20
Actores.
El lunes a primera hora de la tarde, Brian House salió a buscarlos. Cuando Jason Nettles le habló de Cale, su primer pensamiento había sido: «Es así como voy a poder encontrar a la chica de la fiesta». Pero, cuanto más lo pensaba, más se convencía de que un viaje a Cale podría revelárselo todo. El detective Thurman, la Polly que él había encontrado, tal vez incluso el misterio del propio Williams. Sabía ahora que había sido objeto de un engaño. Que los habían engañado a todos. La frontera entre Lógica y Razonamiento 204 y el mundo real había sido alterada por Williams, y reconstruida por obra de un engaño. Brian se había encontrado a sí mismo preguntándose si había algo auténtico en todo ello: sus otros profesores, las personas con quienes coincidía en las fiestas (tras el incidente con Polly en Chop, ni siquiera se había atrevido a ligar con otra chica), e incluso su compañero de cuarto. Siempre, adondequiera que fuese, sentía la misma intranquilidad, aquel temor de que el mundo fuera a desplegarse sobre él y a volverse patas arriba, descubriendo sus mecanismos como los muelles de un viejo colchón asomando a través de la espuma.
Brian se preguntaba, y no por primera vez, si aquello era lo que había sentido Marcus. Brian había hablado por teléfono, desde Winchester, con su hermano Marcus el día antes de que este se suicidara.
—Me siento estupendamente —le había dicho Marcus. Pero había algo debajo, oculto y punzante, que Brian podía percibir aún como una antigua herida en la voz de su hermano—: Mañana tengo otra audición —le dijo Marcus. Se trataba de un anuncio para una empresa de seguros de automóviles, del que obtendría suficiente dinero para mantener su apartamento-estudio en Brooklyn. Fue una conversación entre dos hermanos, que debería haber estado repleta de esperanzas, pero Brian colgó el teléfono con una sensación de temor. Marcus estaba actuando.
Ahora, aquí, estaba intentando descubrir otra conspiración. No podía evitar el pensamiento de que, de algún modo, era víctima de una broma cruel. El mundo era transparente, pensado para poder ver a través de él. Y Marcus le había dado muchas pistas: enviándole a Brian cajas de sus prendas usadas, o su insistencia —no, su obsesión más bien— por los puentes, como cuando se detuvo una noche hace dos veranos viajando con Brian de Kingston a Poughkeepsie al borde del puente de la autopista 9, que cruza el río Hudson, y preguntó al volver al coche: «¿Qué altura te parece que tiene?». O como aquella última llamada telefónica, claramente engañosa, que era en realidad un intento de informar a Brian de lo que estaba a punto de suceder.
Pero él no lo había visto entonces, naturalmente. Aquella noche ni siquiera pensó en su llamada. De hecho, estuvo fuera con una chica llamada Cara Bright, haciendo fotos en su apartamento alejado del campus. Al día siguiente la llamada de su madre lo despertó.
—Brian... —le dijo. Y él lo entendió enseguida.
Fue un golpe terrible para su padre. El hombre se hundió en su pena, en la incapacidad de ver más allá, en el abatimiento, y Brian tuvo que llevarlo casi a rastras al funeral de Marcus. Ver a su padre sentado en el sofá durante tres días, murmurando en voz baja. A su padre negándose a comer, haciendo ruidos en la casa a las dos y las tres de la madrugada. A su padre despertando una noche a Brian para preguntarle si sabía adónde había ido a parar la vieja bici de Marcus con el cambio de doce velocidades, para salir los dos a buscarla en el garaje; al principio Brian solo intentaba tranquilizar al viejo, pero, cuando se vio que la bici no aparecía, la cosa se convirtió en una especie de test, como si encontrarla fuera a devolverle la vida a Marcus. Y así estuvieron buscando hasta el amanecer, revolviendo entre viejos ordenadores, herramientas y cajas de basura, tirando cosas aquí y allá, y poniéndolo todo patas arriba en un intento de dar con ella.
Nunca lo consiguieron, por supuesto. Se creó así el Misterio de la Bici Vieja de Marcus. Poco después, apenas un par de semanas más tarde, cuando Brian se hallaba ya de regreso en Winchester en contra de su voluntad, su padre abandonó a su madre dejando una nota en la que le decía, simplemente: «No puedo resistirlo más».
Nada de cuanto Brian había empezado a partir de la muerte de Marcus había llegado a su término. Dejaba todo a medio cerrar, incompleto: Katie y su madre, vasos de vidrio soplado que deberían haber sido cilíndricos, pero que salían deformes o planos o se hundían ante sus narices a pesar del interés que ponía en ellos y del cuidado con que los soplaba. El mundo goteaba, se fundía, se venía abajo a su alrededor. Y no había nada que él pudiera hacer para evitarlo.
O quizá sí lo hubiera. Brian había comenzado a pensar en la clase de Williams como una forma de salvar algo, como una extraña forma de redención. Había fracasado con Marcus, se había negado a ver los síntomas de la enfermedad de su hermano, que tenía delante de sí. Nada había ocurrido en su vida desde entonces. Nada, en realidad. Había sentido la pena, había vuelto a la universidad, se había dejado llevar por los vaivenes de una vida. Pero ahora, aquí, se le ofrecía finalmente algo: un reto. Su furgoneta había permanecido aparcada frente a Davis Hall, inmóvil durante la mayor parte del trimestre de otoño. Le apetecía ahora bajar los cristales de las ventanillas y escuchar la radio. Precisamente entonces llevaba una casete de Johnny Cash, el músico de su padre. Intentaba conseguir que los chicos de Davis lo escucharan, pero a ellos, naturalmente, les resbalaba. Ahora, bajo el aire que lo acunaba, Brian la conectó.
En realidad, ignoraba qué haría una vez descubriera el juego de Williams. Tampoco quería pensarlo en este momento. No tenía que decidirlo ya. Pero le resultaba agradable salir, airearse. Condujo, pues, por Montgomery hasta dar con Pride Street, y dejó atrás lentamente la casa del profesor Williams por si podía echarle un vistazo. No había nadie allí, salvo el perro, que corría alocadamente de un lado para otro todo lo que le permitía su correa. Salió hacia Turner Street, y tomó luego la autopista 72 en dirección a Cale. Estaba en el límite del condado de Rowe sin que hubiese decidido adónde iba. El aire irrumpía en el interior del habitáculo y lo desdibujaba todo... , todos los pensamientos que pasaban por su cabeza. Katie... Su madre... El regreso a casa... Todo... , todo se iba con el viento.
Brian ya conocía Cale. Había ido allí unas cuantas veces en busca de cerveza. Como en el condado de Rowe estaba prohibida la venta de bebidas alcohólicas, los estudiantes tenían que recorrer en coche los treinta y tantos kilómetros que los separaban de algunas de las muchas licorerías que operaban precisamente en el límite del vecino condado, al que los estudiantes de Winchester aludían llamándolo «la Frontera».
Cale tenía dos amplias extensiones de tierras de labor entre las que se hallaba la ciudad propiamente dicha. Brian siguió por la autopista 72 cruzando Cale para llegar al otro lado de los límites urbanos, hasta ver un indicador que decía BELL CITY 36. Recordó la charla del detective Thurman: Bell City fue el lugar donde encontraron a la chica de la caravana, la que se parecía a Deanna.
Mientras pensaba en ella, a Brian se le ocurrió una idea.
Fue siguiendo las señales que indicaban el camino hacia el Instituto Central de Cale, lindante con la 72. El centro estaba abierto, naturalmente, pues era lunes; había coches relucientes en el aparcamiento y una clase de educación física dando vueltas por el perímetro. La escuela en sí era uno de esos viejos edificios que no han cambiado desde la década de los sesenta: bajo, pegado al terreno como si fuera una masa que no llegó a subir en el horno, como una cicatriz en la tierra. Cuando Brian caminó hacia las puertas de entrada, vio ondear una bandera al viento. El emblema que había en el prado de delante mostraba una sonriente gallina azul, con el ala levantada en actitud amenazante. Una leyenda decía debajo: BIENVENIDOS DE NUEVO.
Cuando entró en el centro, se apoderó de él una sensación de nostalgia. El instituto de Cale era exactamente igual que los demás institutos en que había estado durante su vida. Suelos brillantes, encerados... , unos cuantos estudiantes yendo y viniendo por los pasillos. Y, resonando contra las paredes, el eco profundo de los rebotes de una pelota de baloncesto. En el vestíbulo, se fijó en las vitrinas de trofeos. Estaba buscando algún tipo de recuerdo de la muchacha que había estudiado en aquel instituto años atrás. Mientras miraba las polvorientas copas, algunas tan antiguas que las inscripciones grabadas en ellas estaban ennegrecidas, una voz a su espalda preguntó:
—¿Puedo ayudarle?
Se volvió y se encontró ante una mujer joven, no mucho mayor que él. Llevaba un distintivo con el nombre en la blusa, en el que se leía SRA. SUMNER.
—Estoy buscando una clase —dijo Brian, con una respuesta que se mantenía a la perfección entre la verdad y la mentira—. Y ahora precisamente miraba si había aquí algo, un recuerdo tal vez, de aquella chica que desapareció.
—¿Deanna Ward? —preguntó la mujer, como si aquello fuera parte de la mitología cultural, como si hubiese pronunciado aquel nombre un millar de veces anteriormente. E implicando algo más aún: toda una multitudinaria historia en sí misma.
—Sí —asintió Brian.
—Tendría usted que hablar con Bethany Cavendish. Era pariente de Deanna. La encontrará en el aula 213 en cuanto termine la clase.
Brian aguardó hasta que la campana sonó a las dos y cuarto, y entonces subió la escalera para ver a Bethany Cavendish. Era una mujer baja, delgada, de aspecto masculino. La encontró ocupada en poner notas a unos ejercicios en la clase de ciencias. Vestía una camiseta de las Gallinas Azules de Cale, con manchas de productos químicos en varias partes, y llevaba sus gafas de laboratorio sobre la frente y prendidas en sus cabellos cortos en punta. Cuando Brian le tendió la mano, la mujer se la estrechó con fuerza y movimientos decididos.
—Deanna lo pasó muy mal —dijo Bethany una vez estuvieron sentados en una de las mesas que había junto a una ventana—. Yo tenía que bajar casi cada semana al despacho del señor Phillips para quitarle de la cabeza la idea de expulsarla. No lo habría hecho si no fuera porque quiero mucho a su madre, Wendy... ¡Una mujer tan dulce! Mi prima, ya sabe... Una de los Cavendish que se establecieron en Cale. Sentí tanto por ella que tuviera que soportar a Deanna y a aquel marido suyo a la vez...
Dijo esto con rudeza, casi escupiéndole a Brian aquella palabra: «marido».
—Deanna desapareció un primero de agosto. Esto ocurrió hace unos veinte años, en el 86. Todo el mundo pensó que había huido y se había casado con Daniel Jones. Los dos formaban una divertida pareja. Danny era mayor, y Deanna se había colado por él. Quiero decir... , que le había dado muy fuerte. Yo la tuve en química II aquel semestre, y se pasaba el día entero garabateando el nombre de Danny en sus cuadernos y en su propia piel. Dejaría el instituto como un mural humano, lleno de corazones, de «x siempre» y de declaraciones de amor eterno. Era un espectáculo turbador; más una obsesión que cualquier otra cosa.
—Pensaron al principio que Danny había tenido algo que ver, ¿verdad? —preguntó Brian.
—Al principio. Pero todos estábamos en el ajo. Todos sabíamos quién era el responsable.
—¿Su padre? —sugirió Brian.
—Claro. Star. Es decir, el padre de Deanna. Lo habían acusado de aquel crimen en Nuevo México, pensaban que había disparado contra un hombre y se había deshecho de él en el desierto. Conociendo a Star, es muy probable que lo hiciera. Comenzó llamándose Stardust, ya sabe... , y después cambió su apellido por el de Star. Estaba muy metido en temas de astronomía, telescopios y todo eso. Se interesó mucho en una cuestión: que lo que veíamos al observar el cielo podría ser el principio del universo.
—La teoría del Big Bang... —dijo Brian.
—Incluso había hecho pintar estrellas en su moto, que les costó a él y a Wendy un dineral del que no disponían. Iba tatuado de arriba abajo con todo el universo... , con el sistema solar representado y rotulado en la espalda y los brazos. Me contó que aquel tatuaje le había costado casi dos mil dólares. En cierta ocasión le presté piezas de mi equipo, unos telescopios baratos que tenía y que, por supuesto, nunca me devolvió. Era su manera de ser.
—¿Mató de verdad a aquel tipo que usted mencionaba? ¿En Nuevo México?
—Creo que sí. No... , permítame que reformule mi frase: sé que lo hizo. Star era un verdadero peligro. No tengo ni idea de cómo la buena de Wendy se quedó prendada de él. Probablemente la llevaría una noche en su moto a enseñarle las constelaciones, y a ella le parecería alguien especial. Así es como ocurren estas cosas en Cale. Chicas espabiladas y guapas como ellas solas, que se dejan avasallar por muchachos que no valen nada. Este es el legado de nuestra ciudad. Aquí no hay nada que hacer, creo yo, si no es escaparse con algún loco. Debería haberse quedado en Winchester cuando estuvo allí, pero se quedó embarazada y la expulsaron.
—¿Estudió en Winchester algún tiempo?
—Debería haberse graduado en el 76, pero nunca lo hizo. Se quedó preñada y volvió aquí, a Cale... El resto...
—Sí... , ya sé —dijo Brian.
—En cualquier caso, todos investigaron a Star por aquel asunto de Nuevo México. Yo ya sabía que habían estado a punto de colgarle aquel crimen, pero entonces Deanna desapareció. Y de pronto todo Cale se alborotó por lo de Deanna y nos olvidamos de Star. Sin embargo, yo no; siempre he pensado que fue él quien la mató y enterró su cadáver en algún lugar de su propiedad.
—A su propia hija... —dijo Brian, más para sí mismo que dirigiéndose a Bethany Cavendish. Pensaba, en realidad, en el padre de Polly y en la disparatada teoría de Mary Butler. Ahora se preguntaba si Mary tendría razón.
—Cada vez que le contaba esto a alguien —dijo la profesora—, me miraban como si estuviera enferma. Rebasa casi la capacidad de comprensión humana que un padre pueda matar a su propia hija y esconder su cadáver. Pero la gente no conoce toda la historia. No se trata en este caso de la perplejidad corriente y moliente del tipo común. Era un hombre amargado hasta la medula. Malo. Yo no le hubiera tolerado nada. Nada en absoluto.
»Y cuando Danny volvió de Cincinnati sin Deanna, se encontró en Cale con una auténtica crisis. El Indianapolis Star publicó un reportaje en primera página acerca de él. Estaba luego la presión sobre el sheriff para que hiciera algún arresto, aun cuando Deanna siguiera desaparecida, y por eso se fijaron todos en Star. Este, al ser interrogado sobre el tiroteo de Nuevo México, había admitido algo acerca de tener una chica a la que quería quitarse de encima. Esta es la forma como actuaban los Creeps con las chicas: las utilizaban, las golpeaban, escupían en ellas, y después se limitaban a abandonarlas en la cuneta de cualquier carretera. Así es como ocurrió con Wendy. A todos los efectos, Star la abandonó. Volvió aquí a vivir en la cochambrosa casa de During Street cuidando de sus dos pequeños, llorando a Deanna.
«During Street —pensó Brian—, donde vivía Polly.» De repente, las dos narraciones discurrían perfectamente paralelas, y Brian supo que había acudido al lugar exacto. Comenzaba a ver lo que el profesor Williams estaba haciendo con ellos: conducirlos al asesino de Deanna Ward creando aquel juego —aquel rompecabezas lógico— protagonizado por una chica llamada Polly. «Pero... ¿por qué? No existe lógica —se recordó Brian—. Solo azar.»
—Fui a verla cierto día. Era una mujer rota, desquiciada por lo ocurrido. Una mujer maltratada. Pero Wendy no era capaz de renunciar a Star. La apremié sobre aquello. Necesitaba decirle que él lo había hecho, para responsabilizarlo de todo. Pero ella no quiso oírme. Me dijo que la horrorizaba solo con pensarlo. Que Star tenía algunos defectos, pero que no era tan malo como todos pensábamos.
—La policía iba tras él, a pesar de todo —apuntó Brian—. Hasta que lo localizaron en las afueras de Bell City.
—Sí, los polis seguían a Star. Y creo que encontraron a su pequeña. Él la tenía fuera de la ciudad, en su caravana, y ellos la asaltaron y detuvieron a Star. Es más, pensando que se trataba de Deanna, la devolvieron a Wendy. Pero se equivocaron de chica. No soy capaz de imaginar cómo pudo la policía hacer semejante estupidez. Hace años hablé con un periodista acerca de ello, un tal Nick Bourdoix. Desayunaba en el McDonald’s todas las mañanas y al final tuve el valor de abordarlo.
Nick Bourdoix. Brian no podía recordar dónde había oído aquel nombre, pero le resultaba familiar.
—Bourdoix dijo que a la chica la habían vestido para que se pareciera a Deanna. El mismo color del pelo. Las mismas ropas. Dijo que la habían instruido para que respondiera a sus preguntas. Vivía con unos tíos en Bell City, y la policía fue a verlos y los estuvo interrogando; pensaban que habían estado aleccionando a la chica, compréndalo. Pero cuando los polis le preguntaron a la chica si ella era Deanna, respondió que sí. Jamás supieron qué es lo que pretendía, y yo tampoco.
—¿Les dijo que era Deanna?
—Eso es lo que yo entendí. Les dijo que era Deanna, se parecía a Deanna, y obviamente todos pensaron que... —Dejó de hablar. Se quitó las gafas y se frotó los ojos con el dorso de la mano—. Pero no se puede hacer eso. No se pueden cometer errores de ese tipo. Es algo inhumano, simplemente.
—¿Qué le sucedió a Star? —preguntó Brian.
—Tuvieron que dejarlo en libertad, claro. No tenían nada en su contra... Él, Wendy y los dos pequeños se mudaron a San Francisco, de donde era su familia. Y de Deanna nunca más se supo. Yo he seguido insistiéndoles en que excavaran alrededor de la vieja casa de During Street o dragaran el río. Tiene que estar en algún lugar de aquellos terrenos, donde guardaba las piezas de sus viejas motocicletas. No me cabe duda de que allí está también su cadáver.
—La casa sigue en pie —dijo Brian. No era una pregunta: estaba pensando en las transparencias de la casa de Polly proyectadas por Williams. El profesor tenía que haber estado allí para tomar aquellas fotos. Brian pensaba en ir personalmente a la casa de Deanna Ward para verla por sí mismo.
—Yo me acerco algunas veces en el coche hasta allí. Pienso incluso en salir y husmear un poco por los alrededores. Vive en ella una familia, una pareja ya de edad: los Collin. Llamé a la puerta un día y me permitieron pasar. No les dije qué era lo que buscaba, y ellos tampoco me lo preguntaron. Supongo que los alegró simplemente tener alguien con quien charlar. No les conté la historia del lugar, ni les hablé de la muchacha que había desaparecido allí. Supongo que la conocían. Sostuvimos una conversación como la que usted y yo mantenemos ahora, pero durante todo el rato yo estuve preguntándome cómo podría salir de la casa y excavar un poco en el terreno.
—¿Viven allí aún?
—No lo sé. Esto fue hace cinco años. Todavía pienso en Deanna. Y Wendy piensa en ella también. Hace unos pocos años corrió el rumor de que habían encontrado en California el cadáver de Deanna. Pero no era verdad. Solo fantasías de chicos. Yo misma fantaseo también algunas veces... , diciéndome que sigue aún allí, que Wendy la traerá de vuelta a Cale y comprará la vieja casa de su madre. Aunque no sé con qué dinero... Pero lo cierto es que imagino a madre e hija viviendo allí, donde fueron felices, dejando atrás el pasado.
Bethany Cavendish dejó de hablar de nuevo. Le temblaban las manos y sus anillos rozaban un poco la mesa. Desvió la mirada hacia el campo de rugby que había en el exterior, donde los componentes del equipo se dedicaban a golpear el balón, formar líneas y chocar unos contra otros para caerse tendidos en el suelo.
—¿Es para la revista de la universidad? —preguntó.
Brian le dijo que estaba escribiendo un artículo acerca de casos criminales no resueltos.
—Vienen por aquí algunas veces —le dijo—. Estudiantes de Winchester, quiero decir. Están interesados en el caso, supongo que por el hecho de que aún no se haya aclarado. Quieren respuestas para todo... , como si fuera posible que todo la tuviera. Ustedes los jóvenes son muy idealistas. Lo sé. Yo también pensaba, de joven, que el mundo era perfectamente racional... , en los tiempos en que Wendy y yo estudiábamos en Winchester. Íbamos allí todos los martes y jueves por la noche en el viejo Chevrolet de su padre... —Brian trató de imaginar a aquella mujer en Winchester, caminando por el viaducto para ir de fiesta al campus superior. Pero no pudo—. Está, además, el libro que escribió hace unos años uno de sus profesores...
—¿Un libro?
—Sí... , una bobada sobre la realidad del crimen. Pero creo que ganó un montón de dinero. Lo tituló Una desaparición en los campos. Lo de «los campos» se refería, supongo, a maizales. No sé... Fue un bombazo en Cale, sobre lo atrasados que estamos. A mí me pareció de lo más insultante, pero hizo que todo el mundo se interesara de nuevo por Deanna. Vino a dar una conferencia en el instituto. Un tipo curioso, que tenía todo el aspecto de agente de seguros.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Brian, pensando para sí: «Actores, Actores». Notaba como si le apretaran el corazón, estrujándolo y soltándolo como si fuera de goma.
—Williams, creo. Leon Williams. Hasta donde yo sé, sigue enseñando allí. Pero tengo entendido que le dieron una reprimenda por su libro. Imagínese, una prestigiosa universidad presbiteriana con un profesor en su claustro interesado por el rapto de chicas no es precisamente de recibo, digo yo. Oí que preparaba una continuación de Una desaparición en los campos, con nueva información o algo así. Pero eso fue hace tres o cuatro años y no se ha publicado ningún libro.
«Está preparando una continuación con nueva información», pensó Brian.
—Intenté ponerme en contacto con él. Le escribí un e-mail a propósito de la zanja de tierra removida en During Street, pero no me respondió. Y ni siquiera me ha dado las gracias por mi información.
—Probablemente estará ocupado —dijo Brian en tono sarcástico.
—Sí. En cualquier caso, debería usted consultar alguna vez el libro. Estoy segura de que sabía muchas más cosas que yo a propósito de Deanna. Detalles. Atisbos y sonidos. Le parecerá una locura, pero era casi como si ese tipo, ese profesor..., era casi como si hubiese estado allí.