63
LA Trans estaba ahí, esperándome. Algo más allá, en el Chevrolet negro, también había alguien esperándome. Vi su silueta moverse en el interior. Seguramente guardaba el móvil con el que había estado escuchando la conversación. Pensé que iba a seguirme en el cuatro por cuatro, pero entendí que estaba abriendo la portezuela para salir, así que me demoré todo lo posible en sacar las llaves de la Trans, para darle tiempo de llegar hasta mí.
No me volví hasta que no lo tuve a mi lado. Entonces vi sus gafas de cristales de espejo, su cazadora bomber marrón. Nadie lleva una chaqueta así en una mañana de treinta grados si no es para ocultar algo. Lo que ocultaba me lo mostró con un lento ademán, abriéndola hasta que pude ver la culata de un pequeño revólver entibiándose contra su cadera panzona. No había pronunciado aún ni una sola palabra. Ahora, con ademán chulesco, dio un paso atrás y dijo:
—Ya tenía yo ganas de verte. ¿Te acuerdas de mí?
Le enseñé algo parecido a una sonrisa.
—Claro que sí. El señor Mierda Número 3.
El tipo miró en derredor y, solo tras asegurarse de que no había nadie mirando, me arreó una piña de las de te-la-debo en plena boca del estómago. No me cogió por sorpresa, pero no esperaba que me diera ahí. Sin embargo, procuré no perder el equilibrio y apoyé el brazo izquierdo y la frente en la carrocería mientras recobraba el aliento.
—Ésta es la última gilipollez que me sueltas.
Andrade también esperó a que me recuperara del golpe. No parecía tener ninguna prisa, aunque aprovechó para cachearme. Escuché los pasos de Willy llegando hasta nosotros, poniéndose a su lado.
—Escúchame bien, Adrián —dijo el madero—, porque la cosa no es complicada. Nos vas a dar los papeles del maletín y los papeles de Curbelo.
Me metí la mano en el bolsillo de la pernera para sacar el sobre y dárselo, pero él puso la suya sobre mi hombro.
—No, chico, no te preocupes. Ese dinero es tuyo.
Willy comenzó a protestar, pero Andrade lo atajó.
—No, Willy, el muchacho tiene razón: se lo merece, por las molestias.
—¿Lo vas a dejar que se lleve mi dinero?
—Una parte es mía. Y, fíjate, a mí no me importa. Lo que es justo es justo, ¿verdad, Adrián?
Willy soltó un bufido, pero Andrade le dio la espalda y se dirigió a mí:
—La pasta te la quedas tú, sin problema. Pero, vamos a ver si nos entendemos: hasta que no me des hasta el último papel, no te voy a dejar tranquilo.
—No los tengo aquí.
—Claro que no. Hasta bueno estaría. Tan tonto no eres. ¿Dónde están?
—Están fuera, en el Sur, en un sitio que tengo.
—Muy bien. Vamos para allá, nos los das y, después, cada uno por su lado. Tú te vas a Cancún o donde te dé la gana y nosotros nos olvidamos de que tú existes.
Los tipos como Andrade nunca son tan amistosos, tan negociadores ni, por supuesto, tan generosos. Darle los papeles era un suicidio. El ofrecimiento de dejarme ir con la pasta era un incentivo para que yo aceptara meterme dócilmente en la boca del lobo. Willy no lo sabía, pero yo sí. Yo aún sopesaba el asunto cuando el madero insistió:
—¿Qué? ¿Qué va a ser?
Dije que sí con la cabeza e, inmediatamente, Andrade le entregó a Willy las llaves del todoterreno.
—Tú vete siguiéndonos de cerca. Luego volvemos juntos.
A regañadientes, el hijo del presi se fue hacia el Chevrolet.
Andrade me indicó cómo entraríamos en la Trans: abriríamos la puerta posterior y yo pasaría hacia delante hasta llegar al asiento del chófer. Él iría detrás. Me pareció innecesaria tanta precaución, pero no me apetecía llevarme otro puñetazo. Abrí la puerta de atrás, atravesé el portabultos y salté sobre el asiento trasero. Cuando lo estaba haciendo, sentí a mis espaldas cómo el poli se metía en la furgoneta con dificultad. Ya no era tan joven. Hubiera sido fácil volverme y darle una buena hostia. No hubiera tenido tiempo de sacar la cacharra. Pero no era eso lo que yo quería. No quería hacer eso ni quería hacerlo allí.
Esperé a que estuviera sentado en el asiento trasero. Entonces noté en la espalda, a través del respaldo, el cañón del revólver, mientras él me decía que arrancara suavemente. Mirándolo por el retrovisor, le pregunté:
—Andrade, ¿ese trasto tiene el seguro puesto?
Se rio con suficiencia:
—Este modelo no tiene seguro.
—Siendo así, te agradecería que apuntaras hacia otro lado. No me apetece nada que me metas un tiro en la columna por culpa de un bache.
Volvió a reírse, se hizo hacia atrás y dejé de notar la presión.
—Es verdad. Además, tú eres un pibe listo, no se te ocurriría intentar nada, ¿no?
Arranqué, procurando no hacer ningún movimiento brusco, dando tiempo a que Willy nos siguiera con comodidad. Le pregunté a Andrade si le importaba que pusiera la radio.
—Haz lo que te salga de la pinga —contestó, poniéndose cómodo.
Estaban dando Vicious, de Lou Reed. Me divirtió mucho la coincidencia: conducir hacia la salida Sur de la ciudad llevando en la furgona al padre de la Patri y que sonara precisamente esa canción, Vicious, que habla de una tía viciosa que quiere que le den leña. Estuve a punto de hacer partícipe al poli de estos pensamientos, pero provocarle hubiera podido precipitar demasiado las cosas.
Continuamos avanzando por entre el tráfico de la autopista, escuchando rock hasta más allá de Telde. Creo recordar que pusieron el Young Americans de David Bowie y una de Frank Zappa, Apostrophe. Después, pasando Vecindario, justo cuando estaba comenzando Voodoo Longue, la señal se perdió y aquella banda fue invadida por una de esas emisoras del sudeste que dan música pachanguera.
El silencio duró unos minutos. Pero a Andrade no debía de gustarle. Echó un vistazo hacia atrás para comprobar que Acevedo no nos perdía la pista y preguntó:
—¿Adónde se supone que vamos, exactamente?
—A Juan Grande.
—¿Y qué hay allí?
Me encantó esa pregunta.
—Allí está lo que era yo antes de esta mierda en la que me convertí.
—Vale, muy poético, pero ¿qué hay?
—Una finca. Una finca de mis padres. Mejor dicho: una finca que fue de mis padres.
—¿Y ahora de quién es?
Me encogí de hombros. Saqué el paquete de tabaco y, por encima del asiento, se lo ofrecí. Negó con un gesto que vi por el espejo. Encendí uno, tosí un poco y escupí por la ventanilla, antes de empezar a hablar.
—Mis padres eran de allí, de Juan Grande. Tomateros. Hijos de tomateros y nietos de tomateros. El padre de mi madre no era más que un jornalero, pero, en algún momento, consiguió comprar esa finca. Mis viejos la conservaron siempre. La ilusión de ellos era hacerse una casita y bajarse a vivir allá cuando se jubilaran. No pudo ser. ¿Sabes por qué? —Su silencio evidenció que ni lo sabía ni le importaba, pero se lo dije igualmente—. Porque les metieron a un hijo en la cárcel. Les dijeron que ese hijo había matado al hijo de otra persona. Los pobres viejos malvendieron la finca para pagar la indemnización. Fíjate: se podían haber hecho los locos, se suponía que era asunto mío y no de ellos. Pero vendieron la finca a un puto banco para conseguir el dinero que había que pagar a la familia de Diego. Y no lo hicieron por mí, sino porque de verdad creían que era lo justo. ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta de la cantidad de vidas que jodieron ustedes? Lo mío da igual. Yo era un puto yonqui, un chapero, un hijo de puta. Pero mis viejos no debían culpa. Ni ellos ni mi hermano.
—Daños colaterales —dijo—. Ellos y tú. No te des tanta importancia. Te tocó a ti como le podía haber tocado a otro.
Estabas en el sitio adecuado y eras el típico tío capaz de hacer algo así. Nos viniste de cojones para solucionar aquella historia.
Andrade me daba cada vez más asco.
—«Solucionar aquella historia». Qué bonito queda dicho así. Colgarme una muerte era solucionar una historia. Quitar de en medio a Diego, supongo que fue algo que hicieron para solucionar otra historia, ¿no?
—¿Hicieron? A mí no me metas en eso.
—¿Cómo que no?
Por el espejo vi su expresión de estupor. Yo me había colado en algo, algo se me escapaba.
—Como que no, tarugo. A mí me puedes echar en cara que te pegué el chicle y que te comiste el marrón por mi culpa. Pero, las cosas como son, yo no tuve nada que ver con lo de Diego.
Si yo estaba equivocado, si él sabía algo que yo no, tenía que sacárselo pronto, antes de llegar a Juan Grande, antes de cruzar el punto de no retorno.
—Tuviste que ver, igual que Willy y que el presi. Lo hicieron entre todos ustedes. Da igual quién empuñara el cuchillo. A ninguno de ustedes les interesaba que Diego hablara.
Se echó a reír, con una carcajada gutural y estridente. Luego, manteniendo una sonrisa de sarcasmo, preguntó:
—Vamos a ver, alma de pollo: ¿qué es lo que crees tú que pasó?
—¿Qué va a ser? Vi los papeles. Diego se dio cuenta de los tejemanejes que ustedes se traían con las empresas. Reunió información sobre lo que hacían: utilizar el cargo del presi para hacer negocio. Seguramente hasta desviaban ayudas y fondos para Veteled y Ansorio. Tú y tu mujer son unos testaferros. El propio Willy lo es. Diego no era como ustedes. Era un tipo honrado. Lo más probable es que antes de denunciarlos les advirtiera, para intentar solucionar las cosas sin hundirlos, porque también era leal y no quería joderles la vida a los Acevedo.
Volvió a echarse a reír. Esta vez, en su risa, no solo había sarcasmo y burla, sino también, y eso fue lo que más me sorprendió, alivio.
—¿De qué coño te ríes?
—De que no eres más gilipollas porque no te entrenas.
Se hizo adelante hasta apoyar la mano en el respaldo de mi asiento.
—Para empezar, en esa época, Ansorio ni siquiera existía.
Dejó que digiriera esa información. Luego prosiguió:
—Sí, querido. Ansorio se montó después. Y yo, al Diego, ni lo conocía. Yo ya tenía mis negocios con Neto Acevedo, pero con Willy todavía no. Eso sí: me consta que el tal Diego no era trigo limpio. De hecho, fue a él a quien se le ocurrió la idea de que Willy montara Veteled. ¿No sabías eso? —De esa pregunta inferí que se me debía de haber puesto cara de tonto—. Parece que Ernesto tenía problemas para financiarse. Así que Diego, que para algo era asesor, le dijo que ésa era una buena opción: montar Veteled y comenzar a pillar contratos por ahí. Encima, era cómodo de cojones. Cuando algún tiburón necesitaba una recalificación o una contrata de servicios, y estaba dispuesto a pagar una comisión, todo se cobraba por Veteled. Y todos los tiburones estaban dispuestos a pagar esas comisiones, porque ya sabes cómo es este país: el que no paga no pilla. Así que el dinero entraba por todos lados. Después se invertía en empresas de fuera. O se mandaba a alguna cuenta en el extranjero. El nombre de Ernesto no figuraba para nada en ningún lado. Diego era un cerebro para esas cosas.
—¿Entonces, qué me estás queriendo decir?
—Te estoy queriendo decir que si has montado todo este pollo porque creías que Diego era un mártir que iba a denunciar los chanchullos de Acevedo, eres un puto tarado.
Me tragué el insulto. Porque lo merecía y porque él tenía una cacharra. Pero, sobre todo, porque habíamos tomado la desviación a Juan Grande y ya dábamos la curva desde la que se divisaba la cárcel nueva. Andrade la miró de reojo y pareció reconfortado cuando comprobó que dejábamos ese camino a la derecha y volvíamos a tomar hacia el norte por un camino vecinal. En ese momento, sonó su móvil.
—Dime… —le escuché decir—. Sí, todo bien… Pues sigue… Sí, a la izquierda… —se dirigió a mí—. ¿Falta mucho?
—En un par de minutos estamos allí.
Volvió a hablarle al teléfono:
—Poquito… Venga, hasta ahora.
Cuando volvió a guardarse el teléfono, se apoyó nuevamente en mi respaldo y preguntó con voz ronca:
—¿No vas a hacerme una jugada, verdad? Te lo digo porque si te portas bien te dejo que te vayas tranquilito con la pasta y que cada uno se rasque su culo, pero si veo que me intentas hacer alguna faena, te pego un puto tiro.
—Andrade, ahora mismo lo único que quiero es quitarme todo este tema de encima. Y entender, si puedo, qué coño fue lo que pasó.
—Te quedaste choqueado, ¿verdad? ¿No te esperabas que tu amorcito estuviera metido hasta las trancas?
—Pero, si es así, entonces, ¿qué fue lo que pasó?
—Eso no es de mi negociado. Me da igual si se volvió avaricioso, si hubo un conflicto de intereses o si se cayó veinte veces él solo encima del cuchillo. Lo que a mí me tocaba era que anticorrupción no se pusiera a hurgar en los papeles de Diego. Y la mejor manera era dárselo todo masticadito. Y la verdad es que no me lo pusiste difícil, eso lo tienes que reconocer. Cuando me di cuenta de que habías salido por patas con el coche del pobre bujarrón, no me lo podía creer. Creo que me puse hasta a dar palmaditas con el culo.