27
Aquella noche, Dennis se encontró con Elizabeth en el Cossack, un bareto en el límite entre DeLane y Cale. Ella estaba ya bebida. El muchacho se sentó frente a ella, mientras Elizabeth lo miraba con ojos imprecisos y sensibleros.
—¿Qué diablos te ocurre? —le preguntó. Habían estado hablando de nuevo en la biblioteca y, aunque Dennis tenía que reconocer que las cosas no eran como antes, aún se culpaba un poco de ello. Por lo menos, ella ahora volvía a reconocer su presencia, a mirarlo y a considerar sus pensamientos.
—Nada —respondió arrastrando las sílabas—. Es solo esa maldita disertación. —La palabra sonaba mal en sus labios, como un taco obsceno.
—Voy a estar muy ocupado durante los próximos días —le dijo.
Ella asintió moviendo lentamente la cabeza.
—Iré de excursión con algunos amigos —le explicó.
De nuevo el mismo gesto de lento asentimiento. Elizabeth estaba al corriente de aquello, por supuesto, pero Dennis estaba asegurándose. Asegurándose de que lo supiera para que lo recordara a su vuelta... , para que tal vez... , tal vez recuperara su antigua energía. Porque... ¿quién sabe? Tal vez fuera esta su recompensa. En apenas una semana, Dennis había pasado de estar furioso con ella... , de esa clase de furia morbosa, vil... , a experimentar un sentimiento distinto. Algo parecido a la desesperación. Sí... , tenía que reconocerlo: necesitaba desesperadamente a Elizabeth, ahora que ella se había distanciado de él. Dennis permanecía desvelado por las noches pensando en cómo haría para recuperarla.
Permanecieron callados un momento. Y luego Elizabeth dijo:
—Me he hecho un tatuaje. —Y, como Dennis no decía nada, prosiguió—: ¿Quieres verlo?
Dennis la miró mientras ella se quitaba un cuadrado de gasa y le mostraba el dorso de su mano:
—¿No te parece precioso? ¿Has visto alguna vez algo parecido?
—No —mintió Dennis—. Jamás lo he visto.
En la figura de puntitos de tinta roja semejantes a sangre distinguió una S y una P, entrelazadas.