sin encontrar un modo de explicarme.
—¿No te gusto? —preguntó al fin.
—No es eso.
—¿No te gustan la mujeres? ¿Prefieres los tíos?
Le clavé una mirada de sorpresa. Lo sopesé un instante y determiné que se merecía, al menos, algo de sinceridad.
—Lo cierto es que me resulta indiferente. Me gustan los tíos y también las tías. Solo depende de qué tío y qué tía.
—Y esta tía no te gusta —esto lo dijo sin sorpresa ni indignación, solo con tristeza.
—No es que no me gustes. Todo lo contrario. Me pones muchísimo, Candi. Pero, piénsalo un momento: somos vecinos. Si no sale bien, luego nos vamos a tener que ver el jocico a cada momento. Y, por otro lado, tú estás con ese tío.
—¿Con Blas? Lo de Blas se acabó. Esta vez se acabó. Le di la baja el lunes.
—Sí, pero ¿hasta cuándo se acabó? ¿Cuántas veces no habrás dicho lo mismo antes?
Ahora se picó. Me miró de perfil, con el cabreo naciéndole en los labios temblorosos.
—¿Y tú cómo sabes eso?
—Pues porque no soy tonto y porque he visto algo de mundo. Y sé que hay muchas mujeres como tú: pibas lindas y buenas que dependen de tíos que no les llegan a las suelas de los zapatos.
La verdad es que a veces soy un cabrón. La pobre mujer se echó a llorar. Y yo no pretendía eso. Pero se me echó a llorar y no me quedó otro remedio que levantarme y situarme detrás de ella y acariciarle el pelo y el cuello hasta que mis manos quedaron sobre sus hombros. Ella respondió al contacto cogiendo las mías. Nos quedamos así hasta que se le pasó el llanto.
Luego ella también se levantó y se metió en la casa. La seguí. Cogió el bolso y me dio las gracias por la comida y por el buen rato. Sonaba a sarcasmo, pero el agradecimiento debía de ser sincero, porque, tras decir eso, me abrazó y yo sentí su cuerpo largo y caliente contra el mío, y su aliento en mi cuello y, casi sin darme cuenta, mis manos ya se paseaban por su espalda y su cintura y sus caderas y mi boca se encontraba con la suya, lenta, muy lentamente, y nuestras salivas se mezclaban mientras ella hacía pequeños paréntesis para susurrar:
—Es solo una vez… Ya verás que no te vas a arrepentir… Una vez… Solo una.
En ese instante se me encendió una luz y la rechacé de nuevo, suave, firmemente.
Hubo una mirada larga, con la que yo le decía que no debía o que no podía ser y en la que Candi respondía que lo comprendía, que no pasaba nada, que estaba bien así, aunque fuera una lástima.
Luego me senté e intenté leer, para distraerme, mientras la oía andar por su casa, poner la tele y, seguramente, hundirse en el sofá, pero sin cantar coplas, probablemente reflexionando sobre lo que acababa de ocurrir, preguntándose qué ocurriría ahora entre ella y yo, cómo sería nuestro trato entre vecinos-amigos-pretendientes a partir de ahora.
Más tarde, la oí dar un portazo y taconear por el pasillo hacia la calle, para volver al trabajo, porque el viernes, en una peluquería, suele ser un día grande, según me dijo durante la comida, pero también, seguro, porque siempre era mejor la calle y el trabajo que quedarse en casa a constatar cómo el silencio rebota contra las paredes, como hacía, en ese instante, yo mismo.