10
TARDÉ una semana en llamar a Yoli. Lo hice a media mañana, en la pausa del desayuno. Lo cogió Marín y, al reconocerme, endureció el tono. Sé que nunca le he caído en gracia a Marín. Serán celos o será su tendencia a proteger a la Yoli, pero, sea lo que sea, cuando habla conmigo, se pone tieso como si se hubiera tragado un cenicero. Yo no me lo tomo a mal. Al fin y al cabo, supongo que yo haría lo mismo de estar en su pellejo. Cuando se puso, la Yoli me llamó bribón con su voz de vicetiple ronera y me preguntó cómo era que no había dado señales de vida antes.
—Me estaba organizando —contesté.
—¿Y ya estás organizado?
—Más o menos. Para eso te llamaba, para contarte. ¿Vas a estar ahí esta tarde?
—Claro, mi rey, cuando quieras. Hoy no voy a salir.
Por detrás se oyó a Marín, diciendo no sé qué del masajista. Yoli apartó la cara del teléfono y le gritó: ¡Que hoy no es! Hoooooy no, Marín. Mañana, querido. ¡Es ma-ña-na!
Marín debió de irse refunfuñando a otra habitación, pero oí claramente la frase: «Siempre lo mismo, coño», justamente antes de que Yoli volviera a atenderme.
—Uff, qué pesadito está este hombre, Adrián. Cuanto más viejo, más bobo. No te puedes ni imaginar.
—Oye, Yoli, si te viene mal, lo podemos dejar para otro día —comenté, porque no quería causarle problemas con su hombre.
—Que no, muchacho, déjate de boberías. Vente esta tarde, que voy a estar aquí.
—¿Sobre las seis?
—Cuando quieras, de verdad, mi niño, cuando más te apetezca, que yo voy a estar aquí toda la tarde.
Cuando colgué y volví al mostrador, sentí que había comenzado realmente a volver a casa.
Yoli. Ése es su nombre, aunque en su carné siempre dijo (debe de seguir diciendo) que se llama Gabriel Febles Montesdeoca. El papel aguanta lo que le echen, pero se llama Yoli. Por mal nombre y, como mucho, Yoli la Coja. Así le dicen. Solo a sus espaldas, claro está. Al único que tuvo cataplines de decírselo a la cara, la Yoli le rompió una botella de cerveza en la frente y le puso lo que quedaba del gollete en la yugular, todo en un mismo movimiento, mientras lo trincaba por la oreja con la mano libre.
Yoli se pagó las tetas, unas tetas grandes y venosas, haciendo chapas en Guanarteme. Tenía, además, una polla descomunal, un mandado enorme con el que no pudieron ni los tratamientos hormonales y que se hizo famoso en todo el barrio por su magnitud legendaria y sus gloriosas hazañas, que corrían de boca en boca (nunca mejor dicho) desde el parque de Santa Catalina hasta el muro de Lloret. En aquella época intentaba reunir lo suficiente para librarse de ese rabo y hacerse un chichi de proporciones similares.
Eso fue antes de ser la Coja, cuando aún tenía veintipocos y sabía despertar el morbo. Luego, una mala noche, un canalla la arrojó desde un coche en marcha para ahorrarse el pago de un servicio. La Yoli cayó mal y se rompió la cadera. La Seguridad Social le hizo una chapuza que la retiró de la calle durante meses y que, cuando pudo volver, ya la había convertido en ese pingajo renqueante que a cada paso dibuja un seis con la cintura.
Los clientes escasearon. Solo la bondad de las compañeras o el gusto enfermizo de algún tarado la ayudaron a sobrevivir, hasta que al fin entendió que así no iba a ningún sitio. Buscó trabajo. La Yoli tenía hecho el bachillerato, cursos de auxiliar administrativo y hasta había estudiado unas oposiciones, que aprobó, aunque no consiguió obtener plaza. Pero, como me dijo una vez, ¿quién le va a dar trabajo a un travesti?
Así que la Yoli limpió oficinas y casas. Siempre de noche o por la mañana o en cualquier otro momento en que nadie pudiera verla, porque los dueños de esas casas y esas oficinas sentían compasión, pero también vergüenza. Y un día se cansó de pasar miseria y empezó a trapichear. Primero movió chocolate. Después pastillas. Por último, polvo. Nunca jaco. Eso lo ha tenido claro siempre: el jaco solo trae muerte y basura y tristeza.
Como vendía género de calidad y era discreta, no tardó en hacerse con una cartera pequeña y selecta de clientes fijos, compuesta por gente de la farándula, empresarios progres y funcionarios que sí habían conseguido plaza.
Si no consumes, trapichear con coca puede darte mucha pasta. Y Yoli no solo es disciplinada, sino que siempre fue una hormiguita, además de tener ojo para invertir.
Ahora sigue echando polvo, pero solo a algunos clientes fieles, para tener un colchoncito, como suele decir. La mayor parte de sus ingresos proviene de los alquileres de los apartamentos y locales que supo comprar a tiempo.
Vive donde vivió siempre: en la casita de su familia en la calle Pizarro. Allí solo habitan ya ella y Marín, ese guineano descomunal y tranquilote al que recogió hace siglos y que ha querido envejecer a su lado. Marín no tiene oficio conocido, salvo el de chico de los recados y protector de la Yoli, ni, aparte de la colombofilia, otras aficiones que discutir con ella y cuidarla en dosis proporcionales.
Sé todo esto porque Yoli debe de ser, probablemente, la única persona de fuera de mi familia que no me dio la espalda. Por supuesto, eso no quiere decir que piense que yo soy inocente. Aun así, siempre pude contar con ella. Subía de vez en cuando a comunicar conmigo, me llevaba ropa o me ingresaba algo en peculio. Por eso me fui enterando de cómo le iba la vida, y por eso sé que sigue teniendo la misma polla épica, que, aunque ahora podría permitírselo, no se deshará de ella.
—Con todo lo que me ha hecho sufrir —me dijo un día—, al final le he cogido cariño, fíjate tú. Y además, a Marín le gusta. Si a mi hombre le gusta, ¿para qué quiero más?
Y sí: la Yoli continúa teniendo un rabo gigantesco. Pero tiene el corazón muchísimo más grande que el rabo.