15
El martes Dennis intentó ver a Elizabeth, pero ella no respondía a sus llamadas telefónicas. Cuando escuchó la voz del viejo, colgó rápidamente.
Dio un paseo por el campus, hizo jogging un rato y finalmente se lanzó a una carrera en toda regla bajando por Montgomery Street. Llevaba puestos sus pantalones caquis y su blazer, las gafas le resbalaban por la cara y los cabellos le azotaban la frente. Cuando llegó al final de la calle, se detuvo, se agachó con las manos apoyadas en las rodillas y cerró los ojos apretando fuertemente los párpados. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que salió a correr, años incluso, y se sintió bien. El calor marcó los músculos de sus piernas. El corazón latía a golpes en su pecho. «Tortúrate, Dennis —pensó—. Sigue un rato más.» Cambió la luz del semáforo, y Dennis empezaba a atravesar Pride cuando la oyó a su espalda.
—Estaba trabajando —dijo Elizabeth.
Dennis se encaró con ella. Elizabeth vestía una gabardina beige y llevaba los libros colgados en bandolera sobre el hombro. Era verdad que había estado trabajando: tenía los ojos cansados y venitas de sangre rotas aquí y allá. Dennis le tendió la mano para tocarla, pero ella se apartó.
—Hay demasiada gente aquí —le explicó.
Dennis miró a lo lejos. Caía la noche y las farolas de las calles empezaban a volver a la vida.
—Sí —asintió.
—Mi disertación será dentro de poco. No me parece bien pasarme trabajando todos estos años y no hacerlo lo mejor posible.
—¿Sobre qué la estás redactando, Elizabeth? —le preguntó. La miró a los ojos, intentando evaluar la sinceridad de su respuesta. Ella no pestañeó.
—Ya lo sabes, Dennis. Asistencia. De cómo los seres humanos se cuidan unos a otros. Y de lo innata que es en ellos esa atención.
—Protección —dijo Dennis.
—En efecto.
—Buena suerte con ella.
—Gracias, Dennis.
—Solo tengo una cosa que preguntarte —le dijo.
—Tú dirás.
—¿Es la conexión San Francisco? —le preguntó—. ¿O lo es Pig?
De nuevo no hubo ningún movimiento en su rostro. Ni una rendija en sus ojos... , nada. Lo miraba fijamente. Pero cuando abrió los labios para hablar, él lo notó, un instante apenas, en la forma como se le hacía difícil decir algo. En la manera como su voz cambiaba levemente de timbre.
—No sé de qué me hablas.
Él asintió. Todo había acabado, entonces. Con la misma rapidez con que se inició. Dennis retrocedió hacia el cruce y, cuando vio que no venían coches, emprendió una veloz carrera de nuevo sintiendo en sus oídos el ruido de sus pasos. Treinta metros más allá, cuando se volvió a mirar, ella seguía allí. De pie en el mismo sitio. Aquella noche se lo preguntaría incesantemente. ¿Había estado llorando? ¿Fue aquel movimiento de su mano hacia la cara un gesto para cerrar el cuello del abrigo y resguardarse del viento, o fue alguna otra cosa?
De pie, allí, Elizabeth le recordó a su padre. ¡Qué extraño! ¿Cómo es que nunca te resulta posible imaginarlo? Su postura, las expresiones de su rostro... Como cuando te volvías a menudo a mirarlo después de que te había dejado en algún sitio —en la escuela, en un partido de fútbol... — y te preguntabas en qué estaría pensando. «Enseñar —le había dicho su padre—, es la mejor herramienta para aprender.» Y después regresaría a sus papeles. Se encerraría durante horas en su estudio y cuando la madre de Dennis le dijera: «Ve a llamar a tu padre», él se asomaría por una rendija de la puerta y encontraría al pobre hombre desplomado sobre su escritorio, dormido.
Fue una larga noche de insomnio. Dennis ya sabía que lo suyo con Elizabeth había acabado cuando lo dejó después de su encuentro en el hotel Kingsley, pero faltaba un broche de cierre, una despedida formal. ¿No se lo había anticipado? ¿No pensaba darle lo que necesitaba él? Sí, pero todo había sido de una manera poco clara, equívoca incluso. Mal.
Porque Dennis la necesitaba aún. Antes de haberla encontrado ayer en Montgomery, había logrado superarlo. Pero ahora, de repente, Elizabeth volvía a ocupar sus pensamientos.
Un error. Un maldito error tratar a alguien como ella lo había hecho.
Pero Dennis sabía que aún existía un camino. La propia Elizabeth Orman se lo había mostrado en el Kingsley. Le había dado la carta del triunfo, el camino para volver a ella. No lo conseguiría telefoneándola, igual que no podía conseguir que su padre volviera simplemente llamando a la puerta de su estudio y pidiéndole permiso para entrar. Aun con toda su sinceridad y su encanto personal, era consciente de que tendría que encontrar otro camino para recuperar a Elizabeth.
Y, en consecuencia, Dennis decidió jugar la carta que ella le había dado.