16
El orador invitado del miércoles era un policía, presentado simplemente como el «detective Thurman». Thurman se situó en la tarima y se dirigió a la clase. Le temblaban las manos. El profesor Williams ocupó un asiento entre los estudiantes y fue tomando notas con ellos, subrayando de vez en cuando algunas de las ideas de Thurman y riendo sus toscos chistes. El detective tenía un barrigón descomunal y hablaba con el murmullo ronco de un fumador. Mostraba el rostro recién rasurado e irritado, en el que solo quedaba un bigote, manchado por años de nicotina y estrés. Sus manos eran gruesas, con las uñas muy recortadas, tal vez —supuso Mary— desde los tiempos en que se ocupaba en cultivar su huerto. Le había traído al profesor Williams una gran bolsa de papel llena de hortalizas. «Tomates», había garabateado en ella.
—No es lo que ustedes creen —dijo ante la clase—. Resolver crímenes no es la cosa más fácil del mundo. Ya sé que son ustedes muy listos. Quiero decir que sé que Winchester es como Yale y Harvard —algunos de ellos celebraron la ocurrencia riendo—, pero, aun así, se necesita una gran inteligencia para resolver crímenes. Son como pequeñas cerraduras de seguridad. Das una primera vuelta y te das cuenta de que algo ha encajado. Es una teoría. Pero hay más. El piñón se hunde profundamente y te deja acceder al segundo juego de resortes, donde tienes que elegir uno también. Y después a un tercer juego, en el fondo del mecanismo, casi imposible de forzar. ¿Tienes un sospechoso? Vale. ¿Sabes si dispone de una coartada? No la tiene. Perfecto. ¿Cuál ha podido ser su motivo? ¿Sabes si tiene alguna motivación viable? Y ahora, veamos... ¿Eres capaz de encontrar pruebas para poder declararlo convicto en un tribunal? Todo esto son una serie de resortes que debes encajar y, cuando el último de ellos ha encajado en su lugar, el cerrojo se corre y puedes entrar en lo esencial del asunto para echar un vistazo. Mucha gente piensa que existe un momento especial de lucidez en el que todo se muestra con claridad. Bueno, no hay nada de eso. Sencillamente, no es así.
Thurman hizo una pausa y pasó las fichas que le servían de índice. Todavía le temblaban las manos y sus gruesos nudillos golpeaban contra el atril.
—Entiendo —siguió, con voz temblorosa— que ahora tienen ante ustedes la tarea de resolver un crimen. El señor Williams me ha pedido que no les hable específicamente de su trabajo. Porque pudiera darles algunos soplos, ya saben. —Se rió con una especie de pequeño ronquido musical que le salió por una de las aletas de la nariz—. Pero sí puedo hablarles de muchachas desaparecidas, ¡vaya que sí! Podría pasarme todo el día hablándoles de ellas.
El detective bebió un sorbo de la botella de refresco que había traído consigo. Carraspeó para aclararse la garganta. Miraba ahora a la clase con evidente intensidad, con los ojos brillantes y húmedos.
—Tenemos un caso —dijo—: Deanna Ward. Puede que todos ustedes hayan oído hablar de ella.
Mary aspiró una bocanada de aire. Había oído aquel nombre en alguna parte, pero no podía recordar exactamente cuándo. Cerró los ojos e intentó hacer memoria.
¡Sí! En la mesa del despacho del profesor Williams. El papel amarillento, las palabras escritas a máquina:
Deanna tendría la misma edad que Polly si no
¿Se trataba de la misma chica? Mary abrió los ojos de nuevo y los fijó en el detective. Supo de pronto que debería prestar la máxima atención a lo que dijera. Pensó que aquel día estaba a punto de divulgarse una información importante.
—Sucedió cuando yo estaba en Cale, trabajando en la brigada de homicidios —siguió el detective—. Deanna desapareció... , oh, hacia el 86, más o menos. Una chica joven. Adolescente. Que estudiaba allí en el Instituto Central de Cale. Su madre me contó que se había fugado con su novio. A ninguno de la familia parecía importarle; tenían, por así decir, una actitud «pasota» al respecto. Pero hicieron intervenir a la policía para saber a qué atenerse. En cualquier caso, no le dimos gran importancia al asunto. Enviamos a uno de nuestros detectives a indagar, para saber si se habían ido a Las Vegas o a cualquier otro lugar haciendo autoestop. Pero el muchacho regresó solo. Había estado en Cincinnati visitando a su padre y cuando le explicaron lo ocurrido se llevó una gran sorpresa. Pensó, comprendan, que la chica se había fugado con otro.
»Pero, esperen... no —dijo entonces Thurman haciendo gestos en el aire como si les dijera: “Borren todo eso de la pizarra”—. Demos marcha atrás. Antes de que regresara el muchacho habíamos llamado al padre para interrogarlo. Ese tipo es un vagabundo. Tatuajes por todo el cuerpo, cosas irreverentes, propaganda nazi y todo eso. Tenía un mapa del sistema solar tatuado en la espalda. Por lo menos debió de costarle todas sus ganancias de un año... Lo llamaban Stardust, o Star. Había estado en chirona hacía unos años por haber dado una paliza a un hombre al que casi mata. Pertenecía a una banda de motoristas que teníamos vigilada y que se llamaban los Creeps. Esto fue seis meses antes de la desaparición de Deanna. A uno de los Creeps lo habían matado a tiros durante una carrera por Santa Fe, en Nuevo México, y los estábamos llamando uno a uno para interrogarlos, ya saben. Hicimos venir a Star y él contó algo extraño, algo que en realidad no pudimos entender hasta que el novio regresó y pareció evidente que a Deanna le había sucedido algo terrible.
»Star estaba hablando de sus “adornos”: las chicas que se sientan en la parte de detrás de sus motos, fumando y soltándose el pelo al aire mientras los hombres tienen clavada la vista al frente. Había dicho: “Johnny Tracer —que era el chico tiroteado— estaba buscando una chica a la que llevar en su moto, y yo le dije: ‘Tengo una para ti. De todos modos, estoy tratando de librarme de ella’”.
Thurman tenía los ojos muy abiertos, y respiraba profundamente, subrayando el dramatismo de su relato:
—Así que, cuando el novio regresó, llamamos de nuevo a Star. Se presenta como si fuera el dueño de la comisaría. Ya saben ustedes cómo son esos moteros, matones y criminales... Se sienten por encima de la ley. Son intocables. Así que el tipo llega y le preguntamos de nuevo qué había querido decir antes, de qué «chica» hablaba cuando aludió a su conversación con el difunto Johnny Tracer. Y, por supuesto, mintió. Dijo que se trataba de una chica que había conocido en una parada de camiones, una pindonga... —Thurman no estaba seguro de si debía pronunciar aquella palabra. Miraba a Williams preocupado, esperando recibir su permiso. Finalmente se decidió por «una furcia».
—Cuénteles cómo pillaron a Star —le dijo Williams al detective—. Explíqueles la parte relativa a Bell City.
Thurman continuó:
—Bueno... , teníamos muy controlado a Star. Habíamos apostado a un hombre fuera de la casa para vigilar todos sus movimientos. Durante dos o tres días después de la desaparición de Deanna... , nada de nada. Ni pío. Fue el Honrado Abe.1 Supongo que sabía que no le quitábamos el ojo de encima, así que jugó a comportarse como la persona más normal del mundo. Incluso fue a la iglesia y, ¿pueden ustedes creerlo? ... , ¡hasta vestido de negro.
—¿Y después? —lo instó a seguir Williams. Estaba claro que lo encocoraban los detalles superfluos del relato del hombre.
—Y después... ocurrió —dijo Thurman—. Star se montó en su moto una mañana... , muy temprano, antes del alba, y se dirigió en ella a Bell City. Paró unas cuantas veces durante el camino, para intentar descubrir si lo seguían, pero nuestro hombre era bueno en su oficio. Estuvieron jugando al ratón y al gato durante todo el camino por la autopista 72. Hasta que al fin Star se detuvo junto a una pequeña y polvorienta caravana en los alrededores de Bell City. El detective se quedó a una distancia prudente y estuvo observando a través de unos prismáticos. Star entró en la caravana, permaneció dentro una media hora y después salió y se dirigió nuevamente a Cale.
»Ni que decir tiene que nos plantamos enseguida en aquel lugar. Y fíjense bien en esto: había una muchacha allí dentro, pero no era Deanna. Se parecía a ella. Creímos que era ella, en realidad. Detuvimos a Star y nos apresuramos a devolver aquella chica a su madre. Pero la madre nos dijo: “Esta no es mi hija”. Y era la verdad. Mientras volvíamos de la caravana de Bell City, uno de los detectives ya me había susurrado al oído que notaba algo raro en aquella muchacha. Que era como si estuviese... ocultando de alguna manera su rostro. Como disfrazándose. Su madre se quedó mucho más preocupada que antes. ¡Menuda historia! ¡Piensas que te vienen a devolver a tu hija, y te traen esta... falsificación. Así que nos trajimos a la chica. La interrogamos. Ella solo quiso decirnos que “conocía” a Star Ward, pero nunca nos habló de la relación que tenía con él. Cuando le preguntábamos por Deanna, la chica desaparecida, negaba saber nada de ella.
—Pero se parecía mucho a Deanna, ¿no? —preguntó Williams.
—¡Exacto! Era lo más asombroso de todo. Nos sorprendió a todos lo muchísimo que se parecía a Deanna. Era casi una copia idéntica de ella... salvo que era... una persona distinta. Siempre con aquel gesto de su cara —lo recordaré siempre—, inclinándola hacia un lado y mirándonos con expresión inocente. Fue todo muy extraño y enrevesado, y todavía hoy me produce pesadillas, aunque han pasado casi veinte años.
—Dispense... —dijo entonces alguien del fondo. Mary se volvió y vio que se trataba de Brian House; se había puesto de pie y levantaba la mano—. Perdone que interrumpa —añadió.
—¿Sí, señor House? —dijo Williams.
—Tengo que... —Brian se sentó y ocultó la cara entre las manos.
—¿Se encuentra usted mal? —le preguntó Williams.
—No —respondió Brian—. Lo siento, pero tengo que irme. —Se puso en pie de nuevo, recogió sus cosas e, inclinando la cabeza, como si estuviera mareado, salió del Seminario.
—Siga usted, detective, se lo ruego —le dijo Williams al hombre cuando se hubo cerrado la puerta.
—Nunca encontramos a la muchacha desaparecida. Por supuesto que el padre la hizo picadillo, pero no pudimos probarlo. Una teoría fue que algunos rivales de los Creeps la condujeron al desierto y la abandonaron allí como una especie de venganza. Pero, nanay... No. Nadie va a convencerme de que no fue su papaíto.
»Todavía sigo pensando en Deanna. Cuando me retiré, recorría con el coche las calles de Cale buscando a esa chica. Después de que Star Ward cogiera a su familia y se fueran a California, apenas se recibían en comisaría pistas sobre Deanna. Un día seguí a su novio... entiéndanme bien... , por entonces yo estaba fuera de servicio y podía haberme metido en un buen lío si me hubiesen pescado. Salió a comer fuera. Puso gasolina en la estación de servicio de Swifty. Regresó a casa y se puso a mirar la televisión, y yo observándolo todo el rato a través de la ventana de su apartamento. Nada en absoluto. Hasta hoy me tiene obsesionado ese día. Fue un gran fracaso.
El detective Thurman acabó de hablar. Tenía los ojos húmedos, brillantes bajo la luz constante del Seminario. Bebió otro sorbo de su refresco.
—¿Alguna pregunta? —dijo con voz ronca y ahogada.
Los estudiantes pasaron unos cuantos minutos haciéndole preguntas, que Thurman respondía confusamente, con un lenguaje que propendía al cliché. Cuando le preguntaron por qué había ingresado en el cuerpo de policía, les dijo que el trabajo policial era «noble» y que no había hecho más que seguir el ejemplo de su hermano y su padre, que fueron también policías. Les comentó que la tarea del detective era «mantener el ojo fijo en la bola», y no correr el riesgo de quedar «atrapado» en un rincón. Al interesarse ellos por si alguna vez había disparado su arma, respondió que sí, pero que solo lo había hecho como un último recurso. Dennis Flaherty trató de «pescarlo» con una pregunta acerca de Polly, pero el profesor Williams saltó de su asiento anunciando que se había agotado el tiempo.
Una vez hubo salido del aula el detective, Williams cerró la puerta tras él. Mary se preparó para recibir alguna información importante.
—Confío en que les alegrará saber que hay programado un acto no escolar para este fin de semana. Consistirá en... ¿cómo lo diré para no despertar los recelos de los que montan guardia en Carnegie? ... , consistirá en un fiestorro en mi casa el sábado por la noche.
—¿Una soirée? —preguntó Dennis bromeando.
—Una juerga. En Montgomery esquina Pride. A las ocho. Pueden traer a un amigo.
Como de costumbre, fueron pocos los que se congregaron en el pasillo después de la clase.
—¿Piensas ir? —le preguntó Dennis a la chica que se sentaba a su lado en la clase.
—Ni loca —replicó ella con viveza.
Se acordó entre el grupo que ninguno iría a la fiesta; que era una propuesta demasiado insólita.
—Nos reunirá allí, y nos matará a todos —adujo un muchacho riendo, pero su broma provocó una risa ahogada, nerviosa y tensa.
—¿Irás tú? —le preguntó Dennis a Mary.
—¡Por supuesto que no! —respondió. Pero estaba mintiendo. Ya había decidido mentalmente qué ropa se pondría esa noche.