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LA casa de Diego aún está allí, al fondo de una de esas calles privadas que se desperdigan por el Guiniguada rodeando al Jardín Canario. Da la espalda a una ladera y mira de frente a un valle donde solo algunos dragos y piteras rompen la monotonía del pedregal.
No entro. Me limito a observar por encima de la tapia, aprovechando que en las casas cercanas parece no haber nadie. Son las tres y media o las cuatro, la hora mansurrona de la siesta. En todo caso, si alguien me hubiese visto, habría pensado que era un novelero o alguien interesado en los terrenos.
Durante todos estos años pensé que la familia de Diego habría hecho algo con la casa, que la habría vendido o alquilado, que los nuevos habitantes o ellos mismos, en caso de haberla conservado, la habrían reformado o acaso la habrían derribado y vuelto a edificar sobre los restos de aquella memoria del horror.
Pero no. A juzgar por el deterioro, por el abandono añejo, nadie ha debido de habitar en ella en todo este tiempo.
Pasé buenos momentos en esa casa cuya tapia de picón se cae a cachos, tras esa fachada de dos plantas que yo recordaba de color blanco y que, hoy he comprobado por las pocas zonas que las inclemencias respetaron, era en realidad de un tono amarillo pálido. En el jardín delantero ha crecido la maleza con furor de selva y sequedad de sarmiento. Alguien desmontó la barandilla del porche, se llevó la mesa y las sillas que había siempre allí, tapió las ventanas de la planta baja y complementó la cerradura de la puerta principal con dos cáncamos y un candado.
Diego invirtió mucho en esta casa, con el esfuerzo y la constancia que la gente de verdad invierte en cumplir sus sueños. Se le rompería el corazón si la viera así. Ahora que lo escribo, me parece una tontería eso de hablar del corazón roto de Diego en sentido metafórico: ese corazón se lo rompieron de verdad a cuchilladas. Según lo que trascendió en el juicio, lo alcanzaron de lleno al menos dos de las puñaladas.
En el juicio también se supo que ni puertas ni ventanas habían sido forzadas, que el asesino tenía llave de la casa o que el propio Diego le abrió la puerta y, por tanto, se trataba de una persona conocida, de confianza. Y los vecinos, además, testificaron haber escuchado gritos y golpes el sábado por la noche. Pero no era la primera vez, ni sospecharon en ningún momento que fuera a ser la última.
Me pregunto si continuarán ahí los muebles, el escritorio de Diego, el sofá en el que yo me pasaba las tardes muertas, las estanterías llenas de libros que menguaban una de las habitaciones de arriba. Y me pregunto si seguirán también ahí las manchas de sangre en las paredes y en el suelo del salón que eran como un mapa de la iniquidad, un croquis de la infamia.