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ESTA vez ya no iba tan despacio como la otra noche, pero conseguí no perderle la pista hasta que llegó a un parquin de la calle León y Castillo, cerca de la calle Murga. Aparqué no lejos de él y esperé a que saliera del garaje antes de bajarme del coche. Cuando pasó por mi lado, me fijé en que Andrade llevaba en las manos un sobre acolchado, de color crema. Me pregunté qué contendría.
También me fijé en algo que me sorprendió: Andrade parecía haber rejuvenecido. Ya no era un abuelo de ademanes suaves. Antes bien, se movía con resolución, vigoroso, firme. Era como si saber que alguien había andado siguiéndole le hubiera quitado diez o quince años de encima. Anoté mentalmente ese cambio, porque no hay nada tan idiota como subestimar a un enemigo.
Llegué a la calle y tuve tiempo de ver que ya había cruzado la acera y se dirigía a un edificio de tres plantas, probablemente de los años sesenta, leproso en los muros llenos de carbonilla y con las ventanas con postigos de madera pintados de color cucaracha. Bajo uno de esos postigos, a la altura de la primera planta, había un rótulo de metal también bastante deteriorado. En letras negras sobre fondo amarillo, el rótulo decía: ACL INVESTIGACIÓN PRIVADA.
Esperé media hora tomando cerveza sin alcohol en un piscolabis, hasta que Andrade salió y volvió sobre sus pasos hacia el aparcamiento. Ya no llevaba el sobre. No fui tras él. Sospeché que no hacía falta. No lejos de allí, en la misma calle Murga, hay un cibercafé. Entré, alquilé media hora de conexión a Internet y me informé acerca de ACL INVESTIGACIÓN PRIVADA. Resultó ser una «agencia pionera en Las Palmas», fundada en 1984, con licencia profesional doscientos y pico que se ocupaba de todo tipo de asuntos. Anoté el número de teléfono y, por curiosidad, busqué otras agencias en la ciudad. No fue difícil entender varias cosas: la primera, que ACL era la más anticuada de ellas; que quien llevaba ACL trabajaba solo, porque en las otras figuraban varios números de licencia; que debía de ser bastante cutre.
Me moví un par de calles y encontré una ferretería abierta. Compré un martillo, un rollo de cinta americana y una navaja de electricista. Luego volví a León y Castillo y, desde una cabina, telefoneé a la oficina de ACL. Enseguida, se dejó oír la voz, algo gangosa, de un hombre mayor.
—ACL, dígame.
—¿ACL Investigaciones? —pregunté haciéndome el longuis.
—Sí, aquí es.
—Quería pedir una cita. Hoy, si puede ser.
El hombre, simulando consultar una agenda que supuse vacía, me preguntó mi nombre. Dije que me llamaba Claudio Román y él respondió que estarían abiertos hasta las siete. Eran las cinco y cuarto, así que respondí que intentaría llegar en quince minutos, aproximadamente.
Hay cuartos de hora que se pueden hacer eternos. Yo gasté ese concreto cuarto de hora en ir y venir por la calle ante la fachada del edificio, entre el tráfico anónimo que agobia cualquier tarde la calle más larga de la ciudad.
Cuando llamé al portero automático, no tardaron en abrirme. Subí las escaleras (dos tramos estrechos y mal iluminados) con tranquilidad, para no llegar demasiado asfixiado. Mientras, fui sacando el martillo de la bolsa de plástico. Al llegar al descansillo lo tenía en la mano derecha, oculto a mi espalda.
El hombre que abrió tenía unos sesenta y muchos. Vestía un polo de color crema y pantalones de sintético gris. No tuve tiempo de fijarme en sus zapatos. Centré la atención en su cara, que pasó de la amabilidad al estupor, de ahí a la sorpresa y, finalmente, se llenó de alarma. Luego, el hombre hizo un inútil intento de cerrar la puerta. Fui más rápido que él: interpuse un pie, di un empujón y, aprovechando que se tambaleaba, le propiné un martillazo en la sien izquierda, a solo un par de centímetros de su redondo y asqueroso ojo bizco.