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ME desperté sobre las diez. En el hotel ya se había acabado el turno del desayuno. Mejor. El bufé me recordaba al comedor del talego. Es curioso que esta gente pague para que la traten como a los reclusos. Me conformé con tomarme un café con leche y un bollo en el bar de la terraza. Luego pasé un rato en la piscina. Nadé un poco y cogí sol hasta que llegó la hora de dejar la habitación.

Llegué a casa a mediodía. Como no me apetecía cocinar, bajé a la avenida de Las Canteras y pedí algo de enyesque en una de las terrazas. Hasta ese momento no me permití pensar en lo tonto que había sido.

Para empezar, las cosas no habían ocurrido tal y como yo pensaba. No se trataba de que a Diego lo hubieran matado porque diera la casualidad de que estuviera allí cuando entraron a robar. Yo me había tirado más de veinte años pensando en ir a por un vulgar chorizo que se había asustado al encontrarse con el dueño de la casa. Y resultaba que no. Que la cosa no iba de un palo que había salido mal. Que a Diego lo habían matado premeditadamente y por algún otro motivo. Que lo que tenía que empezar a buscar ahora era un tipo trajeado. Un tipo que se peinaba como Mario Conde. Un tipo que ahora tendría unos sesenta o setenta años. Un tipo que le había aflojado más de medio quilo a Felo el Albacora para que me buscara la ruina. Y que tenía un ojo chungo.