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EL aparcamiento del Real Club Náutico es solo para socios. Tuve que aparcar fuera, en un lateral del edificio, en la bajada a la playa de Alcaravaneras. Acababan de dar las ocho. Podía entrar ya en el edificio, buscar el bar y tomar un café para hacer tiempo. Sin embargo, preferí fumar un cigarrillo en la avenida, mirando a la playa. Alcaravaneras es como la cara B del disco playero de la ciudad, una canción del verano que se quedó sin entrar en las listas. Cuando era chico, mi madre a veces nos traía. Aquí había menos oleaje y la playa es más pequeña; como a tantas otras madres, le parecía más segura para venir con Tomás y conmigo.
Ahora hablan de planes urbanísticos, de cargarse esta playa que es un pulmón para la gente del barrio, pese a sus aguas sucias de muelle y su arena llena de jeringuillas. Supongo que sería una putada. Pero también supongo que los políticos están ahí justamente para eso: para hacernos putadas. Que se jodan los vecinos si los políticos los joden. No haberles votado.
Me colé en el Club Náutico sin ningún problema. En el vestíbulo de entrada, clavado a un caballete, estaba el cartel de la exposición, diseñado por algún aficionado. Patricia Andrade lo miraba a uno de frente desde una foto de estudio, algo más grande que la imagen de uno de los cuadros (el que había aparecido en el periódico). En la sala la presentación ya había comenzado. Unas treinta personas se agrupaban en torno a la artista y a un viejo con traje y corbata de lazo que debía de ser el presentador.
La momia enchaquetada hablaba de la segunda entrega de una carrera prometedora, de la peculiaridad de una mirada nueva y fresca sobre nuestro paisaje, sobre ese mar que, como dijo el poeta, es al mismo tiempo doga, grillete y sendero innumerable. Eché un vistazo al cuadro que tenía más cerca: a lo mejor lo de la frescura hacía referencia a que la pintura aún estaba fresca, pero me privé de tocar el lienzo con el dedajo. De lo que sí estoy seguro es de que el viejo debía de soltar el mismo discurso en todas las exposiciones, porque aquellas marinas no tenían nada de peculiar ni la carrera de la Andrade prometía demasiado. A esto el viejo volvió a nombrar a Sorolla y yo volví a decir mentalmente que me cogiera la polla.
Después de unos aplausitos, le tocó el turno a Patricia, que agradeció emocionada la presencia de tantos amigos y prometió ser breve, antes de contar que aquella exposición era la culminación de un largo camino de trabajo duro, hecho desde el corazón y con la inspiración que este paisaje privilegiado del que disfrutábamos en las Islas Afortunadas sembraba en su alma (sí, empleó esas palabras: Islas Afortunadas, sembrar, alma, privilegio). Pero no podía dejar de expresar su agradecimiento al Real Club Náutico, por hacer posible aquel evento, a su querido Juan Antonio (ése debía de ser la momia) y, sobre todo, a las personas que la habían apoyado a lo largo de tanto tiempo. Aquí empezó a decir nombres. Por supuesto, sus abuelos, sus hermanos, su marido y sus dos hijas. En ese momento me pregunté si iría a mencionar a la niñera, la cocinera y las criadas que seguramente se encargaban de todo mientras ella gastaba su tiempo en perpetrar aquellos horrores, pero de eso no dijo ni mu. Entonces fue cuando se le humedeció la mirada y dijo que, muy especialmente, quería dar las gracias a las dos personas sin las cuales jamás hubiera comenzado a amar el arte. Afiné los sentidos, porque me olí la tostada. Y, efectivamente, en ese instante, Patricia señaló a una pareja mayor que estaba en primera fila del corrillo, sus padres.
Tras los aplausos, el corrillo se deshizo en otros corrillos más pequeños, la gente comenzó a disfrutar del cóctel y a charlar delante de los lienzos, a fingir que los apreciaban y les gustaban, mientras las bandejas de canapés pasaban de un lado a otro, perseguidas por viejitas emperifolladas y un par de treintañeros que miraban con sorna al paisaje y al paisanaje. Ésos sí que debían de ser realmente artistas, a juzgar por su voracidad, sus chascarrillos y sus miradas de reojo a los óleos.
Pero los artistas no eran de mi negociado. Yo estaba allí por Andrade y, desde un rincón, me dediqué a observarlo. El madero había encogido. Sus movimientos eran un poco más suaves, casi leves. Su bigote era ahora entrecano, pero menos que el pelo, ralo y totalmente blanco. Ya no daba miedo. De no haber sido porque venía buscándolo precisamente a él, me hubiera resultado imposible reconocerlo. Pero era él. Debía de estar ya jubilado y habría olvidado sus años en la madera. Viviría una existencia plácida y muelle, disfrutando de sus nietos (había varios correteando aquí y allá, vestidos en la misma sección de El Corte Inglés, molestando a los camareros sin que sus padres, tíos o abuelos tuvieran la decencia de llamarles la atención) y demás dulzuras de la senectud.
Por disimular, acepté un refresco y un piscolabis y fingí que admiraba una de las marinas. A pocos metros a mi izquierda, Andrade se había apartado de su mujer y bebía vino charlando con otros dos viejos, al parecer de confianza, y que parecían tan interesados en el arte como en la vida sexual del escarabajo pelotero.
No pude escuchar lo que decían, porque, repentinamente, por el otro lado me atacó la artista, haciendo la pregunta que ningún artista debe hacer a alguien que está observando su trabajo.
—¿Le gusta?
Lo preguntó con una sonrisa expectante. Rápidamente, me hice una idea de la situación, porque yo debía de ser el único (o uno de los pocos) que no era ni familiar ni amigo ni conocido suyo, así que la muy imbécil debió de pensar que yo había acudido realmente interesado en su, llamémosla así, obra. Con la misma, aquella diletante pensaba que yo era crítico, marchante o mero comprador de arte. De pronto se me ocurrió que me convenía alimentarle la fantasía e, incluso, que sería divertido. Hice una pausa dramática (que aproveché para acabar de zamparme el piscolabis), me limpié, siempre mirando al lienzo, los dedos y las comisuras de los labios con la servilleta, bebí un trago de refresco y le dije:
—Veo algo interesante, un destello de algo especial.
Después guardé silencio, sin dejar de mirar al cuadro (que representaba un atardecer visto desde, muy probablemente, alguna de las playas del norte de la isla), sabiendo que a la Patricia se le empezaba a hacer el coño pepsicola con la idea de que hubiera en ella un destello especial.
—Lo cierto es que esta serie tiene ya algún tiempo. Ahora estoy trabajando en otra cosa, más… más madura, creo yo —dijo—. Bueno, no sé si más madura. En todo caso, más arriesgada.
Eché un rápido vistazo en derredor. El marido de Patricia, un calvito con gafas de pasta y pinta de calzonazos acendrado, estaba hablando con su suegra, junto a la mesa del bufé.
Innecesariamente, ella se presentó.
—Claudio Román —mentí—. Encantado —me ofreció una mano blanda, que estreché suavemente, pero luego pareció cambiar de idea y dio un beso al aire junto a mi mejilla. Olía a perfume caro—. Me encantaría ver algo de lo que está preparando. ¿Trabaja usted al aire libre?
—Oh, no. Tengo un estudio. Mi familia tenía un ático en Vegueta sin utilizar y lo he organizado todo para trabajar allí. Ya entenderá, con dos niñas pequeñas, una necesita aislarse para poder tener concentración.
Asentí con una sonrisilla meliflua de experto. Me fijé en que la Patri estaba nerviosa, intrigada, halagada y hasta puede que interesada en mí. Eso lo noté en la forma en que se retiraba hacia atrás un fleco rebelde de su melena teñida de oro.
—¿Es usted crítico de arte?
Decidí sacarle partido al personaje enigmático que acababa de construirme.
—¿Tengo pinta de serlo? —repuse con una expresión cómplice, que ella me devolvió enseguida—. No, un simple amante.
Dejé que la última palabra flotara unos segundos entre ella y yo. Patricia echó una ojeada casi imperceptible a su no menos imperceptible marido y luego volvió a clavarme la mirada. Tenía los ojos de color marrón claro, casi zarcos.
Bonitos, aunque algo tristes. No obstante, en ese momento, brillaban. Seguramente veía en mí a un potencial comprador. O quizá se aburría bastante y buscaba otra cosa. De cualquier manera, cuando me vine a dar cuenta, ella me había puesto en la mano una tarjeta de visita.
—Si en algún momento le apetece ver la serie en la que estoy trabajando, estaré encantada de mostrársela.
Eso sí que no me lo esperaba. Pero intenté reponerme y contraatacar.
—Será un placer y un honor. Aunque voy a estar poco tiempo más en Las Palmas.
—¿No vive aquí?
—No.
Se quedó esperando a que le dijera dónde. Al constatar que yo prolongaba el silencio, repitió:
—Pues cuando le apetezca, antes de marcharse, puede venir al estudio. Cualquier tarde, de lunes a viernes.
Pensé que, definitivamente, tenía que comprarme más ropa como aquélla.
Escuché a mis espaldas la voz de Andrade Ruiz, que se sorprendía ante la llegada de alguien y lo saludaba por su nombre. Era, ni más ni menos, que Ernesto Acevedo Blay, el expresidente, el presi, el gran hombre. La Patri también se percató de la llegada de Acevedo y, rápidamente, se excusó conmigo y fue a su encuentro.
El gran hombre era ahora un pobre viejo que arrastraba los pies al andar y no podía disimular su dentadura postiza, su peluquín y su comienzo de Parkinson. En medio del grupito que se formó en torno a él, se disculpó por llegar tarde y, con su vocecita de marioneta afónica, dijo algo que me inquietó: que Willy vendría enseguida, que estaba aparcando. Pensé que ya me había dejado ver lo suficiente e hice mutis sin despedirme. Y es que yo, para Andrade Ruiz no era nadie. Igual que para el presi. Pero estaba seguro de que si Willy Acevedo entraba en aquella sala, me reconocería nada más verme.
Salí de la sala de exposiciones y atravesé el corredor hacia las escaleras. Estaba a punto de comenzar a ascenderlas cuando, de pronto, en lo alto, vi la figura alta y delgada de Willy. No podía dar media vuelta ni podía quedarme allí ni, mucho menos, continuar subiendo las escaleras y cruzarme con él, porque eso hubiera sido tentar demasiado a la suerte. La solución fue sencilla y, en ese momento, me alegré de conservar aún en la mano la servilleta de papel. Pasé junto a él sonándome, con el papel desplegado cubriéndome la cara. Nadie le clava la mirada a un desconocido que se suena estruendosamente con una servilleta roja.