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YOLI lo llama apartamento-estudio. En realidad es una pieza de cuarenta metros cuadrados, con un biombo que separa el dormitorio del cuarto de estar, un pequeño cuarto de baño donde además está la lavadora y una cocina diminuta. Pero hay un balcón con un tendedero plegable, una mesita y dos sillas de plástico. Será un buen sitio para leer.

Esta caja de fósforos está en la calle de Los Gofiones, una prolongación de la calle Sagasta, en la zona de La Puntilla. Queda cerca del Mercado del Puerto y de la playa de Las Canteras.

Como el piso es amueblado y no tengo demasiadas cosas, no he tardado en mudarme, solo lo que me demoré en buscar aparcamiento para la Trans.

No es que sea una maravilla, pero la zona está bien, no resulta caro y, lo mejor de todo, voy a vivir solo. Quizá, en el fondo, la libertad sea eso: poder dormir solo.

Ahora escribo aquí, en la terraza. Es domingo por la mañana, el día es soleado y se escucha el bullicio de las familias que pasan por la calle, camino de la playa o de los restaurantes de la avenida de Las Canteras. En el bajo del edificio hay un bar con terraza y la gente bebe cerveza y hace enyesques de queso, aceitunas o papas arrugadas. Un viejillo, en una de las mesas más alejadas, ha sacado una guitarra y está interpretando un bolero con más sentimiento que oído.

Es como si la tarde no fuera a llegar nunca, como si todo el mundo estuviera bien alimentado y vestido, como si todos fueran felices, como si la muerte no existiera.

Y yo pienso, ahora que releo mis notas, que es como si hubiera dos tipos muy distintos en mí. Uno es el que lee, el que estudió lo que pudo mientras estaba en prisión, el que dejó las drogas, el malevaje y el puterío: un individuo que intenta expresarse lo mejor posible. El otro es un changuilla de barrio, un canalla inculto y vulgar que, de pronto, aplasta al primero y lo silencia. Esos dos tipos para mí son absolutamente incontrolables: están ahí, en una disputa continua, una dialéctica constante, intentando monopolizar el discurso, pisándose la palabra.

La cuestión es que uno y otro son yo. Que cada uno de ellos habita en mí y, pese a que los necesito a los dos y cada uno adopta sus propias estrategias, ambos tienen un único y preciso objetivo: la venganza.

A veces, uno de los dos tipos, el más educado, el que lee, tiene la tentación de renunciar a ella y olvidarse de todo, construirse una vida, ser feliz. Pero el changa despierta inmediatamente y le estruja el corazón con una mano convertida en garra. En otras ocasiones, es el changa el que siente ganas de renunciar y entonces es el tipo educado quien lo golpea con un puño de rencor infinito.

Y sí, ahí, afuera, la gente pasea y hace enyesques y canta boleros, y sería muy fácil bajar a la calle y unirse, mezclarse, ser otro más, uno sereno y equilibrado. Pero para mí es imposible, porque aquí están esos dos, el leído y el changa, negándose a olvidar, inevitables guardianes del jardín de la revancha.