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FUE justo después de eso cuando me fui al retiro. Había oído hablar de ello a otros que también sentían haber tocado fondo y habían intentado desengancharse. Era un monasterio en Santa Brígida. Ibas allí, les pedías hospedaje y te podías quedar el tiempo suficiente para pasar el mono. Los monjes eran buena gente y, como eran tipos de buenas costumbres, algo se te acababa pegando.
Yo nunca fui religioso. Hice la primera comunión, como todo el mundo, pero, poco a poco, Dios fue resbalándome como me resbalaba casi todo lo demás. Sin embargo, siempre me quedó, como a todos los de mi quinta, algo de aquella educación católica que nos tatuó en el cerebro padrenuestros, avemarías, credos micenos y los esjustoynecesario que había que responderle al cura.
Fui a pedir hospedaje y fue allí donde me cambió la suerte, porque fue en el monasterio donde conocí a Diego.
El padre prior me lo presentó como a un antiguo amigo de la orden, que venía con frecuencia a hacer retiros espirituales. Era agradable, pulcro y resultaba atractivo. No hacía ostentación, pero se le notaba que estaba bien situado. Tenía algunos años más que yo y muchísima más cabeza. Un tipo con estudios, culto, educado. Luego, por el propio Diego, supe que él había estudiado Teología y había sido postulante allí mismo, pero que antes de alcanzar el noviciado se había salido. Los motivos, en principio, parecían difusos, pero yo se los adiviné enseguida.
Después de dejar los hábitos, Diego hizo estudios de Economía y de Marketing y, al final, de Estrategias de Comunicación. Trabajó en empresas de la Península, hasta que Willy se lo recomendó a su padre. Willy era Guillermo Acevedo Ossorio. Por tanto, el padre de Willy era Ernesto Acevedo Blay. Sí: ese mismo Ernesto Acevedo Blay. Acababa de jurar el cargo y había tenido problemas con su jefa de prensa. Eso, a Diego, que sentía nostalgia de Canarias y era afiliado al partido desde los diecinueve, le vino como ojal a botón.
La familia de Diego era de Santander, pero su viejo era militar y él se había criado aquí. Por eso conocía a Willy Acevedo. Luego estudió en Comillas y allí volvieron a coincidir. Incluso habían compartido piso. Así que Diego y el hijo del presi eran la uña y la mierda.
Cuando coincidimos en el monasterio, Diego ya trabajaba para Ernesto Acevedo y, después de seis meses demostrándole que era un tipo competente, el presi acababa de proponerle que se convirtiera en su secretario. Precisamente por eso había pedido hospedaje. Necesitaba reflexionar antes de aceptar la oferta.
De aquel retiro Diego salió con la decisión tomada y antes de irse me anotó sus señas y su teléfono. Me ofreció su ayuda, su casa y su amistad, si de algo podían valerme. Así mismo lo dijo. Yo supe inmediatamente lo que había detrás de la oferta, pero no me importó.
Cuatro días más tarde entré en casa de Diego con una mochila, mucho respeto y la intención sincera de encarrilar mi vida. La intención duró poco. El respeto también. Calculo que hicimos la comedia del buen samaritano y el tipo que intenta reinsertarse durante más o menos una semana. Luego, un domingo por la tarde, desperté de la siesta y me encontré a Diego sentado junto a mí, con dos tazas de café que había puesto en la mesa de noche y una sonrisilla tatuada en la cara, mientras me llamaba dormilón y me decía que me despertara con tono de madraza. No me hizo falta peguntar nada. Leí en sus ojos que albergaba la esperanza de cobrarme el alquiler, pero nunca se hubiera atrevido a dar el primer paso. Simplemente, lo tomé por el cuello y lo atraje hacia mí.