36

EN ocasiones hay una canción, un libro, la escena de una película o un determinado olor que me hacen acordarme de Diego. Salvo por mis salidas de tono, por aquellas veces en que se me ponía la nube delante de los ojos y montaba el pollo antes de largarme por ahí, la convivencia con Diego era buena. Y, en eso, era él quien hacía todo el esfuerzo. Le costaba mucho, por ejemplo, aguantar la eterna perorata de Willy, que no paraba de comerle la oreja para que me echara de allí como agua sucia.

Willy Acevedo, el hijo del gran hombre, el abogado pijo que jugaba al golf y llevaba una vida ejemplar de nieto de aguatenientes de los de toda la vida, experimentaba hacia mí una aversión que le resultaba difícil de dominar. Cuando venía a ver a Diego yo procuraba mantener la distancia, quedarme en la buhardilla o en el jardín de atrás o mandarme a mudar. No soportaba su desprecio diplomático, las miradas de reojo que me lanzaba mientras miraba a Diego de frente, las alusiones a la necesidad de trabajar para ganarse la vida que tienen todos los hombres que se visten por los pies.

El tipo estaba casado y tenía un crío, pero si hay algo que yo he sabido siempre es adivinar lo que le gusta a cada cual, y Willy, por hetero que aparentara ser, era más de la acera nuestra que de la suya, aunque puede que ni él mismo lo supiera. Conozco a esas bujarras católicas y derechosas, esos maricas ocultos que tienen tanto miedo de reconocer que lo que en realidad les gusta es un buen rabo. Alguna vez se lo dije a Diego. No exactamente con esas palabras, pero sí que le di a entender que lo que le pasaba a su amigo era que estaba muertito de celos. Entonces, Diego se reía, me decía que el celoso era yo, que Willy era amigo suyo desde los jesuitas y que nunca había entendido.

—Lo que pasa es que me tiene mucho aprecio y se preocupa mucho por mí —decía—. Y, ¿sabes qué? Quizá tiene razón, porque últimamente me das más disgustos que alegrías, bandido.

Esto me lo decía revolviéndome el pelo, sonriendo o buscándome la boca con la suya, más cariñoso que enfadado, pero yo no tenía más remedio que callarme, porque, tal y como ambos sabíamos, en eso tenía toda la razón. Diego se merecía algo mucho mejor que lo que yo le di, que no fueron más que disgustos y desprecios. Cuando nos cabreábamos, yo lo llamaba bujarra de mierda, maricona, meapilas. Hubo ocasiones en las que llegué a preguntarle a gritos cuántos niños había violado en el confesionario. Eso llegaba a arrancarle lágrimas de impotencia. Ambos sabíamos que no era cierto, que algo así jamás se le habría ocurrido. Pero, precisamente por eso, yo utilizaba la pregunta como látigo para hacerle daño. Cosas de la rabia.

El recuerdo del cadáver de Diego, aquel muñeco pálido recubierto de sangre, hecho un guiñapo en el suelo de su salón, se mezcla con el del cuerpo de Diego cuando estaba vivo, aquel cuerpo delgado y lampiño, bronceado y pulcro, muy pegado al mío en algún sábado por la mañana, cuando la luz llenaba el dormitorio y nos descubría entre las sábanas. También hay una imagen de Diego en la puerta de casa, esa puerta que yo acabo de cerrar de un portazo y que él ha abierto, llamándome, diciéndome que vuelva, que tenemos que solucionarlo. Es curioso, porque esa imagen no la vi de frente, sino por el rabillo del ojo, mientras llegaba a la cancela y la franqueaba, cerrándola también de un portazo. Sí: la última vez que vi ese cuerpo con vida, fue de reojo.

Willy Acevedo no declaró en el juicio. Papaíto era lo suficientemente poderoso como para conseguir que lo dejaran fuera del asunto. Supongo que la repulsión mutua, en lugar de mitigarse, se ha ido amplificando con los años, igual que la humedad va devorando un techo hasta que éste se desploma. El techo de nuestra repulsión lleva ya tiempo descascaronándose, pero aún no ha caído; la distancia lo apuntala.