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HUBIERA podido ser uno de esos perros abandonados que comen sobras meneando el rabo con agradecimiento y se dejan querer por viejas solteronas. Pero he preferido el minucioso dolor, la papilla ácida de la ira calculada, la infamia secreta e imprevisible.
Si finjo normalidad, si cuido hasta el hastío cada detalle, no es por mansedumbre, por miedo al castigo, por arrepentimiento ni por propósito de enmienda, sino porque llamar la atención me impediría cumplir mis planes.
Ahora estoy en la calle y puedo ir y venir, pero no soy libre. No lo seré hasta que haga lo que tengo que hacer, que es acabar con ellos.
La cuestión es no apresurarse. Mantener la serenidad. Fingir que me estoy reinsertando, rehabilitando, socializando, estabilizando, equilibrando. Que lo pasado, pasado está, que no quiero volver a meterme en problemas.
El primero en morir será Felo. Sé quién será el último, aunque aún no sepa el nombre. Tampoco sé cuántos son. Puede que solo dos, contando con Felo. Puede que sean más. ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cinco tipos? Cuántos y quiénes. Eso es lo que tengo que averiguar. Los porqués me la sudan.
Sé que no va a resultar fácil. No soy idiota. Es más, va a ser más difícil que morderse un codo. También sé que no soy ningún héroe justiciero. No, no soy el Conde de Montecristo. El Conde de Montecristo tenía dinero para parar un carro. Aparte de eso, él hubiera tenido piedad. Y yo no la voy a tener.
Da igual lo que ocurra luego. Me da igual si vuelvo al trullo o tengo que pasarme toda la puta vida huyendo. Eso es indiferente. Haré cualquiera de esas cosas; valdrá la pena si antes he podido mearme sobre las tumbas de esos cabrones.