13
Para evadir la atención del viejo, la vez siguiente fueron al hotel Kingsley, en el centro de DeLane. Elizabeth había telefoneado antes para reservar la habitación, diciéndole a la chica de recepción que esperaba a unas «personalidades» que llegarían a la ciudad para visitar al decano Orman. Le dijo a Dennis que sabían muy bien lo que querías decir cuando te referías a «personalidades». Dignatarios, profesores, antiguos alumnos. Era fácil ocultar cosas en aquella ciudad, le dijo, todo lo que tenías que hacer era pronunciar la palabra «personalidades» y las cosas salían de verdad como tú querías.
La habitación era impresionante. Art nouveau, araña de hierro forjado proyectando luz en cada rincón, tapicería victoriana en la zona de estar e, incomprensiblemente, una pantalla plana LCD de televisión montada en la pared. Frente a ella, colgando sobre el cabecero, una impresionante réplica de un Monet. Era el hotel más lujoso en el que jamás se hubiera alojado Dennis pero, por desgracia, la habitación era suya solo para tres horas. A las 20. 30 tenía un grupo de estudio en la residencia de los Tau.
Elizabeth era sistemática, casi profesional, con él. Se volvió hacia atrás, todavía encima de él, y los dos se miraron a través del espejo de caballete que había a los pies de la cama. Su manera de hacer el amor se estaba volviendo más educada, menos impetuosa, y por primera vez Dennis notó que su mente divagaba mientras ella montaba encima de él. Por alguna razón, pensó en Polly, la falsa muchacha que sería asesinada si él no la encontraba. ¿Cómo hubiera sido acostarse con ella? Era alocada. Lucía piercings, recordó Dennis, por todo su cuerpo. O quizá se mostraría sumisa, débil. Vulnerable.
Pensando en Polly, Dennis llegó al orgasmo.
—No ha sido igual —dijo Elizabeth luego. Estaban los dos echados en la cama, besuqueándose el uno al otro, con el ventilador del techo girando lentamente por encima de sus cabezas.
—No —admitió Dennis. De nuevo aquella brutal sinceridad suya.
—Tal vez se haya acabado.
—Es probable.
Yacían en silencio los dos, con el aire frío del ventilador cosquilleando en su piel. Dennis pensaba en el muchacho inglés, aquel que había llorado en la sala de estar mientras el decano Orman lo observaba a hurtadillas desde lo alto de la escalera. En algunos aspectos, estaba contento de haber llegado a aquello. Ya desde su conversación con el decano venía pensando menos en Elizabeth y más en Polly... y, por extraño que parezca, no le importaba.
—Mi madre hacía esto —dijo Elizabeth.
—¿Esto?
—Sí... , lo que hacemos aquí. Disimular. Engañar. Estar siempre ocultándose, llamando por teléfono desde algún lugar para decir que llegaría tarde. Y mi padre lo sabía. Eso ocurría en los sesenta, compréndelo. El amor libre. En una ocasión los pesqué cuando daban una de aquellas fiestas. Yo tendría unos siete años entonces. Bajé las escaleras y los encontré a todos desnudos, a todas las mujeres con las fláccidas tetas al aire y con la atmósfera impregnada por el olor a incienso. «Sube arriba, Lizzie», me dijo mi madre. Y yo obedecí.
—Tienes suerte —se burló Dennis—. Lo más atrevido que yo vi en mi casa fue a mi padre garabateando ecuaciones en las ventanas. Decía que le gustaba verlas desde las dos caras. A mi madre no le hacía ninguna gracia.
—No lo entiendes —dijo Elizabeth—. Crecí totalmente fuera del control de mi madre. Ella no podía tenerlo. Se enamoró de un artista, de un tipo que hacía litografías en San Francisco. Hasta que finalmente se marchó allí con él. Pocos años después, cuando yo estaba en la universidad, regresó. Rota. Sucia y estropeada. Era una persona totalmente distinta. Y aún seguía casada con papá. Él la acogió en casa, por supuesto. En realidad, no le hizo ninguna pregunta. Aún seguía queriéndola apasionadamente. Volvió a aceptarla aunque mis hermanos y yo le advertimos que no lo hiciera.
Elizabeth se había vuelto de lado ahora y hablaba a la almohada. Dennis notaba que aquel discurso no era para él: que eran cosas que jamás podría contarle al decano Orman, porque eso la rebajaría a sus ojos y la vería como una mujer de clase inferior, débil y desechable. Y entonces Dennis se dio cuenta: aquella misma comedia —la ocultación del anillo, la omisión del apellido— había sido representada ante Orman en Marruecos. Pensó en el decano y Elizabeth en el desierto, con el viento cargado de arena azotando su tienda mientras se decían todas aquellas medias verdades.
—Y al cabo de unos pocos años, ella murió —seguía explicando Elizabeth—. Cáncer de cuello de útero.
—Lo siento mucho —dijo Dennis.
—No lo sientas. Si la hubieras conocido, no habrías sentido su pérdida más que como una especie de sombra de pena. En su funeral, nadie recordó sus años en San Francisco ni aquellas fiestas hippies. Yo jamás le conté a nadie lo que había visto aquella noche. Me limité a asumir que tales cosas sucedían, entiéndeme. Y suceden. No hay azar en el mundo. Todo encaja dentro de una determinada pauta. Mi madre... lo sabía. Me telefoneó una vez desde la costa Oeste. Me dijo: «Lizzie, creo que han echado una maldición sobre mí». Yo no dije nada. Pero asentí en silencio. Había sido maldecida, en efecto. Maldecida con algún tipo de amarga dolencia. Por un obsceno impulso al placer. El afán de joder con todo cuanto se moviera. Y eso la mató. Eso es lo que yo he heredado de ella.
Dennis no dijo nada. El ventilador seguía zumbando por encima de ellos. Pasaron unos niños por el pasillo, riendo como locos. El teléfono de alguien sonó en otra habitación.
—Estuve casada antes. Antes de conocer a Ed, quiero decir. Estudiaba en la Universidad estatal de Cleveland con vistas a conseguir un máster en psicología. Mi vida era tan cómoda como lo ha sido siempre. Conocí a un hombre que era diferente de todos con los que había salido; sincero, cariñoso. Magnífico. Te habría caído bien, Dennis.
—¿Tú crees? —preguntó Dennis, aunque solo para llenar la pausa con sus propias palabras.
—Era encantador y amable. Como tú. Cuando me hacía el amor, buscaba mi placer, no precisamente el suyo. Jamás quiso eyacular en mi cara, introducir su dedo en mi ano u observarme mientras yo jugaba con otra mujer. Tampoco necesitaba, para correrse, que yo me pusiera a danzar delante de él vestida con prendas de cuero rojo. Era de esos que extienden pétalos de rosas sobre la cama. Me llevaba a los restaurantes más exquisitos de todo Cleveland y me presentó a sus amigos en su despacho. Hizo que me sintiera importante, mucho más que un simple objeto decorativo.
—¿Te sientes un objeto decorativo cuando estás con él? —«Él» era la palabra en clave que empleaban los dos para referirse al decano Orman.
—A veces —respondió Elizabeth, apartándose todavía más de Dennis.
Ahora ya no podía verle los ojos, solo la parte de atrás de sus cabellos y la profunda hendidura entre sus hombros. La tocó allí deseando que se volviera de cara a él para poder ver por lo menos sus ojos, pero ella giró sobre su espalda y tiró de la manta hasta su rostro. Se quedó completamente tapada.
—Nos casamos al cabo de unas pocas semanas —dijo, con la voz ahogada bajo la manta—. No fue nada especial, tan solo una boda civil ante un juez de paz. Pensábamos que nuestro amor estaba por encima del matrimonio y que este era solo una costumbre, un compromiso requerido por una sociedad mojigata. Que el matrimonio estaba reservado para los de corazón inseguro, los suspicaces. Mike fue con tejanos, y yo con un vestido de verano. Mi padre estuvo allí, tomando fotos con una de esas cámaras desechables. ¡Éramos tan felices...!
«Mike», pensó Dennis. Repitió el nombre mentalmente, en silencio.
—Después, como suele pasar, las cosas cambiaron. Mike comenzó a trabajar todo el tiempo. Se agotaba con el proyecto que tenía entre manos. Meses y meses de trabajo. La maldición de mi madre ardía dentro de mí, se burlaba de mí, y durante un largo tiempo sentí náuseas de mí misma. Repugnancia de mi propio cuerpo. Dejé la universidad y caí en una depresión. Odiaba el ansia de placer que sentía, la odiaba absolutamente. Cuando Mike estaba en casa, yo sentía deseos de violarlo, de recibirlo en mi boca y chupar todo lo que era, para dejarlo desnudo y sangrante. Después le pedía perdón y me sentía culpable de lo que había hecho. Pero algo había cambiado entre nosotros dos. Había una fisura, una especie de grieta.
Se volvió y miró a Dennis. Tenía los ojos brillantes y húmedos. Pero había algo en ellos: la sugerencia de un conocimiento más hondo. «¿Qué está haciendo? ¿Qué es esto?», se preguntó Dennis.
—El trabajo pudo con él —dijo Elizabeth—. Estaba todo el tiempo bajo la presión de acabar no sé qué proyecto. Ahora ni siquiera puedo recordar de qué se trataba, de la importancia que pudiera tener. Pero tenía algo que ver con un proyecto animal.
—¿Un proyecto animal? —preguntó Dennis—. ¿Como espectáculos con perros?
—No, no... , nada de eso. Mike trabajaba en publicidad. Ahora recuerdo qué era: Alimentos para Mascotas, de la firma Pollyanna. Había una chica en los anuncios: una rubita que daba de comer a sus gatos. El problema, si no me equivoco, era que a Mike no le gustaba esa chica. Quería sustituirla por una persona mayor, más hecha. Una profesional. No estaba dispuesto a que aquel bombón vendiera su producto. La designaba con esta palabra, sí... bombón. ¿Me escuchas?
—Sí —dijo Dennis. Lo había pillado divagando. Mike... Aunque era un nombre muy corriente, no podía dejar de darle vueltas en su cabeza—. Sigue.
—Hablaba tanto de ella... , de esa actriz, que, por supuesto, empecé a tener celos. Pensé que se la estaba tirando. Por entonces yo me pasaba todo el día sola, sin nada que hacer y mi imaginación podía desbocarse libremente. Aun así, me daba cuenta de lo que ridículo que era querer castigarlo por algo que pudiera no ser ni siquiera verdad.
»Pero aquel sentimiento prendió y se desarrolló dentro de mí. Floreció en mi interior: odio por una chica a la que nunca había visto. Cruzaban por mi mente todas las posibilidades, como en una película porno: Mike encima de ella, Mike follándola por detrás, Mike corriéndose en su boca. Aquello me reconcomía por dentro.
»Hasta que, finalmente, no pude soportarlo más. Una noche, cuando volvió a casa, se lo pregunté sin más. “Sé que has estado follando a esa chica”, le dije. “¿Qué chica”, preguntó él. “La actriz, esa furcia. ” Él estaba sereno. Me dijo que me tranquilizara. Pero las cosas subieron de tono. Él se sintió herido, profundamente herido, por lo que yo había dicho. Y su dolor atizó más mi furia, de manera que estaba castigándolo a él y castigándome a mí al mismo tiempo. Su supuesta lujuria era mi lujuria real, y yo comencé a desdeñarlo, a gritarle que no siguiera, que me dejara.
»Mike me dijo que debería tranquilizarme enseguida. Pero, en algún momento cambió y su tono se volvió áspero. Yo, sin embargo, no podía tranquilizarme. Estaba loca, histérica. Mi madre, mi pulsión sexual, la chica del anuncio... , todo se me agolpaba en la cabeza y era incapaz de detenerlo. “Cálmate”, me dijo de nuevo. Y, como yo no lo hacía, me dio una bofetada. No fue fuerte. Solo un cachete, solo un pequeño cachete en la cara. “Lo lamento”, me dijo después. Nos sentamos juntos en el sofá, y él lloró, y yo lloré también, conscientes ambos de que todo había acabado entre nosotros. El artificio de la mujer que yo intentaba ser en nuestro matrimonio se había roto, y él había descubierto mi horrible maldición.
—¿Qué hiciste, entonces? —preguntó Dennis. Pero ya lo sabía. En aquel punto, él le llevaba la delantera. Otro centro universitario, otro marido, y ahora este. Ahora, aquí, él, Dennis Flaherty, en el hotel Kingsley.
—Regresé a Cincinnati. Mi padre me esperó aquella noche viendo la tele. Me abrazó, me venció el sueño y, en algún momento de la noche, debió incluso de llevarme a la cama. Cuando me desperté a la mañana siguiente estaba decidida a cambiar las cosas, a cambiar mi vida. Acudí a un psiquiatra. Él me aconsejó que volviera a la universidad, y eso es lo que hice. Así es como acabé en Winchester estudiando psicología del comportamiento, y en mi segundo semestre aquí cursé una asignatura que impartía Ed. El resto, naturalmente... , bueno... , ya conoces el resto.
Dennis necesitó toda su fuerza de voluntad para no decir nada. Ni siquiera estaba seguro de lo que debía decir, pero sabía que había más en todo aquello. Sabía que Elizabeth seguiría, si él deseaba que lo hiciera. Pero se quedó allí en silencio, con los ojos cerrados, aguardando a que le dijera que lo suyo también había terminado.
Más tarde Elizabeth lo llevó de vuelta en su coche a la residencia de los Taus. Eran las últimas horas de la tarde y una luz terrosa se extendía por el campus. Los Dekes iban desfilando hacia el edificio de los comedores, los Sigmas estaban ya en el patio, trajeados, con corbata y con sus parejas colgadas del brazo luciendo sus vestidos de fiesta, y al pie de la colina, en el límite del campus superior, ardían ya, como cada noche por esa época, los hornos del edificio de artes. Se detuvo en la esquina de Winchester y Crane para que los Taus no los vieran juntos. No le dijo adiós, no hacía falta. No había nada más que necesitara ser dicho entre ellos. Fue solo algo que había ocurrido y que había acabado ya.
Cuando estuvo de nuevo en su habitación, Dennis pensó en todo lo que le había contado. En Mike, en los Alimentos para Mascotas Pollyanna. En el padre de ella esperándola cuando llegó a casa y en cómo este la había subido a la cama. La manera como le había narrado aquella anécdota era como si ella... , como si la hubiera estado ensayando en parte. Como si fuera algo semejante a una actuación.
Dennis conectó su ordenador, inició Word y empezó a escribir. Se le había ocurrido una teoría acerca de Polly, una que le había dado Elizabeth Orman. No le cabía ninguna duda: el profesor Williams lo encontraría preparado.