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«OLVIDAR no es algo que uno haga, sino algo que sucede». Eso dice en el libro que estoy leyendo. Últimamente, me cuesta dormir pensando en esto. Buscando el sueño, pongo Radio Revival y leo.
El programa que ponen a partir de las once es una repetición del que dan por la mañana. El tipo que da paso a la música parece joven. Quizá tenga los treinta, pero no creo que llegue a mi edad. Habla del Rock como de un pasado que ya no volverá.
Casi toda la música que pone ya la escuché en su momento en discos de vinilo o en casetes grabadas.
En esa época la gente del barrio oía más a Bonney M., Bob Marley o Los Chichos. Yo prefería estas cosas: Lou Reed, Led Zeppelin, Creedence Clearwater Revival, Deep Purple o Jefferson Airplane, esa música que te ponía en marcha o que era como una nube en la que podías flotar y mearte en la cara de todo lo solemne.
Ahora están poniendo Riders on the Storm y yo, tras encontrarme con esa frase he dejado de leer y me he puesto a pensar y he cogido la libreta para escribir esto.
Yo paraba bastante en el Sur, en Maspalomas o en Playa del Inglés. Allí no me conocía nadie, por eso era más fácil buscarse la vida. No resultaba complicado hacerse una cartera o enrollarse con un guiri o las dos cosas. En alguna ocasión fueron parejas, pero por lo general eran tipos solos que habían venido a la isla para hacer lo que no podían hacer en su pueblo. Buscábamos algún rincón oscuro o íbamos a sus apartamentos o sus hoteles. Generalmente, yo prefería lo primero. Allí eran pajas o chapas rápidas. A veces ni eso, porque una vez a solas (bajo el hueco de una escalera o en alguna zona entre los coches aparcados) era fácil amedrentar al tipo y desplumarlo. Si se ponían chulos, se llevaban una hostia. En los apartamentos era más complicado, porque siempre había un conserje o un recepcionista que te veía la cara al entrar, así que no podías pasarte de rosca. Ahí tenía que limitarme a ser lo que suponía que era: un chapero de a tres mil el servicio. Y, las cosas como son, también hubo gente que me apetecía.
Y sí: olvidar es algo que sucede. No logro retener las caras o los nombres de los guiris con los que me comunicaba en inglés de garrafón y que me utilizaban como yo a ellos. Solo recuerdo a uno, un alemán que hablaba español y que me contó que en Colonia tenía mujer e hijos. Del nombre no me acuerdo. Pero cuando nos liamos (estábamos en un lateral del centro comercial, entre la fachada de un edificio y un camión aparcado), me contó eso, que estaba casado y que nadie sabía nada de cómo era en realidad, que solo era libre cuando viajaba y podía ser lo que realmente era. «Y lo que soy es un tipo sucio», concluyó. Le hice una paja apresurada mientras él me insultaba lentamente en alemán, con voz baja y ronca. Cuando su semen cayó al suelo, el tipo se agachó y pasó la mano sobre las salpicaduras del color del mercurio. Después, en cuclillas, con los pantalones por los tobillos, me miró y me mostró aquellos dedos rechonchos manchados de esperma mezclado con el polvillo del suelo. Abrió la boca, siempre sin dejar de mirarme, y empezó a aproximar la mano a sus propios labios. Se los rompí de un puñetazo. No intentó huir ni defenderse. Cayó hacia atrás y se quedó allí, en silencio, tirado boca arriba, consciente y con los ojos muy abiertos, con una sonrisa absurda pintada en la boca llena de sangre.
Lo pateé durante un buen rato. Le di en la barriga, en el pecho, en los riñones, en los huevos, en la cabeza. No soltó ni una sola palabra. Se dejó dar patadas y pisotones sin perder la sonrisa, hasta que en algún momento entendí que lo que aquel gilipollas quería era que lo mataran a hostias y me dije que ya estaba bien. Entre lo que tenía en la cartera, el reloj y la alianza, me dio para tirar durante un par de semanas.