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Cuando Williams soltó el brazo de Mary y cayó de espaldas sobre el escritorio, para quedar inmóvil enfrente de Edna Collins, todos se rieron. Pensaron que era parte del juego, otro truco más. Otro giro impuesto al relato.
Pero Mary no se engañó. Vio la mano de Brian, vio, a través de la nubecilla de humo, que sostenía un arma. Un pistola que acababa de ser disparada.
La atmósfera cambió a su alrededor. Se cargó de tensión, toda el aula se oscureció como si se hubieran fundido los plomos. El perro huyó del hombre junto al que estaba tendido, el hombre de la gorra de béisbol, y escapó corriendo de allí.
En aquel punto, todos se movieron.
El decano Orman fue el primero en atender a Williams:
—¡Pidan una ambulancia! —gritó.
Un par de hombres más se agacharon al lado de Williams. Todo fue movimiento, prisas, urgencia. Lo despojaron de la camisa. Le daban cachetes intentando mantenerlo despierto.
Y, a su derecha, Brian se movía. No intentando escapar, sino más bien adentrándose en el aula, en el barullo frenético de actores y actrices.
Caminaba hacia Elizabeth Orman con la pistola en la mano.
—Brian —lo llamó suavemente Mary.