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PODRÍA haber llamado a Patricia al día siguiente, pero preferí dejar que se cociera en su propia expectación. Tampoco me pareció oportuno telefonearla durante el fin de semana, porque el marido y las crías andarían a su alrededor. No, sería mejor llamarla el lunes.

Había pagado el alquiler del coche durante una semana y pensé que no me apetecía quedarme en casa el sábado y el domingo, así que volví a tomar una habitación en el hotel de Playa del Inglés, aquel donde había estado cuando lo de Felo. Me llevé un par de libros, el bañador y una caja de condones.

Llegué allí el sábado por la tarde y, tras pasar las últimas horas de sol en la piscina, me vestí, cené y me fui al Yumbo. Los antiguos locales de ambiente habían cambiado de nombre, de dueño o ambas cosas, pero el Yumbo, que de día era un centro comercial de zona turística cualquiera, por la noche seguía siendo el mismo pantano de vicio en el que no costaba encontrar a gente sin nombre y sin apenas rostro que pasara contigo un buen rato. No entré en los garitos más agresivos, en aquéllos que anunciaban desnudos integrales o cuartos oscuros. Tampoco me detuve en ninguno de los que ofrecían números de drag queens. Preferí alguno de los locales tranquilos de la planta sótano, bares con terraza y música de los ochenta donde tipos maduros y parejas de lesbianas conversaban tomando cócteles. Pedí un San Francisco y permanecí allí, en medio, esperando a que alguien me dirigiera la palabra. Aún no me lo había terminado cuando un tío alto de cabeza afeitada, que tomaba copas con otros dos en una mesa cercana, me lanzó una sonrisa. Por supuesto, se la devolví con intereses. Evidentemente, los otros dos eran pareja y el calvo andaba de cacería. Debía de tener unos cuarenta. Llevaba una camiseta de licra bien ajustada a un torso musculoso. No era exactamente guapo, pero tenía un déjame entrar en la sonrisa que me dio buena espina. Me pareció oportuno acercarme a pedirle fuego. Al fin y al cabo, nunca he tenido nada en contra de los calvos.