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ME fui a una de esas ferreterías gigantescas que hay ahora en los centros comerciales. Compré una lámpara de campingás y unas cuantas bombonas de repuesto, cadenas, candados, cáncamos, un martillo de carpintero, diez metros de soga, una bolsa de bridas de plástico y dos rollos de cinta americana de doble ancho. En la zona de útiles de jardinería encontré una pala y un pico a buen precio. También unos guantes. En la de náutica conseguí una navaja de pescador y varias argollas grandes, de acero, con pernos a juego que servirán para fijarlas al suelo de la furgoneta.
Para empezar estaba bien. Estaba revisando todo lo que había comprado cuando llamaron a la puerta. Era la vecina de al lado. Ya me la he cruzado otras veces, entrando o saliendo, a veces sola, a veces acompañada por un tipo pálido de más o menos mi edad. Ella tiene unos treinta y pico bien despachados, es alta y vistosa y, estoy seguro, a los veinticinco debía de estar buenísima, porque aún le queda algo de aquel bombón en los andares, la silueta de valquiria y la piel, algo estropeada, no obstante, por el maquillaje y el bronceado excesivos.
Supongo que lo único que quería era cuchichear, pero la excusa oficial fue pedirme un cigarrillo. Enseguida se disculpó como si se avergonzara y me contó que estaba intentando dejarlo y que si bajaba a la calle compraría un paquete y acabaría fumándoselo, y ella no quería hacer eso porque había decidido dejar de fumar, aunque le daba miedo eso que dicen de que cuando una deja de fumar tiende a engordar, pero ella confiaba en no tener problema porque tenía buena genética, como yo bien podía ver, aunque la verdad es que no era solo genética, sino que ella se cuidaba, nadaba, iba al gimnasio y tenía cuidado con la comida. Iba a seguir dándome la brasa explicándome su dieta, pero le dije que esperara un momento, cogí un cigarrillo y volví a la puerta con él. Se lo di, lo encendió y exhaló la primera calada con cara de éxtasis. Llevaba el pelo teñido de negro (ese azabache no puede ser su color), las uñas pintadas de rojo sangre y los ojos enormes escondidos tras unas lentillas de color gris azulado. Me pregunté por un momento de qué color serían realmente esos ojos y ese pelo. Pero un instante después me respondí que me la suda.
Le bastó un minuto más para darme las gracias, decirme que le había salvado la vida, que se llamaba Candi y que era muy amiga de Yoli, que, cualquier cosa que necesitara, no tenía más que pedirla. Se quedó esperando a que le dijera mi nombre y, como permanecí en silencio, no se cortó en preguntarlo.
—Adrián.
Pensé que iba a ofrecerme la mano para estrechársela, pero me plantó un beso en la mejilla. Olía a tabaco, maquillaje, sudor y pecado. Después de darme las gracias un par de veces más, repitió que si necesitaba algo, que se lo dijera, que para eso están los vecinos.
Ahora, mientras escribo esto, la escucho canturrear Los piconeros. No sé si está limpiando la casa o preparando la cena, pero la oigo ahí, al otro lado de la pared, cantando eso de Ya viene el día, ya viene, mare, y la imagino con sus mallas negras, sus sandalias y su top de algodón, imaginando a su vez que yo la escucho y la imagino.
Dijo que si necesitaba algo que se lo dijera. Yo sé lo que necesito ahora mismo. Pero eso traería problemas. Está claro. No solo por el tío pálido que suele ir con ella (y que puede que hasta viva ahí), sino porque ese tipo de mujeres siempre los traen.
No obstante, sigue cantando, por tu culpa culpita yo tengo negro negrito mi corazón y yo la escucho y la imagino y vuelvo a oler ese aroma a pecado.