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Mary Butler había empezado ya a recomponer las piezas de su vida.

Estaba de vuelta en Kentucky y planeaba matricularse en otra universidad en el próximo otoño. Había respondido una tras otra montones de preguntas acerca de su papel en el estudio de Elizabeth Orman. Finalmente se decidió que ella ignoraba lo que había estado planeando Brian House. Se decidió asimismo, por parte de un comité de ética reunido por la Universidad de Winchester y formado por personas sin rostro, que los errores que se habían producido en el Experimento Polly de Elizabeth Orman habían sido completamente fortuitos. El comité dictaminó que no se había quebrantado ninguna norma ética. Y a Elizabeth se le permitió proseguir sus estudios en Winchester.

Nada de todo aquello le importaba ahora a Mary, salvo en lo que pudiera afectar a la suerte de Brian. Había seguido adelante, aunque le había costado algún tiempo, naturalmente. Había vivido tres o cuatro semanas negras en la casa de sus padres, durmiendo entre aquellas rondas de preguntas. A menudo pensaba en Brian. Este estaba a la espera de juicio en DeLane, y el fiscal del distrito planeaba acusarlo de homicidio en primer grado. Mary había sido citada y testificaría en el juicio preliminar dentro de dos semanas. No necesitaría preparación. A estas alturas ya había memorizado todo el relato y sabía que sería capaz de referirlo con los ojos cerrados.

Ahora daba largos paseos con su madre. Cocinaba para sus padres. Intentaba recuperar cierta normalidad. Pero no era fácil. Una vez más había confiado demasiado, y sentido el dolor de ver frustrada aquella confianza.

A Dennis lo habían expulsado de la universidad. Después de todo, había sido el cabeza de turco de Elizabeth y de Troy Hardings. La universidad había destapado su relación con Elizabeth, y había dictado que tenía una «morbosa obsesión por la aspirante al doctorado y su trabajo». Mary sabía que eso no era cierto; Dennis le había dicho la verdad aquella noche en el Seminario. Asumió la expulsión por Elizabeth, y Mary vio algo en eso: que aún amaba a Elizabeth. Tal vez ella lo había seducido para incorporarlo al estudio; tal vez le hubiera clavado el cuchillo en la espalda, retorciéndolo en la herida; pero él no podía renunciar a ella. ¡Pobre Dennis...! Telefoneó a Mary una noche y permaneció un buen rato sentado en el otro extremo de la línea sin decir nada... , llorando.

Williams, por supuesto, había muerto para cuando llegaron al hospital baptista de DeLane. Un balazo en el vientre le abrió las entrañas y se las destrozó. Mary oyó que la autopsia reveló un cáncer en ellas, que hubiera sido terminal. Que lo estaba devorando por dentro, destruyéndolo. No sabía si era cierto o no. Pero deseó que lo fuera.

Solo quedaba pendiente una pregunta: ¿Quién les había enviado la cinta de vídeo sobre los experimentos de Milgram?

Mary barruntaba la respuesta, y un día, a mediados de invierno, decidió enviar este e-mail para comprobar su teoría:

Para: eorman@winchester.edu

De: quinnsrednoteboo@gmail.com

Asunto: Milgram

Gracias por haber intentado prevenirnos, decano Orman.

La respuesta le llegó a los diez minutos:

Para: quinnsrednoteboo@gmail.com

De: eorman@winchester.edu

Asunto: Re: Milgram

Lo lamento muchísimo. Le dije a Elizabeth que aquello estaba yendo demasiado lejos; que las cosas se deterioraban. Les pasé la cinta de vídeo como demostración. Ellos, como ya sabe usted, se hicieron con ella y añadieron al final las voces de Hardings y de un muchacho llamado Net. Todo para insistir en su argucia. Ahora ya lo sabe: no se fíe jamás de quienes parecen tener motivos extra académicos. Elizabeth y yo nos hemos separado por fin, pero supongo que ya está enterada. Tras la muerte de Leonard, ya no podíamos mirarnos a la cara el uno al otro. Ella quiere proseguir sus estudios. Yo necesito serenarme, jubilarme, vivir mi vida. Mi buen amigo Pig Stephens se está recuperando de la fractura de la mano que usted le causó. Le envía sus mejores deseos. Los dos salimos a pescar en el Thatch de vez en cuando. Charlamos de la vida y de las vueltas y revueltas que da. Todo muy masculino y patético, sí, y también insincero. Pero es lo que hay. La echo de menos algunas noches. Pero ella tenía aspiraciones distintas de las mías; las mismas que tenía Stanley. Probablemente me casé con ella por eso, porque me convertí en... —¿cómo lo diría?—, en el siervo obediente de su ambición. Ya advertí en mis tratos con Stanley que tengo tendencia a aceptar esa clase de rigor. Lo reconozco: soy una víctima fácil para un espíritu fuerte.

No se avergüence usted, Mary. No está usted sola. Yo tenía más de treinta años cuando pasó aquello, bastantes más que los de usted. Me he pasado la vida intentando averiguar cómo pude, cómo fui... engañado. Sé cómo se siente uno. Cómo se siente ahora usted.

La veré pronto en DeLane para el juicio.

Mis mejores deseos,

EDWARD ORMAN