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A primera hora de la tarde, cuando vuelvo del trabajo, Candi suele salir para hacer unas horas. Por lo que me ha contado, ella cierra a la una y vuelve a abrir a las cuatro y media. Muchas mujeres aprovechan la hora boba de la media tarde para ir a la peluquería, sobre todo los viernes.

Cuando nos encontramos, ella se muestra siempre sonriente, de una manera un tanto forzada, intentando disimular que acaba de levantarse de la siesta, que no le apetece ir a trabajar.

En un par de ocasiones iba acompañada del rostro pálido y entonces simplemente ha sido amable y, en lugar de llamarme por mi nombre, como suele, me ha soltado un Buenas, vecino. El tipo también murmura las buenas tardes y yo correspondo, aunque siento esa mirada esquinada y suspicaz que tiene.

Sé que tienen broncas y que discuten. Alguna vez, por la noche, las discusiones estallan en gritos. Y, por lo que oigo, no me extrañaría que el tipo le cascase. Da el perfil.

En cualquier caso, no es asunto mío. Ni siquiera sé a qué carajo viene escribir sobre Candi.